25/7/08

Fun Fun: identidad montevideana

Este viejo reducto del Mercado Central abrió sus puertas en 1895. Su fundador fue Augusto López, quien logró darle notoriedad a su negocio a partir de tres bebidas originales: el pegulo, el miguelito y la uvita, que con el andar del tiempo se transformaron en señas de identidad del cordial recinto (las recetas constituyen uno de los secretos mejor guardados en la historia montevideana).

El Bar Fun Fun –así era su nombre original– estaba ubicado sobre la calle Reconquista, custodiando la gran puerta de entrada al Mercado Central (el otro guardián del recinto era el no menos célebre restaurante Morini, hoy desaparecido). En esa época Fun Fun tenía pisos de maderas crujientes, techos altos con aquellos ventiladores giratorios, paredes con lambrices, sillas thonnet, mesas de noble madera, una barra cubierta totalmente por el clásico estaño, mientras que sus grandes ventanales permitían otear el tránsito de esa cuadra que daba a los fondos del Teatro Solís. Su olor debió ser el típico de aquellos bares de antaño: una mezcla del aroma de tabaco –eran tiempos de fumadores empedernidos, tanto de cigarrillos como de toscanos y puros– con bebidas fuertes.

La atmósfera cordial de Fun Fun permitió que allí recalaran durante décadas artistas, escritores, figuras de la música popular, periodistas, políticos, estudiantes universitarios y empleados, y también los infaltables bohemios. Pero hubo otro elemento, digamos que geográfico, que le dio popularidad a este bar tan especial: estaba ubicado a medio camino entre la plaza Independencia, con sus grandes cafés, y el Barrio Sur con su “pecaminosa” calle Yerbal y sus chicas ligeras de ropa... De ida y de vuelta, la juventud alegre siempre se tomaba una en Fun Fun.

Se inauguró antes de la fecha emblemática del 900, que marcó un momento de inflexión político-social y el comienzo de un período brillante en lo cultural, pero sin embargo no se dio en esos años primeros del siglo XX su mayor esplendor. Sí es fama que lo visitaba Florencio Sánchez en sus venidas a nuestra ciudad, cuando ya estaba radicado en Buenos Aires y había triunfado. Y pasaba por allí muy a menudo Herrera y Reissig... No el poeta –el “divino Julio”, dandy por excelencia mantenía un cenáculo en la propia casa, la “torre de los panoramas”, y no era dado a frecuentar cafés– sino el joven Teodoro, él sí bohemio empedernido. El mismo que varias décadas después, ya no tan joven, deambulaba todavía por la vieja “pasiva” de la plaza Independencia rumbo al café Británico, a enterarse de las novedades políticas y a observar las mesas de ajedrecistas).

Tuvo que llegar aquella década del veinte imantada de modernidad y vanguardismo, para que el Baar Fun Fun pudiera comenzar a vivir su primer gran momento de gloria. En aquellos años el tango dejaba de ser un ritmo “canalla” y ganaba los salones y grandes cafés céntricos, al tiempo que desde el norte llegaba la moda de bailar el charleston, que enloquecía a jóvenes peinados a la gomina y con pantalones oxford, y a chicas con el pelo a la garçon y luciendo vestidos –para escándalo de las tías– por encima de las rodillas. Fue en esa etapa que se pudo ver con frecuencia, tomándose unas cuántas uvitas y perulos, a los muchachos de la Trouppe Ateniense. En 1933 lo visitó Carlos Gardel. Estaba por entonces en el pináculo de su carrera, y su recalada fue un acontecimiento memorable.

El tango llegó a Fun Fun para quedarse. Por eso a través de los años se pudo ver allí a los grandes directores de orquestas típicas, como Juan D’Arienzo, Aníbal Troilo y Osvaldo Pugliese entre los argentinos, y de este lado del charco al inolvidable Romeo Gavioli. Por ese mostrador pasaron también los cantores de la mejor época del ritmo del dos por cuatro: Fiorentino, Nelly Omar, Charlo, Tita Merello, Carlitos Roldán, Tania, Francisco Amor, Virginia Luque y Julio Sosa.

Recalaban noche a noche en la barra de Fun Fun los integrantes de la vieja guardia del periodismo de los años treinta. Lo hacían luego de trabajar hasta tarde en las cercanas redacciones de prensa –que en aquel tiempo eran vecinas del fragor del taller de linotipo, donde se componía el texto en plomo caliente–, cansados de fatigar las teclas de las viejas remington. Entre ellos se destacaban el humorista Julio E. Suárez (Peloduro), el cronista y periodista deportivo Julio César Puppo (El Hachero), el humorista y cronista de almas que fue Wimpi, el versátil reportero urbano y poeta de vanguardia Alfredo Mario Ferreiro, y el memorialista y narrador Manuel de Castro.

El deporte no podía estar ausente en ese templo popular. Entre las muchas figuras de ese ambiente que alguna vez pasaban por allí, se recuerdan especialmente –por ser más habituales– a don Carlos Solé, “la voz” por excelencia del relato de fútbol, y Ringo Bonavena, el boxeador argentino.

En 1955 la “piqueta fatal” derrumbó impiadosamente los nobles muros centenarios del viejo mercado. Y esto marcó el fin de una época para Fun Fun. Cuando se construyó el nuevo –un ámbito sin mayor gracia ni estética– ubicarían por algunos años al clásico bar en una infeliz locación, dentro del local y casi sin espacio vital. Felizmente más adelante primó la sensatez, otorgándosele un lugar más digno, junto a la puerta principal.

Desde los años setenta siguieron recalando en ese templo de encuentros cordiales muchos artistas populares. Tres voces nuestras del tango, como Olga Delgrossi, Nancy Devitta y Lágrima Ríos lo frecuentaron y además hicieron allí sus espectáculos. También las grandes vedettes del Carnaval, Martha Gularte y Rosa Luna, supieron acodarse en el viejo estaño.

Más recientemente sigue acercándose a ese antiguo baluarte del encuentro gente de la cultura. Para dar dos nombres destacados: el músico Jaime Roos, y el periodista radial y dibujante Jaime Clara.


Alejandro Michelena
Capítulo de la edición “definitiva” del libro Cafés de Montevideo (Editorial Arca)

No hay comentarios.: