Seguramente nunca tuvo el país una generación más brillante que la llamada "del 45". Integrada en su mayoría por escritores (aunque también contó con músicos y pintores) ejerció una rectoría intelectual que aún persiste.
Muchos de quienes hicimos Preparatorios de Abogacía en los años finales de la década del cuarenta, encendíamos nuestros cirios en los altares de la Generación del 45. Todos sus integrantes tenían ocho o diez años más que nosotros, pero despedían un brillo propio que los hacía centro de nuestras envidias. Publicaban revistas literarias, daban conferencias, escribían en Marcha, que era la nueva Biblia. Sus palabras salían como de la boca de Dios, sus opiniones eran ilevantables, sus críticas certeras. A veces íbamos expresamente al Sorocabana de Dieciocho para observar de cerca sus resplandores. Y cuando los localizábamos, quedábamos en éxtasis. Alguno de nosotros, más leído los identificaba. El de bigote y ojos que revoloteaban tras las pocas mujeres que se animaban a beber café en público, era Carlos Maggi. El de al lado, que discutía en alta voz y gesticulaba, Manuel Flores Mora, a quien todos llamaban "Maneco". El pelado de aire doctoral era nada menos que Angel Rama, el Gran Sacerdote de la crítica literaria, solamente comparable en su prestigio a Emir Rodríguez Monegal, a quien nunca vimos. La mujer con aire ausente, la poeta Idea Vilariño. El más flaco y más tranquilo, Carlos Real de Azúa el mejor ensayista de aquellos años. El de cabeza grande, el doctor Carlos Martínez Moreno, una pluma más que brillante. El de aire apaisanado, el cuentista Mario Arregui. El gordito que hacía chistes, Mauricio Muller, la pareja inseparable, José Pedro Díaz y Amanda Berenguer. El alto, el pintor Invernizzi a quien llamaban Tola y de quien se comentaba que tomaba cerveza en vasos de caña y caña en vasos de cerveza. En ocasiones aparentábamos ir al baño para pasar cerca de aquella mesa donde bullía la inteligencia nacional para ver si nos rozaba la humareda.
La Generación del 45, ejerció durante varios años un magisterio sostenido sobre quienes veníamos detrás, al que solamente detenía un poco en algunos casos, su condición de pavos reales con la cola siempre pronta para desplegar. Esta nota y la que le seguirá, pretende definirla como grupo. Más allá de este mundo la mayoría de quienes la integraron, se ha buscado el testimonio de uno de los que entonces eran más jóvenes y aún sigue ejerciendo una rectoría que nadie le puede negar: el doctor Carlos Maggi. Sus recuerdos se han intercalado con trozos del libro Cuarenta y cinco por uno en el que su esposa María Inés Silva Vila, también fallecida, ha recogido impresiones personales de varios de aquellos personajes, ya legendarios.
—Las generaciones actuales no tienen una idea muy clara de la importancia que tuvo aquello que fue llamado con cierta grandielocuencia "la Generación del 45". A más de medio siglo de distancia se la ve como muy crítica y muy brillante pero también muy vanidosa y muy autopromocionada. ¿Tú que perteneces a ella qué piensas?
—Lo primero que tendría que decirte es que este tipo de generaciones no existe. No es que se hayan juntado unos intelectuales y hayan decidido hacer tal cosa. Las generaciones las crean los que las miran. Nosotros íbamos al café Metro cada uno por su lado y no teníamos la menor sensación colectiva. Ni siquiera percibíamos como un hecho lo que estábamos constituyendo. Los que las observan juntan a sus integrantes y los unen como quien hace el trazado de una serie de estrellas del cielo para hacer La Cruz del Sur. Pero las estrellas por separado nunca se enteran.
—El asunto es saber cuáles fueron los motivos que dieron origen a la generación del 45.
—Aquél era un momento propicio para que floreciera gente con talento. Cuando nosotros empezamos no había ninguna editorial, por lo tanto no existían los escritores profesionales. Los escritores editaban sus propios libros y los llevaban a librerías que no los aceptaban ni consignados, porque después se les perdían o se rompían y al hacer los recuentos los tenían que pagar aunque no los hubieran vendido.
—La palabra "propicio", parece la clave de todo. ¿Por qué era favorable aquél momento? ¿Por razones históricas, económicas, sociales?
