En una buena antología de alacraneos, agravios y otras maldades, sostengo, no tiene que faltar la frase con que Churchill aporreó el carisma, dudoso e inasible, del Primer Ministro Clement Attle:
—Todos los días —dijo— llega al 10 de Downing Street un automóvil vacío. Se abre la portezuela y baja Mr. Attle.
¡Para párvulos menores de 45 años, aclaro que Clemente Attle era jefe del Partido Laborista. En las elecciones inmediatas a la guerra en que Churchill derrotó a Hitler, Attle derrotó a Churchill y lo sustituyó como cabeza de gobierno. 10, Downing Street, según todos saben, o sabían, es la legendaria residencia de los primeros ministros británicos. Churchill a su vez era Churchill hasta cuando no tenía el habano. Mucho más Duque de Malborough que su ilustre antepasado, el duque de Malborough, había nacido (Churchill) en el dilatado palacio que alguna vez visité, al norte de Oxford, palacio en cuyo parque la gratitud de un país y la de un rey, cavaron un desaforado lago artificial. Y plantaron, como homenaje, por millares, árboles que reproducen la ubicación de los ejércitos en la batalla de Blindheim, sobre el Danubio) ( * )
(Vencedor de Churchill, y por lo tanto de Hitler, de Blindheim, de los franceses, de los bávaros, del lago artificial y de los árboles combatientes, Attle, sietemesino y peladito, usaba una gabardina como la del teniente Columbo, que en el mundo real tal vez lució impecable, pero que en mi memoria se exhibe operariamente arrugada y medio como sindical. Attle ocultaba su penosa ausencia de feudalismo secular detrás de un bigotito ralón; según el párrafo que Maggi dedicó a no sé quién, podía definírsele como un puñado de lástima).
(Así fue el hombre que barrió a Churchill para fuera de la política: lo pasó de Primer Ministro a mero escribidor de memorias. Pero alguna razón tendría Churchill, con su imprecación del automóvil ocupado de vacío metafísico: cuarenta años más tarde, todos saben quién fue Chur0chilí y nadie quien pobresdiablos fue Attle).
Paredes y Retratos
Dirá con razón el lector a qué viene, en el Uruguay post-conciliar, fini-procesal y pre-democrático de nuestros días, este recuerdo garrafal de un instante de la vida churchilliana. Se verá: en realidad carece de relación directa con lo que quiero comentar, aunque venga a cuento y circule por los entornos, en tanto y en cuanto ronda el tema de las personalidades, del yo y del noyó, de las primacías y de los momentos históricos, proyectado contra el vacío, si no de los automóviles, cuando menos del tiempo.
Es asimismo una historia de primeros despachos, como que refiere a generales, a magistraturas y a representación. Estoy hablando de una novedad del Proceso no suficientemente difundida en el conocimiento público y que indica que, no obstante la vejez esencial de todas las represiones que plantea, el Proceso es capaz de generar en la vida administrativa cosas que jamás se habían visto. Me refiero al retrato del Teniente General Gregorio Alvarez, en uniforme creo que de gala y con el pecho cruzado por la banda presidencial, que cuelga en la pared del despacho del Ministro del Interior.
Como es sabido, hubo un tiempo, hace décadas, en que navegué los mares de la actividad pública. Creo haberme sentado —como visitante, claro está— en todos los despachos de Ministro que existen en el país, salvo los mudados en fechas procesales más recientes. Más, durante algún tiempo, el dios de lo no merecido me instaló como transitorio ocupante de más de uno de esos despachos. Nunca presidí un Ente Autónomo. Pero he tomado café y departido en la Presidencia de todos los Bancos oficiales, de todos los Servicios Comerciales e Industriales del Estado y de todos los Servicios Descentralizados. Y en la Presidencia del Senado. Y en la de la Cámara baja. Pienso que debe haber alguna ley que lo prescriba, porque salvo el retrato de la señora y de los niños, que algunos erigen módicamente sobre la meseta del escritorio, en la pared, lo que se dice la pared, sólo había el retrato de Artigas, ese con mejillas de leve ictericia, pintado por Blanes, en el que el vencedor de Las Piedras, ostante la melancólica hipocondría de un traficante departamental de pieles de carpincho.
Pero digo, retrato en la pared, del despacho ministerial, sólo Artigas. Miento: a veces Rivera y Lavalleja. Y a veces, Rivera o Lavalleja. En 1958, ganaron los blancos y el cuadro se complementó con algún retrato de Manuel Oribe. Recuerdo cuánto me afectó por entonces. Hube de resignarme. Pero todos habían muerto hacía más de cien años.
