12/11/08

Represores contra periodistas. El mundo del revés

El edificio judicial de Bartolomé Mitre fue escenario de una curiosa situación: el acusado explicando cómo había elaborado una investigación periodística, qué criterios habían orientado sus intenciones, y sobre qué fuentes testimoniales y documentales había apoyado sus afirmaciones.

El acusador tratando de explicar por qué era inocente de un asesinato cometido hace 35 años. La denuncia por difamación pasó rápidamente a un segundo plano y la sala, atestada de periodistas, abogados y militantes de derechos humanos, se convirtió en la caja de resonancia de un episodio clave para desentrañar los orígenes del terrorismo de Estado y los vínculos entre los escuadrones de la muerte, los grupos fascistas y los aparatos represivos en los dramáticos momentos previos al golpe de militar.

El hecho detonante fue la serie de artículos publicados en La República por el periodista Roger Rodríguez en noviembre del año pasado. Roger se propuso investigar la identidad de un guardaespaldas del general Iván Paulós que en una foto aparecía portando una pistola que sobresalía, semioculta, de entre sus ropas cuando ingresaba junto con su amigo Paulós al juzgado de la calle Misiones.

Roger logró identificarlo; era el mayor retirado Enrique Mangini, hoy “comerciante” que trabaja en una empresa privada de seguridad. Al investigar los antecedentes del guardaespaldas, Roger se topó con el acontecimiento de fondo de toda esta instancia: el asesinato del estudiante Santiago Rodríguez Muela, ocurrido en el hall del liceo Larrañaga en agosto de 1972. Indagando en fuentes de la inteligencia militar, en documentos policiales y en actas parlamentarias, Roger escribió que el mayor Mangini estaba involucrado en el asesinato, como miembro de un grupo de choque de la organización fascista Juventud Uruguaya de Pie (jup) que irrumpió a los tiros en el liceo. Y a causa de esas publicaciones Roger fue denunciado por difamación.

El juez Luis Charles –el mismo que en noviembre había interrogado al general Paulós en la causa de desaparecidos durante la dictadura– le pidió a Roger en la audiencia de ayer jueves que explicara cómo realizó su investigación.

Los periodistas que estábamos presentes no pudimos menos que reconocer el rigor del trabajo a medida que Roger explicaba cómo un objetivo periodístico de interés público –la identificación de un civil que ingresaba armado a un juzgado– se ramificaba en otros objetivos, y cómo había buceado en distintas fuentes para confirmar los distintos aspectos de la trama.

Quizás lo más relevante de la exposición del acusado fue que el recurso del secreto profesional amparó a fuentes confidenciales –militares y amigos y familiares del denunciante– que le confirmaron los datos menos significativos de toda su historia; la vinculación de Mangini con la jup y su protagonismo en el asalto al liceo surgieron de fuentes documentales oficiales. Roger hizo especial hincapié en que su intención, al identificar al personaje de la foto y al exhumar su implicancia en el asesinato de Rodríguez Muela, era puramente periodística, orientada por un criterio de interés público. Y subrayó, además, la importancia del asesinato del estudiante –nunca aclarado, más bien ocultado– porque a su juicio era una expresión del terrorismo de Estado, por tanto era un crimen de lesa humanidad, y por ello imprescriptible.

La suma de detalles y la referencia puntillosa a las fuentes revelaron el soporte objetivo de cada una de las afirmaciones de las crónicas. Cuando el juez Charles le preguntó al acusado en qué fuente se basaba la transcripción entrecomillada de una frase atribuida al mayor Mangini (“es una pena tener que gastar una bala en esto”, es decir, en el estudiante) Roger explicó:

"Me lo confió un allegado del mayor Mangini, quien escuchó esa afirmación directamente durante una reunión social en medio de copas".

La audiencia, al promediar la mañana, ya se centraba en el asesinato, más que en las publicaciones, y los asistentes de este juicio oral y público derivaban sus miradas hacia la mesa donde el acusador seguía con gesto inexpresivo el pormenorizado relato del periodista, que explicó la presencia del mayor en el hall del liceo, su posterior detención en una comisaría y el pase de magia por el que las Fuerzas Conjuntas lograron sustituir a cinco de los “jupos” detenidos por cinco transeúntes, entre ellos tres seminaristas, a efectos de evitar su identificación. Roger reveló en la audiencia que uno de esos cinco detenidos sería un oficial de alto grado actualmente en actividad en el Ejército.

Era evidente que el acusador se transformaba en el acusado, y el interrogante que se formulaban los presentes era desentrañar por qué el guardaespaldas se había arriesgado a esa situación incómoda y peligrosa para sus intereses. Los entendidos susurraban una explicación: el asesinato de Rodríguez Muela será denunciado en breve ante la justicia al no estar amparado en la ley de caducidad y no beneficiarse del instituto de la prescripción. Sabiendo que inevitablemente deberá concurrir ante un juez, el mayor Mangini –se especulaba– interponía una acción previa con la esperanza de lograr una posición más favorable, si logra una sentencia por difamación.

Llegó entonces el momento en que el juez Charles procedió a interrogar al acusador. El mayor Mangini admitió que había concurrido armado al juzgado en noviembre pasado, porque estaba autorizado a portar su arma de reglamento.

Como al pasar, el juez Charles le preguntó: “¿Ahora está armado?”. Felizmente, la respuesta fue la previsible: “No”.

Mangini admitió también haber integrado, desde su fundación, la Juventud Uruguaya de Pie, pero no supo explicar por qué aquella fuerza de choque penetró en el edificio del liceo, aquella noche de agosto de 1972, que estaba ocupado por sus estudiantes. Afirmó que había concurrido desarmado, pero reveló que otros de sus compañeros sí estaban armados. Y que los disparos partieron desde el grupo asaltante, que intentaba penetrar en el hall y que forcejeaba con los estudiantes. Dijo no haber percibido que, en medio de los disparos, un estudiante había sido herido. Dijo que cuando unos soldados se acercaron al liceo, a raíz de las detonaciones, él pretendió huir por los fondos, pero fue detenido por una patrulla. Dijo no recordar los nombres de aquellos que junto con él asaltaron el local liceal, y que a la mayoría no los conocía. Dijo que permaneció cinco días detenido en la comisaría y que en el momento de los episodios era civil, estudiante de derecho. No explicó cuándo ni cómo ingresó al Ejército como oficial.

El juez Charles decidió convocar a otra audiencia para el lunes 11 y recibir el testimonio de varios testigos aportados por la defensa de Roger Rodríguez. Recién entonces se pronunciará sobre la denuncia de difamación, aunque la audiencia proyectada permitirá abundar más aun en el tema de fondo: el crimen nunca aclarado de un estudiante a manos de una banda fascista.

El juicio contra Rodríguez tiene especial significado para el ejercicio del periodismo, y sobre todo para el periodismo que se propone investigar los múltiples episodios del terrorismo de Estado, investigaciones que en muchos casos han sido el detonante y la fuente de insumos de acciones judiciales. Con sus investigaciones sobre el segundo vuelo Roger ha aportado elementos valiosos para las causas que llevaron a la cárcel al general Álvarez y a la patota del ocoa, que hoy consume sus días de prisión elaborando archivos de inteligencia en sus computadoras portátiles.

Nunca una denuncia sobre difamación se sostuvo en bases tan endebles. Todo indica que la maniobra del mayor Mangini no prosperará, pero, cualquiera sea el resultado, Roger Rodríguez concita la solidaridad y el reconocimiento de sus colegas por su labor valiente y casi en solitario

Samuel Blixen
Brecha
15 de Febrero de 2008.

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