—El Uruguay vivía una especie de remanso creado por la Segunda Guerra Mundial. El problema del Banco de la República era su abundancia de divisas. No sabía qué hacer con ellas. El país vendió como loco durante la guerra y como no podía comprar porque los barcos no venían, su riqueza se acumulaba. A los que tenían un auto le daban un vale con el cual podían comprar diez litros por mes. Las cosas importadas eran muy raras. De modo que se creó un clima de holgura. El fenómeno del peronismo argentino fue parecido. En el Uruguay la clase media era enorme y vivía cómodamente. Mi viejo, que no era rico sino gerente de una barraca, me prohibió trabajar para que pudiera estudiar. Mis primeros trabajos fueron a escondidas. Aquel auge económico que vivió el país, fue mayor aún que el del período del viejo Batlle. Al Banco República nunca se le veía el fondo.
—¿Dónde se reunían ustedes?
—En el café Metro. Discutíamos de filosofía, de literatura, de arte y la posición política de cada uno importaba muy poco. Los más jugados eran Mario Arregui y el Tola Invernizzi porque eran bolches. Pero no se hablaba de política que era un tema como definírtelo... poco apreciado. Cuando yo empecé a trabajar en Acción, me empezaron a mirar de mal modo porque les parecía que aceptar un cargo en un diario político era algo denigrante.
—¿Debo entender que la generación del 45 vivía encerrada en una burbuja sin contaminarse con los grandes temas del país?
—Con respecto a la política, sí. Nunca supe a qué partido pertenecía Emir Rodríguez Monegal, ni qué opinaba Felisberto Hernández. ¿Qué posición política tenía José Pedro Díaz? Angel Rama era más izquierdista, pero no sé a qué partido votaba.
—¿Cuáles eran sus temas de debate?
—El último libro publicado por Malraux, el mundo de Borges, el lenguaje de la literatura del interior...
—Con los debidos perdones, practicaban una suerte de onanismo intelectual perpetuo.
—En cierta forma, sí... También hacíamos el cultivo de un oficio que nos gustaba a todos.
"Eran insoportables y fascinantes. O así me parecieron en mi primera visita al Metro, en el verano del 45. El café quedaba en la rinconada de la Plaza Libertad y en noches como esa adelantaba mesitas en la vereda, pero la verdad es que no recuerdo bien si estaban sentados allí o habían despreciado el aire libre por el más espeso del salón, hecho de humo de cigarrillos y de un olor insuflado por años desde los baños y la cocina. Me inclino a creer que estaban allí dentro, respirando aire viciado y literatura por todos los poros.
En su mayoría eran (los que estaban allí y los que conocí poco después) más que escritores aspirantes a escritores y necesitaban las apoyaturas exteriores que da la bohemia más o menos declarada — el pelo largo, el tonito impertinente, el cigarrillo y la despreocupación en el vestir— para tirarse al agua o mejor dicho, a la tinta impresa. "Con libertad ni ofendo ni publico" les decía burlón Onetti (que ya tenía en su haber El Pozo, Tierra de nadie y Para esta noche aludiendo a la peña igualmente improductiva del café Libertad. Sí, necesitaban todo eso y también necesitaban probar sus armas en un permanente escarceo verbal bastante deslumbrante y no exento de petulancia. Todo un despliegue de machismo intelectual que si mal no recuerdo, irritó un poco mi susceptibilidad femenina y feminista. Me senté porque iba en compañía de uno de ellos —Maggi— y me senté en la mesa encarnando por primera vez mi papel de espectadora que es el que siempre he tenido en la generación del 45. También en ese carácter estoy escribiendo ahora".
(Cuarenta y cinco por uno. María Inés Silva Vila. Ed. Fin de siglo 1993)
—¿Qué formación literaria tenían ustedes?
—Te puedo hablar por Maneco (Flores Mora) y por mí que no solo andábamos siempre juntos sino que acabamos casándonos con dos hermanas. Nosotros habíamos leído los clásicos, los autores que se aprenden en Secundaria, pero no mucho más. Y no te olvides que los profesores nunca llegaban a los autores contemporáneos. Pero una noche Onetti nos hizo la misma pregunta que tú y cuando le dimos la respuesta, tomó una servilleta y apuntó todos los escritores que debíamos leer. Si me apurás, te digo la lista de memoria.
"Maggi me habló con gran entusiasmo de El Pozo y de Onetti y y de la lista de libros que les recomendó y que escribió prolijamente con letra de imprenta en una servilleta de papel en el Metro. Creo recordarla bien: El tiempo del desprecio y La condición humana de Malraux, Las palmeras salvajes de Faulkner, Adiós a la armas y Fiesta de Hemingway, Viñas de Ira de Steinbeck, Nuestra América de Waldo Frank, Manhattan transfer de John dos Passos, El financiero, de Dreiser, Calle mayor y Babbit de Sinclair Lewis y Winesburg Ohio de Sherwood Anderson".