Quiero decir: de los grandes caudillos nacionales llevados por el fervor de populares mayorías, en un vuelo de urnas hasta los más altos sillones, como Berreta, como Luis Batlle, como Herrera, o Nardone al que fui activamente hostil, o Gestido, jamás un retrato. Mandatarios legitimados por la ley y la voluntad de la nación, ninguno hubiera osado arrostrar el escándalo de ese culto de la personalidad que ni siquiera garantiza tenerla. De Luis Batlle con banda presidencial hubo retratos por millares. Los poníamos en clubes políticos, en periódicos partidarios, en el escritorio y en el living. En una oficina pública jamás.
Como no hay ninguno de la Sra. Thatcher en las Embajadas británicas, ni de Suárez o Felipe González en las de España. Sólo los de la Reina o el Rey en su caso. Y en otras partes, también jefes de Estado, legítimos, cosa que sin embargo jamás ocurrió aquí, porque el austero espíritu republicano de ésta tierra, que jamás levantó Plazas a la Nacionalidad pero que la sentía muy hondo, siempre rechazó ese tipo de homenajes en vida. (**)
Para colmo, el retrato que refiero y que apareció distraídamente hasta en la prensa, no pende siquiera en un paño libre de pared según se estila. Para horror de elementales principios de civilización decorativa, ha sido colgado, es de suponer que de un clavo vitando, directamente sobre el lombriz.
En achaques de retratos y homenajes, confieso que lo que me viene a la mente es aquella vieja historia de un mismo cuadro en dos fechas diferentes y 300 años de distancia una de otra.
El primer momento es en el siglo XVII. Aparece, recién pintado, el cuadro de un hombre orgulloso y con un cartelito explica: "retrato del Excelentísimo Señor Don Fulano de Tal, Duque, Conde, Marqués de. . ." La retahíla de títulos y dignidades, desde la de Gran Maestre hasta la de Comendador, son tantas que no hay sitio para consignar el nombre del modesto pintor que trazó el cuadro.
La segunda parte ocurre en nuestros días. El mismo cuadro, pero con una lacónica chapita: "Retrato de personaje desconocido, por Rembrandt".
Con su esplendorosa crueldad de panfletario, Churchill diría cosas como "cuelga de la pared un marco vacío y en él está la cara del Duque, Conde, etc.".
Es materia de estilos. Más precavidamente, prefiero recordar aquello de la Constitución de la República según la cual el funcionario existe para la función y no al revés. Igual con las paredes. Los funcionarios están para apuntalarlas, no al revés. Antiguas (y vigentes) concepciones españolas establecen que los hombres somos hijos de nuestras obras. No de nuestros muros. Mucho menos, de los muros de las oficinas del Estado.
Valemos por lo que damos, no por los lombrices que clavos ominosos sacrifiquen para cuelgue de nuestras caras.
En tren de refranes. Insinúo que si el hábito no hace al monje, el coche oficial no hace al gobernante. La pared tampoco. Y en cuanto al marco dorado, la única con derecho a concederlo es la posteridad. O era, por lo menos, en el Uruguay austero y republicano en el que, para nuestro orgullo, nacimos, donde lo dorado se usaba exclusivamente por algunos cielos de crepúsculo. Uruguay de cuya atmósfera espiritual, tan altiva como modesta, no debemos permitir que nadie nos saque.
(Al final, nuestra patria no es el mero territorio que linda, como se sabe, al norte con el Brasil, a la izquierda con el IDI y a la derecha con las Fuerzas Armadas. Nuestra patria es esa atmósfera espiritual a la que aludo, atmósfera sin marcos dorados, dentro de la cual somos todos y fuera de la cual no somos nada).
Borges, tres gotas
Tópicos como el retrato, el rostro, la identidad o personalidad real o nula de la gente, no pueden ser tratados sin agregar a los ingredientes media taza de Borges. Tanto ha circulado por la materia, que habría que transcribir, casi, sus obras completas. Pero me atendré a "El Hacedor" y dentro de éste a sólo dos ejemplos, lejano e ilustre uno (Shakespeare), político y más próximo otro (la pareja Eva-Perón).
Lo que intenta decir Shakespeare es que éste, como Dios es a la vez todos y ninguno. "Everything and nothing". Todo y nada. Muchos y nadie.
De ese drama personal, el joven Shakespeare sospechó que podía salir "en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad" y "se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio". No le sirvió de nada. Disimulando ''su condición de nadie", marcha a Londres y se hace actor, para representar personalidades de todo tipo, él, que no tenía ninguna.
