23/7/08

La noche de las pinzas

Bernardo había conseguido el auto del padre y nos pasaron a buscar; de casa fuimos a lo de Ana y Carlos, que vivían pasando el puente Carrasco.

No teníamos plata, por eso decidimos sólo pasear, por votación decidimos ir al Cerro a disfrutar de las luces de Montevideo.

La primera pinza fue al cruzar el puente, nos bajaron a los cuatro, nos pidieron documentos y el mío estaba vencido.

—¡Dorita, vos siempre la misma! –me dice Raúl, pero como éramos del barrio y la casa quedaba cerca, nos dejan pasar.
Demoramos poco en volver ya con Ana y Carlos en el auto.

En esta segunda pinza nos reconocen, pero otra vez nos hacen bajar y también me dicen: “¡Esta cédula está vencida!”.
Cómo explicar que en esa época nadie andaba en la calle sin la documentación en orden.
Podrían tener varias falsas, pero seguro que ninguna vencida.
Quizás eso fue lo que nos ayudó, la imagen de alguien “sin culpa”.

Igual salimos contentos los seis por la rambla hacia el Cerro de Montevideo, porque total a las pinzas ya estábamos acostumbrados.
En la entrada del Cerro, viendo que llegamos a la tercera pinza, los nervios como siempre me hacen reír, pensando “el que me diga ‘esta cédula está vencida’ ¿me dejará seguir?”
Nos paran, nos piden documentos, me reprochan nuevamente mi cédula vencida y además nos “aconsejan” volver a casa, así que nos quedamos sin subir y dimos la vuelta.

La cuarta fue la peor, en la rotonda de Propios y General Flores. Bernardo aminoró la marcha para rodearla y aceleró cuando tomó la recta de Propios sin ver, ninguno de nosotros, que por General Flores venían un “ropero” y dos “camellos” que estaban patrullando.

Sirenas, luces y nos rodean el auto. Encerrándonos, bajan milicos con metralletas, eran muchos.
Pensaron seguramente que los habíamos visto y que queríamos escapar; nos separan hombres contra el auto y mujeres contra la pared.

—¡No te rías, Dorita, por favor! –Imposible hacerle caso, aun con los pellizcones que me dio Zaira y que me dejaron moretones en el brazo por días.
No veíamos a nuestros compañeros y nos tocaba mostrar las cédulas. Nos tomaron los documentos y se los llevaron. Mientras, nos iluminaban las caras con las linternas.

Muchas cosas estaban pasando por mi cabeza en esos minutos de mucho miedo, la primera fue mi hijita Andrea, que tenía en ese entonces un escaso añito, mi papá, mi casa, mis hermanos, cuando se escuchó: “¡Esta cédula está vencida!”.
Pensé “en ésta la quedo”, pasaron siglos hasta que nos devolvieron los documentos, nos subimos al auto y nos fuimos.

Ya nadie quería pasear pero nos reíamos todos.
Sabíamos que nos faltaban obligatoriamente dos pinzas más porque teníamos que llevar a Carlos y Ana a su casa en Canelones, pasando el ya conocido puente.
No recuerdo exactamente cómo llegamos al puente, pero fue la vez que nos revisaron más, hasta debajo de los asientos, la valija y la parte de abajo del auto y por supuesto se sintió la ya conocida frase “Esta cédula está vencida”. Les dijimos: “Vamos aquí nomás a llevarlos a ellos, ya volvemos”, pero no sirvió de mucho.

Eso sí, a la vuelta, en el puente, la sexta pinza en una hora y media, nos volvieron a parar y nos iluminaron las caras, nos pidieron los documentos pero no se sintió a nadie diciendo “Esta cédula está vencida”.

Quisimos olvidarnos por un rato de que nuestro país estaba bajo un régimen militar, hacer un simple paseo, seis jóvenes en un auto divirtiéndose por encima de las noticias que llegaban boca a boca, de los diarios que tenían sólo fútbol y fotos de requeridos. De la radio y la televisión con la maldita marcha de los comunicados, que oíamos y veíamos todos los días con el terror de encontrar en ellos a algunos de nuestros compañeros de estudio o trabajo, hermano, primo o vecino, sabiendo que muy posiblemente no lo volviéramos a ver, ya fuera porque los habían agarrado o porque (los que tenían suerte) se habían podido escapar del país.

Hoy lo veo como una especie de pulseada con la realidad que nos angustiaba, una rebeldía frente a las miles de injusticias. Una manera pequeñita de enfrentarlos.

Dora Carreto
Memoria para Armar

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