(Cuarenta y cinco por uno, María Inés Silva Vila. Ed. Fin de Siglo 1993)
—Se hicieron un festín de autores.
—Fuimos con Maneco a la Biblioteca Nacional y los leímos de corrido. Por lo menos los que existían en la Biblioteca porque de la mitad no tenían noticias. Quedamos completamente transformados desde el punto de vista intelectual.
—¿Tan poco leídos eran ustedes?
—Ocurre que éramos los más jóvenes del grupo. Los mayores habían leído mucho más. Mario Arregui, por ejemplo o Emir Rodríguez Monegal, Carlitos Real de Azúa o Carlos Martínez Moreno, que eran bestias lectoras por excelencia. Los dos últimos no eran habituales de los cafés donde íbamos nosotros, pero a veces caían de visita.
—De cualquier modo, la verdad es que a ustedes no los editaba nadie.
—¿Quién nos iba a editar si no había editores? Nos conformábamos con sacar revistas literarias y vernos allí. Nosotros sacábamos Apex que es el nombre que identifica al punto hacia el cual se dirige el sistema solar.
—Toda una definición del grupo.
—Coincido contigo: era un poco pretencioso. Después sacamos la revista Escritura con don Julio Bayce y Hugo Balzo, casi al tiempo que Angel Rama editaba Clinamen, los que se nucleaban alrededor de Bordoli sacaban Asir, y Mario Benedetti Marginalia en 1958. Alrededor de 1950, Angel Rama y yo fundamos una pequeña editorial denominada Fábula en la cual apareció mi primer libro: Polvo enamorado. Se lo llevé a mi mujer al sanatorio, cuando acababa de nacer mi hija.
"Hubo sí, dientes de oro.
Establecido el capitalismo, cuando se inició la lucha de fondo por el dinero, el diente de oro, apartando la delicada cortina de dientes naturales, hizo su aparición en el escenario de la boca, como si entrara a cantar el aria principal. (...) El capitalista condecoraba su sonrisa con un afiche de oro, pisaba el pan de cada día sobre ese mortero de oro, clavaba en su carne un asta donde enarbolar la enseña de oro, hacía que su lengua, en oleaje incesante, lamiera sin pausa el oro de su fantástico diente postizo.
Era el tiempo de la fiebre amarilla; el verbo orar significaba hacer oro".
(Polvo enamorado, Carlos Maggi. Ed. Fábula, l951.)
—En los años 54, 55, ya se habían establecido nuevas editoriales.
—Te voy a contar algo a riesgo que me tomen por vanidoso. Siendo abogado del Banco República, fui a ver al doctor Felipe Gil, un hombre refinado y culto que era director del banco y le dije que era una vergüenza que la financiación de un libro tuviera más exigencias que las que se daban para criar chanchos. Le causó gracia y me pidió un proyecto para financiar libros. Se lo hice agregándole una comisión que fuera la que asesorara al directorio y determinara si valía la pena que el banco invirtiera. El proyecto salió a la semana siguiente y esa primera comisión estuvo integrada por Paco Espínola, Rodolfo Tálice y yo. Ese fue el origen de las pocas editoriales que se animaron a salir: Alfa, Arca y después Banda Oriental. Para el banco fue un negocio tranquilo y perfecto. El crédito se le otorgaba al autor quien lo endosaba a la editorial. Así que ésta se cuidaba que el autor lo pagara porque si no el crédito se cortaba. Polvo enamorado vendió quinientos ejemplares porque lo comentó Emir Rodríguez Monegal en Marcha. Emir era malo y amargo en especial conmigo, porque nunca tuvimos buena relación y hasta en alguna oportunidad nos agarramos a los golpes. Pero esa vez fue más generoso de lo que yo creía. Aquel librito fue uno de los primeros best seller de autor nacional.
—Tuviste más suerte que Neruda que tuvo que vender los muebles para financiar su primer libro.
—No es fácil meterse hoy dentro de las entrañas de la Generación del 45. Mucho menos entender sus discrepancias. Llegó un momento en que nos dividimos en "lúcidos" y "entrañavivistas". Ambas era formas de encarar los problemas de la época.
—Sigo creyendo que era una división que les interesaba fundamentalmente a ustedes y a la cual la gente consideraba como propia de noveleros intelectuales.
