11/8/08

El frío

Debe ser la edad. Porque cada vez que me pongo a mirar para atrás, los recuerdos llegan todos juntos, desordenados. Se empujan por aparecer. Como si fueran chispazos; imágenes de la televisión, de esas que se suceden sin solución de continuidad cuando se cambia de canal. Hasta tienen todos la misma intensidad, como si todo hubiera pasado al mismo tiempo, en el mismo momento. Pero, ¿por qué son éstos y no otros?, ¿será que todos tienen algo en común?
Ya se sabe que los recuerdos tienen colores, tienen olores, tienen sonidos. Y eso es lo que les da consistencia; lo que los vuelve de cada uno de nosotros, intransferibles; lo que los mantiene vivos. Si no fuera por la memoria de las sensaciones, nuestros propios recuerdos podrían confundirse con una anécdota que nos contó alguien o con un relato que leímos en un libro.

Pero no todas las sensaciones son igualmente dóciles, no todas vienen así de fácil a ayudarnos a componer nuestra memoria. Algunas son esquivas y aparecen como un destello; por ejemplo, a veces uno puede olvidarse de los rasgos de la cara de alguien, y es una sola expresión inolvidable la que la vuelve a dibujar; a veces uno puede olvidarse del timbre de la voz, y son sólo dos o tres palabras combinadas, esas que decía siempre, “m’estás farriando...”, las que te traen su voz de nuevo y sientan su recuerdo a tu lado, otra vez a conversar contigo. Y entonces, para recrear lo querido, hay que valerse de ese recurso, al menos hasta que por reiterado nos traicione, o hasta que de tanto rebuscar, encontremos otros que nos ayuden.

También hay sensaciones tan intensas, tan primarias, que no son la llave de un solo recuerdo, sino que forman parte de muchos de ellos. Se les adelantan, los uniformizan, los entreveran. En lugar de ayudar, confunden. Y entonces hay que ponerse a ordenarlos, para que los recuerdos no se nos escapen, no se nos pierdan, no desaparezcan.

Hacía mucho frío, aquella tarde de agosto, la del entierro de Líber Arce. Cuando mi hermano y yo volvimos a casa, nos esperaba la tormenta; o lo esperaba a él; yo había dicho que me iba al Anglo (mentirosa).

—¡No ves que sos un inconsciente... y si te pasa algo, tenés una hijita chiquita... y si te despiden! –premonitorio: al año siguiente lo despidieron del banco.
Mi hermano me miró y no dijo nada; yo tampoco (mentirosa y maula).

Frío en la calle, frío en la casa. ¡Cómo no entendían que lo que había pasado no podía pasar! Que había que pararlo de alguna manera, que todo se estaba viniendo abajo. ¡Cómo no entendía yo que ellos ya se habían dado cuenta! Y que al frío de la desilusión por ese país que se les derrumbaba se le sumaba el frío del miedo.

Pero esa no fue la primera vez que sentí esa sensación. Apenas unos años antes; era la hora de ir al liceo, yo estaba recién en primer año. Papá siempre había estado tan orgulloso de su país... el país de don Pepe, y hasta el de Luisito; un país donde la cultura era el valor más preciado, donde en cada casa entraban varios diarios por día, donde todo el mundo sabía de política y todo el mundo opinaba, donde era natural opinar porque las opiniones eran respetadas.

Yo ya salía para el liceo cuando me dijo: “Llevá la cédula. Ahora hay medidas prontas de seguridad. Ya no se puede andar así nomás por la calle”. Y habló tan bajito... pero no era el susurro de la complicidad sino el del desencanto. No sé si nos dimos cuenta que había un tiempo que se había acabado, pero ni él me explicó nada, ni yo pregunté. No me acuerdo si era invierno, pero me sentí como si me hubieran sacado el abrigo.

27 de junio, las siete de la mañana: me despierta la radio que estaba en la cocina. Mejor dicho, me despierta “la marchita” (¡pobre Palleja, él tan heroico y mirá para lo que le usaron la Diana!). “Comunicado de las Fuerzas Conjuntas...”: confirmación innegable de lo que ya había pasado la noche anterior, de lo que venía pasando desde febrero, de lo que vaya a saber desde cuándo se estaba gestando.

“En caso de golpe de Estado, se ocupan los lugares de trabajo.” Había tanto para hacer y ni un minuto para detenerse. Y nadie me detuvo. Dije: “Me voy a la facultad”. Y no hubo rezongos, ni ruegos, ni consejos.

Ni siquiera se despidieron con “¿A qué hora volvés?”, como lo hacían cada vez que salía. Ya sabían que esta vez era distinto, y su certeza me lo confirmó a mí también.

Cuando salí a la calle, el frío me golpeó en la cara. Pero allí se quedó; el frío se quedó en la piel, porque por dentro la sangre circulaba a toda velocidad. La sentía correr por la espalda, por las sienes, por las piernas, prontas para correr, prontas para plantarse. Como las tuve que tener aquel 9 de julio. Hacía tanto frío “A las cinco de la tarde” que me castañeteaban los dientes: frío, miedo y descontrol, que ya estaban instalados a pesar de todas las resistencias.
Después hubo otros fríos, quizás más terribles: el frío del plantón, el de la celda, el de la lejanía y la incertidumbre. Sin embargo yo los recuerdo iguales, no más intensos, no más dolorosos, no más desconcertantes que aquellos primeros fríos; será que ya me estaba acostumbrando a sentirlos.

Ma. de los Ángeles Fein
Memoria para Armar

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