¡Pobre Shakespeare' "Nadie hubo en él, detrás de su rostro (que aún a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro).. ., no había más que un poco de frío".
Me parece admirable, aunque obviamente nada tiene que ver con el tema de esta nota, relativa a un retrato del Teniente General Alvarez y no del bardo del Avon. Nada que ver.
Sí, en cambio (no mucho, pero algo), la afirmación de inexistencia vinculada con la pareja de grandes políticos argentinos, a los que Borges no quiere (y yo tampoco ).
Una página titulada "El Simulacro" termina afirmando que "tampoco Perón era Perón ni Eva era Eva sino desconocidos o anónimos. . . que figuraron, para el crédulo amor de los arrabales, una crasa mitología".
Siempre encontré notable esto de "crasa mitología". Crasa quiere decir gorda, espesa. Mitología espesa y gorda, pues, erigida para "el crédulo amor" de la multitud de los arrabales. Es notable. Como la afirmación, de la que nada tienen que ver los rostros proyectados a distancia con la esencia interior, desconocida, anónima, de Perón o de Eva.
Hasta en eso, sin embargo, la comparación con el tema de esta nota nos muestra desubicado al Proceso uruguayo. El Proceso, efectivamente, intentó también entre nosotros una "crasa mitología", erigiendo delante nuestro una constelación de lugares comunes, donde vaciedades como "seguridad para el desarrollo" terminaron traduciéndose en vertical aumento de la Deuda Externa, para salvataje de carteras incobrables de torpes bancos fundidos. Y donde la "tablita" terminó en tabla de tobogán hacia la ruina de gentes y país. Donde el famoso "orden de la enseñanza" no pasó de obligar al pelo corto, porque el nivel descendió hasta debajo del sótano y los problemas, todos, lejos de mitigarse, se taparon y agravaron hasta el paroxismo.
Esa "crasa mitología", sin embargo, no tenía cabezas ni rostros visibles. La presidía, simplemente, la turnante impersonalidad del Proceso. Quiero decir: que ni en su lógica, o pre-lógica interna, tiene por lo tanto sentido esto de elevar retratos de un general actual hasta la altura donde sólo habían sido colocados, en esta tierra, los retratos de Artigas.
Final
Se dirá que el episodio en sí es de poca importancia. Pudiera ser. En todo caso, es de reveladora importancia sintomática. El estudioso aficionado que soy a los modos mentales del proceso no podía saltarse esta retratización con marco dorado invasora del normalmente intocable lombriz de los despachos.
Pero además vale la pena destacar estos hechos porque indican, melancólicamente, para dónde disparan las tendencias interiores de los nos gobiernan.
¿Puedo todavía fatigar con una nueva cita? Es aquella confidencia de Sartre a Francoise Sagan (la conocí a través de un artículo reciente de Jorge Edwards), en la cual el filósofo confiesa que al perder la vista pensó hasta en suicidarse. Sólo, dijo, que había sido tan hermosa su vida que había adquirido la costumbre de la felicidad. Ciego y todo, confiesa, "seguí siendo feliz por costumbre".
Bueno: a este Proceso y a este Gobierno les pasa lo mismo. Cuando no tienen nada que hacer, hacen macanas. Por costumbre. Por inveterada costumbre.
(Además ya se van. Por fortuna, gane quien gane, no hay peligro ninguno que Sanguinetti, ni Zumarán, ni Crottogini, la emprendan contra el lombriz con sus retratos y clavos).
(Seamos justos: el Proceso les legará otras cosas de qué ocuparse).
(*) La batalla de Blindheim tuvo lugar en agosto de 1704: Blindheim, donde ingleses y austríacos vencieron a franceses y a bávaros, queda en Bávaria; Malborough es el mismo personaje que los españoles llaman Mambrú, protagonista del clásico "Mambrú se fue a la guerra"; el palacio que le regalaron de premio y donde Churchill nació, se llama Blendheim que es lo mismo que Blindheim pero desgermanizado.
(**) Quien quiera ver el retrato a que hago referencia no tiene más que consultar "El País", 11-11-84. pág. 1. Allí, en colores, los Generales Linares Brum y Rápela y el Dr. Alonso. Atrás, en la pared, el retrato del T. Gral. Alvarez.
Manuel Flores Mora
Parlamentario, Periodista, Escritor, Historiador, Critico Literario
Tomo II
Homenaje de la Cámara de Representantes, mandado publicar por Resolución del 20 de febrero de 1985
Montevideo, 1986
Originalmente en "Jaque" - 7 de setiembre de 1984
8/7/08
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