—Puede ser que hoy se observe así. Los "lúcidos" se encontraban de cierto modo en torno a Emir Rodríguez Monegal que dirigía la página literaria de Marcha, la cual era un centro de poder muy importante. Eran los enterados, los refinados, los borgianos. Y hubo otro grupo que predicó que la importancia de la literatura se encontraba en la entraña viva, en la vida, en la realidad de los hechos cotidianos. Más cerca de la cosa política que era como ensuciarse las manos, que de la pureza. Por eso se les llamó "entrañavivistas". Y escribían en realidad de modo diferente. No cabe duda que Borges, siendo un genio, tenía una cosa de pituco exquisito y que Steinbeck denunciaba los problemas de los agricultores como lo hizo en Viñas de Ira.
—Tampoco tenía relación con el compromiso político de la literatura, que cobró fuerza en las décadas siguientes.
—No, para nada. El problema era bastante menor. Tenía que ver en cómo debía encararse la literatura con relación a su entorno. Los "lúcidos" exquisitos, los que estaban fuera del mundo en que vivían. Maneco era "entrañavivista", yo también. En aquellos años yo escribí una nota en Marcha definiéndome como "entrañavivista" y cinco o seis amigos íntimos, Carlos Martínez Moreno y su hermano Enrique me dejaron de saludar.
—Perdóname que insista: esa especie de cisma que separaba hasta la enemistad a escritores "entrañavivistas" y "lúcidos", era una forma de matar el ocio. No producía el menor malestar en la epidermis de nadie. Era para disfrute de una treintena de intelectuales.
—Por supuesto que sí, pero no tenía nada que ver ni con la cosa masiva ni con la cosa pública. Tampoco con la militancia política.
—El poeta español Gabriel Celaya, mucho más radicalizado escribió: "Maldigo la poesía/ concebida como un lujo cultural/ por los neutrales".
—El compromiso político con la literatura todavía no existía. Y mucho menos la división tajante entre izquierdas y derechas. En nuestra época, te reitero, la política no era una preocupación. Más bien manchaba a quien se acercara a ella. Como ha ocurrido siempre, desde que el viejo Batlle nos dejó la impronta, todos éramos batllistas aunque no sé si alguno votaría por ese partido. Todos nosotros éramos hijos de clase media y en el fondo, batllistas. No políticamente sino mentalmente.
"Yo creo que el viejo Batlle nos legó una manera de ser tan seductora que todos los uruguayos se fueron asimilando a ella.Y a medida que esa forma de ser y de vivir se iba perdiendo, más nos enamorábamos de ella y sentíamos más la nostalgia y la necesidad de quedarnos en ese encuadre. Nosotros tenemos una formación nostálgica. Descendemos de inmigrantes que fueron hombres que dejaron su corazón en otro lado, que perdieron todo menos la vida y nosotros tenemos un arrastre de esa nostalgia. Por eso esa cosa llorona de rememorar lo perdido que tenemos, que incluso tú mismo evidencias en tus notas y reportajes. El batllismo nos gusta dos veces: porque fue hecho a nuestra medida y porque además se ha perdido. Si tú hablabas antes con un comunista fanático, en la época que los había porque ya no queda ninguno, a la larga te mostraba una entretela batllista. Nos sentíamos hermanados en esta medianía tan uruguaya que es como el Río de la Plata, ni dulce ni salado, ni frío ni cálido. La personalidad de esta comunidad nuestra consiste en que todos somos batllistas.
—No sé cómo le caerá esto a los nacionalistas gobernantes.
—¡Pero si no hay nadie tan batllista como Lacalle! El presidente es un batllista extremo, un hombre que lima las puntas, que no busca soluciones terminantes, que es un componedor. Está en la línea de otro batllista típico como Sanguinetti. Porque los batllistas pueden ser de izquierda o de derecha, lentos o apurados, blancos o colorados. El batllismo es una manera de ser. Es esa dosis de funcionario público que todos tenemos, ese gusto por la playa, esa costumbre de matear sin prisa, esa idea fija de la jubilación, ese perder tiempo comentando los partidos, ese dejar de trabajar para armar un cigarrito".
(Fragmento de un reportaje a Maggi hecho por el autor de esta nota en Búsqueda, el 7 de junio de 1990)
—Luego de sesenta años de la explosión de la Generación del 45, se hace imprescindible reconocer dos cosas: que se trató de un grupo de intelectuales de extrema brillantez, que no tuvo temor a desmitificar los falsos ídolos que venían detrás y que además manejó una erudición y una capacidad crítica formidables. Pero además es preciso admitir que se complacía en el elogio mutuo y en la contemplación de sus propios ombligos.
—Era una cosa parroquial como tú dice para una minoría. Poca gente para poca gente.
