10/7/08

Una travesura de los montevideanos

En grave aprieto se vieron nuestros buenos vecinos cuando la autoridad inglesa ordenó que todos los residentes en este suelo jurasen, sin mas, fidelidad al Monarca británico. Es que todos se consideraban leales súbditos de la Corona Española, amaban ciertamente a su Rey, y no estaban dispuestos a cambiar de soberano así como así. Pero la autoridad inglesa era inexorable: había que jurar subordinación a Su Majestad Británica, gustase o no. Para peor, el texto a firmar era inequívoco y sin ambiguedades: "Nosotros los abajo firmados declaramos ser, de aquí en adelante, vasallos fieles de Su Majestad Británica, y en la presencia del Todopoderoso juramos por el Santo Evangelio que nos conduciremos como verdaderos y leales súbditos, y que de ningún modo, directo o indirecto, ayudaremos ni asistiremos a los enemigos de nuestro nuevo Soberano, y antes al contrario nos obligamos a dar información de cualquier armamento, traición o sorpresa que pueda haber o suscitarse contra dicho Soberano"... Y por ahí seguía.

No había escapatoria: jurar eso equivalía a renunciar al monarca español, y traicionarlo, y eso si que no. Pero como negarse al rudo ademán con que el británico porfiado les ponía por delante aquel papel que todos debían firmar?

Fue entonces que, "providencialmente", apareció alguien que, no se sabe bien como, propuso un agregado en el texto a firmar. Tan solo una frasecita inofensiva, que los generales ingleses escrutinaron y examinaron a rigor, consultaron entre si, y al final aceptaron, sin darse cuenta de que se perdían. Decía apenas el agregado propuesto: "Se advierte que ninguno de los que firmamos será jamás forzado ni obligado a tomar las armas contra S. M. Católica". Nada mas ...

El día 6 de febrero el General inglés de tierra llamo al clero para que concurriese al Cabildo a prestar el juramento antedicho, y afirmarlo en un libro en blanco. El buen Vicario Eclesiástico de Montevideo, hombre de una sola pieza, se armó de coraje y abiertamente se rebeló. Declaró que de ningún modo firmaría aquello, e inventó un par de pretextos no demasiado creíbles: que no podía firmar sin consentimiento de su Obispo radicado en Buenos Aires; y sacó a relucir unas Bulas Pontíficias que según el le impedían prestar esa clase de juramento.
Al Gobernador inglés no le hizo ninguna gracia la negativa de la máxima autoridad religiosa de la ciudad. Con sequedad desestimó los pretextos, aduciendo que la consulta del Obispo era impracticable por hallarse este "en país enemigo", y afirmando, como si fuera una autoridad en temas eclesiásticos, que era falso que el juramento se opusiera a ninguna Bula Pontificia ni cosa parecida.

El Vicario volvió a replicar, y el Gobernador a responder lo mismo, y así se habrían pasado hasta el fin de los tiempos si no fuera porque de repente allí apareció un segundo sacerdote, que dejando a todo el mundo pasmado y con la boca abierta, anunció que el si iba a jurar y a firmar de inmediato. Y con que argumentos! Adujo, para escándalo del noble Vicario, que el había contribuido todo lo que le fue posible a que la Plaza se defendiese y conservase "para nuestro Rey y Señor natural"; pero que habiendo sido vanos los esfuerzos, y hallándose él en necesidad de vivir en Montevideo porque aquí tenía sus posesiones y toda su subsistencia, no le quedaba otro recurso "que el de sujetarme y subordinarme al nuevo Gobierno, y vivir en el tranquilo ..." Asombro general, sobre todo porque quien todo esto afirmaba de viva voz era nada mas ni nada menos que nuestro eminente Presbítero Manuel Perez Castellano, quien, en efecto, se había distinguido por su férrea resistencia al invasor ingles y su empeño en proseguir la lucha hasta último momento.

Al oir sus palabras, se enfureció el vicario, y trató a Perez Castellano de adulón. Pero este no debe haberse inmutado. Anotó después, en sus papeles: "Me preguntó delante de que autoridad juraría. Le respondí que en su presencia, y pudiera haberle dicho mejor que yo juraría en la presencia de Dios, como juró San Pablo escribiendo a los romanos ... " Y a continuación se explaya, en cuatro o cinco densas páginas de doctrina, a propósito de juramentos y bulas pontíficias vistas a la luz de la teología y de la jurispruencia canóniga ...

Pero al cabo de estas tediosas divagaciones, de pronto aparece la clave de su aparente claudicación. Explica, y uno le adivina la socarronería:
"En la fórmula propuesta del juramento se expresa que los abajo firmados juran obediencia, fidelidad y vasallaje al Rey de la Gran Bretaña. Con esa expresión no se dá a entender de ningún modo que se renuncia a la esperanza de volver al vasallaje del Rey de España, lo que evidentemente se acredita con la cláusula puesta al fin de la fórmula:
la que dice que no se les ha de obligar jamás a los que juran, a que tomen las armas contra S. M. Católica; expresión que fuera inadmisible si el vasallaje jurado fuera perpétuo y no nos quedará esperanza de volver por la paz o de otra maner justa, al vasallaje en que nacimos ..."

Esta habilidosa interpretación de leguleyo permitió a don Manuel firmar y jurar sin el menor cargo de conciencia, seguro de no faltar a sus deberes para con su Rey español ...

Y así, siguiendo el camino señalado por el eminente Presbítero, el juramento circuló de mano en mano por todo el vecindario, y todos juraron y firmaron sin la menor violencia. Creo que la crónica de estos sucesos no aclara quien fue la mano sibilina y sagáz que introdujo en el texto del inglés el agregadito salvador. Tampoco parece que haga falta ...

"Boulevard Sarandí" de Milton Schinca.
(Llegan los ingleses - 1806-1807)
Anécdotas, gentes, sucesos del pasado montevideano.

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