12/8/08

Haces de luz en mi memoria

“Hay golpes en la vida tan fuertes”, al decir de Vallejo... pero más fuertes que la pena y el olvido, no lo creo. Desde aquel 14 de diciembre de 1974, cuando escuché por Telerrotativo, Canal 3 de Paysandú, a un periodista: “Anoche fueron encontrados en plena ruta en pueblo Soca cinco cuerpos sin vida, que vestían ropas y zapatillas argentinas. Según los lugareños, durante un buen lapso de tiempo un helicóptero sobrevoló la zona y del mismo se presume que fueron lanzados al vacío sin vida”. El locutor comenzó a dar nombres de las presuntas víctimas, que serían subversivos buscados por la justicia militar uruguaya.

Al escuchar los nombres salté en mi sillón, respiré hondo, no podía creer lo que estaba escuchando. Una de la personas mencionadas, Graciela Estefanel, yo la conocía muy bien, se había criado en mi barrio; cuando pasan los años se van a estudiar y luego los vemos esporádicamente, ella se va a estudiar agronomía. Corrí al teléfono, llamé a un familiar para verificar la noticia. La señora me aseveró lo mismo, era una tía, a la que di los pésames, anunciándome que sería sepultada en Paysandú, que Marta, su madre, venía en el cortejo.
Yo no le encontraba sentido a lo que pasaba, si bien sabía por su madre que trabajaba en Buenos Aires.

Cuando la angustia llena el pecho, nos vienen a la memoria los recuerdos, los mejores... Cuando Graciela había empezado a manejar el viejo automóvil de su padre y lo dejaba a la sombra frente a casa, o compartíamos libros y revistas con su madre.

Después que falleció el esposo, Marta se paraba a conversar en la vereda... Ahora que compartía con ella la alegría de tener dos nietas escolares de otra hija que le llenaban la vida...
Volví a la realidad, a conversar conmigo, ¿cómo se puede soportar está ironía del destino?, pero era notorio, las Fuerzas Armadas habían comenzado a levantar duras murallas.

¿Acaso Graciela rompió con los esquemas familiares porque su padre perdió la empresa molinera-fideera?

Un desasosiego corría por mi cuerpo, mi marido trabajando, mis hijas en sus actividades y yo espiando el anochecer.
Corrí al teléfono, hablé con una o dos personas de mi amistad, pero lacónicamente me decían ¡qué barbaridad!, ¡oh, qué horrible!, pero colgaban enseguida, no deseaban hablar; entonces recordé que muchos temían por eso de los teléfonos “pinchados”.

Al anochecer del día siguiente, su madre llegó acompañando los restos mortales de su hija. Instalaron el velatorio en la primera habitación a la izquierda, donde estaba la sala, su madre entre lágrimas llegó a decirme que había estado en Buenos Aires, que con un hábeas corpus en su mano la buscó días y noches, deambulando de una embajada otra, fue al Ministerio del Interior y recorrió cientos de comisarías. Con los pies deshechos, sin esperanza y perdidas sus fuerzas, en soledad regresó a Montevideo.

Como a tientas crucé a mi casa a preparar la cena; después que todos se acostaron, con mi esposo volvimos al velatorio. Yo había observado por las celosías desde lo alto de mi casa el movimiento de algunos hombres que se apostaban cercanos al domicilio, en las sombras de los árboles.

La casa amplia, con hermosos patios interiores y exteriores, resultó pequeña para compartir el dolor junto a su madre. Un silencio de profundo respeto, de voces apagadas se unía al humo de los cigarrillos. Ni se oía el transitar de las tacitas de café, mientras el mate daba vueltas de mano en mano en algún rincón.

No olvidemos, era diciembre, cuando los jazmines del cabo quedan nevados en los pequeños árboles; sentada en la sala recordé los días que las hijas salían con un ramo en la mano.
Ahora, los jazmines cubrían el féretro y toda la casa estaba impregnada con el dolor del perfume que emanaban. Con mis ojos recorrí la pequeña habitación y vi subir desde el manto floral una aterciopelada mariposa blanca que aleteando subió y se prendió en el nacimiento de una cortina, jugando con su mimetismo.

Mañana del cortejo al cementerio. Vi a Marta un poco más descansada, pero pálida, mustia su voz. Marcado el rostro por su habitual cabello blanco contrastando con sus grandes ojos negros, que parecían perdidos en el tiempo.

El cortejo no fue muy grande, tíos, primos, algunos amigos (nada que ver con el del padre, medité). En el camino a su tumba, nos acompañábamos con el roce de la piel. Alguien dijo: “La gente tiene terror por que la vean aquí; pero esto pasará a la historia”. No imaginábamos todavía que ese aguijón de injusticias duraría tanto tiempo.

Cerrada la tumba, su madre con gran entereza depositó un pimpollo amarillo en un vaso, los predilectos de su hija, como solía decir. Y estábamos allí con lágrimas tragando, mirándonos perplejos, mientras noté que tres hombres con gafas se movían detrás de los cipreses.

¿Quién recuerda hoy a Graciela? ¿Por qué no se conoce aún el hecho con claridad? ¿Por qué fue elegida con esos compañeros para ser transformada en mártir el día del asesinato en Francia del coronel Trabal; hecho aún no aclarado y divulgado en forma ?
Sé que hubo un minuto de silencio, ¿alguien recuerda acaso tu destino?, hay un manto de olvido que se intenta dejar sobre el sepulcro de granito.
¿Quién deposita ahora perfumados pimpollos amarillos?, ¿a quién encomendó tu madre ese recuerdo tibio?




(La mamá de Graciela vive con sus dos nietas en Europa. Ante tanto dolor, nos mira y se informa a la distancia.
Nos acompañó en la formación del FA, creo que fue un gran gesto de amor a su hija haber facilitado a esta fuerza política la compra de su casona.)


Dora Estela Ruiz
Memoria para Armar

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