"Hace trece años, escribí en una entrevista que le hice en el semanario Búsqueda: "Con los años, va a ser un nombre clásico en las letras nacionales. No lo es aún por ese perpetuo festín en el que los uruguayos nos roemos las entrañas unos a otros mientras vivimos". Hoy podría refrendar esa opinión con varias rúbricas. Como tantos otros intelectuales a los que sería fatigoso nombrar en su totalidad (Emir Rodríguez Monegal, Angel Rama, Carlos Real de Azúa, Carlos Martínez Moreno, Mario Benedetti, Homero Alsina Thevenet, Líber Falco, Manuel Flores Mora, Mario Arregui, José Pedro Díaz, Julio Da Rosa, Amanda Berenguer, Idea Vilariño, Domingo Bordoli) integró la llamada Generación del 45, que no sólo produjo creadores de excepción sino que se encargó de desmenuzar muchos de los valores literarios avejentados y sobrevalorados en los antiguos Parnasos, instituyendo una crítica responsable y exigente. Implacables, a veces crueles, agudos, brillantes, infatigables en la mordacidad y en la soberbia, algunos mirando de reojo a lo nativo, quienes integraron aquella generación, apoyados por sus propias revistas literarias y el semanario Marcha, ejercieron una función rectora sobre quienes vinieron (vinimos) detrás. Al borde ya de los ochenta quienes han felizmente sobrevivido, su testimonio resulta inaplazable. Uno de ellos, Carlos Maggi, identificado en aquellas décadas como El Pibe, hizo algo más que escribir magistralmente. Fue libretista de varias audiciones radiales humorísticas, como La Cachada Deportiva, Los Risatómicos, La Pensión 64 o La Real Academia del Humor con el Loro Collazo. Llegó además a ser Jefe de Abogados del Banco Central y le sobró paño como para encarar durante el primer período presidencial de Julio María Sanguinetti, la dirección de Canal 5, un escollo contra el cual naufragó con armas y bagajes. Sus propósitos formativos no pudieron contra una concepción televisiva contracultural demasiado arraigada como para meterle diente. El mismo Wilson Ferreira Aldunate trató de consolarlo en aquella oportunidad: "los gobiernos no hacen lo que quieren sino lo que pueden. Esa batalla está perdida".
Sin intenciones de querer retirarse, ni de la literatura, ni del periodismo ni de su involuntaria condición de formador de opinión, procuró definir en su casa de Las Toscas, a la generación a la cual perteneció y a algunos tótems mayores y por lo tanto ajenos a ella, como Felisberto Hernández, Paco Espínola y Juan Carlos Onetti, en cuyas fuentes sus integrantes abrevaron.
—La forma de orientar el pensamiento ajeno que tuvo la Generación del 45 es imposible de negar. Pero también habría que decir que nunca como entonces fueron tan frecuentes los elogios mutuos identificados con la famosa frase "yo reconozco tu talento, tú has lo propio con el mío".
—Había una razón de fondo. Fue la época en que se produjo la caducidad de una forma alegre de ser uruguayo. "Como el Uruguay, no hay". "Somos la Suiza de América" ‘En ningún lado nacen más talentos que acá". Justino Zavala Muniz me dejó de saludar porque yo opinaba que en el país no iban bien las cosas. "Usted escribe despreciando lo que hemos hecho sus mayores. Usted no respeta nada", me dijo.
—La verdad es que a los escritores anteriores ustedes los respetaban muy poco.
—Nosotros hacíamos la excepción con dos o tres. Con Paco Espínola que era bastante mayor, con Juan Carlos Onetti que era mayor que nosotros pero menos que Paco y con Felisberto Hernández que también era mayor.
—Se ha escrito mucho sobre la curiosa personalidad de Felisberto. ¿Cómo era según tu propio testimonio?
—Fue el principal enemigo de su literatura. Era un tipo inseguro, tímido, como acorralado. Desesperado por cobrar confianza, buscando que lo elogiaran o que le dieran una opinión favorable. Eso caía mal entre nosotros porque nos daba vergüenza que a alguien pudiera importarle eso.
—¿Y ustedes eran muy seguros de sí mismos?
—Seguramente no, pero lo disimulábamos bien. En primer lugar Felisberto era mayor que nosotros, pero su propia timidez lo llevaba a portarse con torpeza, haciendo chistes horribles o actuando de manera que nos chocaba. A mí su literatura me parecía buenísima, pero después en el café, me hacía enojar. Felizmente no era un habitual. Felisberto era reconocido por los grandes personajes uruguayos. Circuló apuntalado por Joaquín Torres García, por Carlos Vaz Ferreira y sobre todo por Jules Supervielle. Este llegó hasta llevarlo a París para que diera una charla en La Sorbonne. Mucho después de su muerte le llegó el reconocimiento del público y de la crítica.
"Felisberto era un buen amigo. Tenía alma de niño y yo lo trataba como tal, pese a ser un viejo gordo que en ese momento estaba ennoviado con Paulina Medeiros. Iban a casa, Paulina le hacía confidencias a mi madre y ésta se alarmaba. Eran dos gordos enormes, divinos. Felisberto tenía una cosa como de ido, era como un gran bobo.
—Escribiendo resulta todo lo contrario.
—Claro, su literatura es astuta, brillante, refinada, penetrante. Pero en su vida diaria era una especie de bobo bueno que hacía chistes malísimos y que estaba siempre como asustado. El mismo talento excepcional que tenía para escribir, lo manejaba para juzgar a los demás. A mí me dijo una vez: "usted dialoga mejor de lo que narra". Y yo que jamás había ido al teatro ni me interesaba, no le di corte.
(Reportaje del autor a Carlos Maggi. Semanario Búsqueda, junio de 1990)
—El hecho de que Felisberto se haya casado con tres mujeres dominantes, da una idea de su personalidad.
—El iba todos los días a dormir la siesta con su mamá. Y siempre tuvo una esposa que le hizo de madre. Una de ellas fue una espía famosa que trabajaba para la KGB.
—Pero no era ninguna de las tres que yo mencionaba que fueron Amalia Nieto, Reina Reyes y Paulina Medeiros,
—Felisberto comenzó a ir a casa poco después de muerto mi padre. Nosotros vivíamos en el Palacio Díaz y Paulina Medeiros que era en ese momento su novia, se quedaba horas charlando con mi madre. A mí me parecían dos viejas eternas. Una de las cosas que recuerdo era que no se podía ir al cine con él, porque como desde sus épocas de pianista de cine mudo se sentaba al lado de la pantalla, no había quién le sacara la costumbre de ubicarse en la primera fila
"Maggi había dicho: "ahí está Felisberto" y antes de que pudiera aclararme quién era el dueño de aquel nombre antiguo, ya estábamos adentro y saludándolo. Pensé que se trataba de un tío o primo mayor que Maggi, quizás porque además del aire notarial tenía cierto parecido con alguno de mis propios tíos, de esos que no llegué a conocer, pero había aprendido a reconocer y a nombrar al toparme con ellos en el destartalado álbum de fotografías de la familia. Por su conversación, supe que era pianista, que había hecho giras por el interior y que su representante se llamaba Venus González. (...) Antes de irnos y naturalizando seguramente con alguna frase el cambio de tema dijo:
—El arroz me hace mal; me llena la boca de granos.
Fue el primer chiste de Felisberto que escuché. Después supe que ese tipo de humor bonachón y un tanto desganado estaba siempre presente en sus conversaciones y no sé por qué se me ocurrió pensar que era su manera de hacerse perdonar la fachada de hombre común a que su timidez lo obligaba. (...) Cuando volvimos a encontrarnos con Felisberto yo también había aprendido a ver con otros ojos y me pareció menos gris que el día del café. Era realmente muy tímido; daba la impresión que no sabía qué cara poner para impresionar mejor. Se me ocurrió pensar que todo el tiempo estaba consciente de su cara y que por eso buscaba distraer la atención hacia sus manos cortas y regordetas que se movían como dando saltitos mientras hablaba. (...)
Me llamaba la atención en todos esos encuentros con Felisberto, la manera casi despavorida que tenía de comentar las cosas, sobre todo los artículos de Emir Rodríguez a partir de una mentada crítica que le hizo. Emir, "nuestro entrañable contrario" y cada vez más amigo al que tanto me gustaría ver de nuevo en Montevideo y levantando polvareda con sus notas, se equivocó con Felisberto (también Homero parpadea). Por lo que recuerdo más que hacer una crítica procuró psicoanalizarlo y se lo perdió. Las manos cortitas de Felisberto se aturullaban más que nunca al hablar de episodio. Era en ciertos aspectos como un niño y se escandalizaba con facilidad. También a veces lo atacaba un miedo infantil por algunas de sus responsabilidades de adulto, por ejemplo su empleo en AGADU que para él no era un empleo sino una pesadilla".
(Cuarenta y cinco por uno, María Inés Silva Vila. Ed. Fin de Siglo. 1993)
—¿Onetti participaba en esas reuniones de café en las que ustedes no perdonaban a nadie?
—Calzaba bastante bien. Era mayor que nosotros y no fue parte de nuestra generación, pero nos acompañaba hasta por razones geográficas. La agencia Reuters en la cual trabajaba estaba pegada al café Metro. Salía de su oficina y se topaba con nuestra mesa.
—¿Cuándo conociste El Pozo ?
—De una manera bastante graciosa. Maneco Flores Mora quedó huérfano siendo muy jovencito y como en su casa se empezaron a vivir problemas económicos, consiguió un trabajo por las noches en Reuters. Al poco tiempo cayó con la noticia que su jefe, un tal Onetti, escribía muy bien. Recuerdo que yo en el peor momento de mi vanidad me reí de él. ¿Cómo se podía juzgar el trabajo de un jefe? Le dije que su admiración era cosa de subalterno. Al poco tiempo me trajo el libro que le acababan de editar en rústica. Quisimos morir porque nos pareció la máxima maravilla literaria. Ahí empecé a ir a Reuters para hablar con él. Era la época en que editábamos la revista Apex, Maneco, el gallego Novoa y yo. Como Carlos Denis Molina había sacado una mención en un concurso muy importante, lo fuimos a buscar al café Metro para invitarlo a escribir en la revista. De esa manera nos integramos siendo muy jóvenes, a aquel grupo.
—¿Era cierto el famoso malhumor de Onetti?
—Era una leyenda que él fomentaba. Igual que su fama de bebedor. En casa nunca tuve alcohol y cuando venía le daba agua con limón que él bebía con los mismos ademanes que hubiera hecho si estuviera tomando whisky. El creó su propia leyenda negra con sus actitudes, con las cosas que decía. Para mí era un tipo rarísimo, pero tan talentoso que era un placer estar con él. Pero todo ese asunto de la noches y las copas y las mujeres era más literario que otra cosa. Cuando lo vi en Madrid al final de su vida, era exactamente igual aunque ya estaba dominado por el alcohol. En Montevideo tomaba bebidas blancas pero terminó emborrachándose con vino.
"Sí, por momentos, Onetti es un personaje de Onetti. No es que se lo proponga, nada de esto tiene que ver con una pose. Hay algo de juego, es cierto, pero es un juego que responde a la misma necesidad que lo lleva a escribir: la necesidad de vivir una segunda vida, de ser él mismo y de ser el otro a la vez. (...)
Un verano alquilamos una casita con Onetti, acá en Las Toscas, donde estoy escribiendo ahora. No he podido encontrar la casa, posiblemente no la reconocería si la viera, pero en cambio veo claramente a alguien que en ese momento apenas conocía: Dorotea Muhr, Dolly, esa dulce partidaria del mundo que sigue velando los sueños del "maestro" del otro lado del Atlántico. Me parece verla correteando como una criatura sobre la pinocha o tratando de arrancar a Onetti de la hamaca paraguaya y de las novelas policiales para hacer un paseo en bicicleta totalmente impracticable. (...)
Después vuelvo a ver a Dolly en una casa prestada en otro lugar de la costa insistiendo como una nena para que Onetti saliera a ver una puesta de sol, espectáculo que él estaba dispuesto a perderse. O en el departamento de Gonzalo Ramírez, el día de la gangrena. Ella le pedía que se levantara porque estaba ilusionada con salir a cenar —en eso habíamos quedado— y él se negaba a otra cosa que dejarse velar la pierna de la gangrena imaginaria, pero al parecer igualmente preocupante. Estaba recostado en la cama, de traje, cuello y corbata, con la pantorrilla en cuestión al descubierto, inaccesible a los pedidos de Dolly. que seguía intercediendo por su cena en el restaurante. Sólo de tanto en tanto estiraba el brazo para recoger el vino que caía de aquel aparato de vidrio que hacía las veces de vaca. Le bastaba presionar apenas una pequeña válvula con el mismo vaso para que el líquido rojo oscuro contenido en la redoma se pusiera en movimiento y cayera por el tubo transparente. Era la mejor manera de tener el vaso lleno con el mínimo esfuerzo".
(Cuarenta y cinco por uno.— María Inés Silva Vila. Ed. Fin de Siglo 1993.)
—¿Paco Espínola también iba a las reuniones del café Metro ?
—De vez en cuando. Mi relación con él se intensificó cuando empezó sus clases en la Facultad de Humanidades que acababa de inaugurarse. Maneco y yo íbamos siempre con nuestras respectivas novias, que eran hermanas. Después de las clases nos íbamos a su casa y Paco nos leía lo que había escrito en la semana. En aquella época fue que hizo Don Juan el Zorro.
—¿Necesitaba un auditorio?
—Muchísimo. Te diría que Paco dejó de escribir un largo tiempo por falta de ambiente. Cuando se fue de San José se encontró perdido en Montevideo.
" Paco fue el tipo más dotado para la literatura que yo he conocido y conocí a muchos grandes. José Bergamín decía que él había escuchado a hablar a don Miguel de Unamuno, a Ortega y Gasset, a Ramón del Valle Inclán, pero que un charlista como Paco no había oído nunca. Era un conversador de café inigualable. Y además tenía una formidable capacidad para desentrañar la mecánica de la literatura para ver cómo y por qué está hecha, para desarmarla y mostrar los huesos y los engranajes. Para mí siempre fue un maestro a tal punto que pese a nuestra amistad, nunca pude tratarlo de usted".
(Reportaje del autor a Carlos Maggi. Semanario Búsqueda, junio de 1990)
—Estás en deuda con un libro sobre Paco.
—Puede ser... Tengo una anécdota lindísima. En el año 33 Paco era corrector del diario Uruguay. Todavía era joven. El era del 2, así que tenía treinta y uno. Como era completamente miope, su dificultad para corregir era enorme. Entonces Onetti le caía de noche y lo ayudaba corrigiéndole las galeras. En esa época Paco acababa de publicar Sombras sobre la tierra.
"Bergamín decía que Paco hablaba mejor que Valle Inclán. Pienso —y tuve bastante tiempo para observarlo— que Paco más que hablar "escribía" verbalmente, utilizando aparte de su enorme talento, todos los trucos del oficio, enfatizando ésto, creando suspenso allá, buscando un efecto con esto otro, "presentando" y no aludiendo para hacer que la historia cobrara vida y sucediera. Por supuesto que al tratar de desentrañar la técnica que empleaba no aclara el prodigio que pudiera hacerlo, librado a las urgencias de quien precisamente está hablando y no escribiendo.
En las clases de la Facultad de Humanidades, desmontaba cada canto de La Ilíada como un mecánico puede desarmar un automóvil. Y así desmontando cada pieza, mostrando como Homero anticipaba en un momento lo que iba a pasar mucho después, haciéndonos ver la fuerza de un adjetivo que "ni Dios lo pone" y que "si se saca todo se viene abajo" nos estaba enseñando en realidad cómo se hace una obra para que funcione. (...)
Otra de las grandes devociones de Paco, Aparicio Saravia o el Partido Nacional que para él eran la misma cosa, estaba muy presente en sus conversaciones, junto con el mundo de su padre, que también anduvo en las patriadas. Todo eso en sus labios adquiría las resonancias de una épica que —como hacía con Homero— nos ponía al alcance de la mano. Le gustaba mucho contar cuando salió para Paso Morlán, en el año 35, vestido de traje negro, zapatos de charol y cuello palomita y terminó prisionero en Colonia casi enseguida y sin haber disparado un solo tiro. Se le atascó la escopeta y quedó en el suelo boca abajo, protegiéndose con ella, sintiéndose ridículo. Aunque no tanto, porque al compañero que tenía al lado lo mataron de un balazo. Podría hacer una película chaplinesca con su versión de esta aventura y titularla "Paquito revolucionario". (...) Tan grande era su devoción partidaria que cuando se hizo comunista estoy segura que imaginaba a Marx y Lenin de golilla blanca",
(Cuarenta y cinco por uno.— María Inés Silva Vila. Ed. Fin de Siglo, 1993)
—Nos quedaría hablar de Manuel Flores Mora.
—Pero tendría que hacerlo de otra forma, sin vincularlo a la literatura. Fuimos amigos desde los primeros años del Liceo Francés, a finales de la década del veinte y nuestra amistad siguió hasta el final. Terminamos casándonos con dos hermanas así que te imaginarás que éramos mucho más que amigos.
—Las cosas que escribíamos a medias eran para nosotros de la más alta exquisitez literaria y cultural y de ellas no le dábamos participación a nadie lo cual creaba un abismo de gran desprecio hacia los demás. Esa adolescencia soberbia la compartimos a todo tren. El escribía estupendamente".
(Reportaje del autor a Carlos Maggi. Semanario Búsqueda, junio de 1990)
—Fue un periodista de excepción. Seguramente el espejo de toda una generación que vino detrás. De su labor como creador literario no hay muchas pruebas.
—Lo que pasó fue que su carrera política le impidió culminar como hubiera merecido. En determinado momento de su vida se sintió atraído por la personalidad de don Luis Batlle Berres y se volcó de lleno a la vida política. #Ahí se frustró como escritor. Pero era el mejor de todos nosotros.
César di Candia
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