14/6/08

El controvertido Eduardo Victor haedo (II)

El Presidente con más operaciones en la Caja Nacional
No se sabe qué fue más importante en la vida de Haedo: si su concepto de la amistad, su permanente mecenazgo, su don de la ubicuidad política, su obra de gobierno o el hedonismo de que hacía gala.


El primero de marzo de 1961, Eduardo Víctor Haedo, el hijo natural de la costurera de Mercedes que había nacido en la pobreza, asumió como tercer Presidente rotativo del Consejo Nacional de Gobierno, inmediatamente después de su antecesor Benito Nardone y del doctor Martín Echegoyen que había ocupado el cargo en 1959. Fallecido el doctor Luis Alberto de Herrera su poder había crecido considerablemente y en aquel momento era uno de los más probables aspirantes a quedarse con la jefatura de su partido. Aunque eran cercanas en el tiempo, muy pocos recordaban ya las acusaciones de una Comisión Parlamentaria que en 1957 había investigado en Washington (aunque sin resultados positivos) la conexión de Haedo con el régimen nazi, manejando incluso la posibilidad de su desafuero del Senado. Olvidada había sido también la durísima campaña contra su persona que durante meses realizó el diario El Debate, con la aprobación de Herrera, luego que Haedo se incorporara en 1953, al Movimiento Popular Nacionalista, el grupo disidente de Daniel Fernández Crespo. Cercanos también estaban los epítetos que le dirigiera el semanario del MPN El Nacional, cuando decidió abandonar a sus compañeros sin avisarles y reincorporarse al herrerismo ortodoxo cinco años después. Dueño de un instinto de la ubicación casi infalible y una extraordinaria habilidad para cambiar sus posiciones partidarias, su llegada a la Presidencia del gobierno colegiado casi sin votos era consecuencia de una inteligencia que el propio Herrera había admitido públicamente más de una vez, de su carisma popular, de su severo autocontrol (jamás contestó las acusaciones que se le dirigían) y de un tesón indeclinable. Sus amigos y sus adversarios lo reconocían vanidoso, hedonista, generoso, autoritario, ingenioso para encontrar salidas a los problemas de gobierno y extremadamente simpático cuando se lo proponía.

Fiel a su pasado, Haedo hizo lo posible para que la transmisión de mando se hiciera en Mercedes, pero complejas interpretaciones de la Constitución se lo impidieron. Porfiadamente, logró una salida de transacción: jurar en la capital pero trasladarse a su ciudad natal, donde recibiría homenajes populares, asistiría a un Te Deum e inauguraría el panteón de su madre. Uno de los que no vaciló en acompañarlo fue el presidente de Argentina Arturo Frondizi. Cabría agregar ciertos detalles poco comunes, imaginados por la Comisión mercedaria encargada de los festejos. El más comentado, fue el hecho de que la Banda Presidencial resultara copia exacta de la que usó el Presidente nacionalista Bernardo Prudencio Berro.

“Yo estuve muy cerca de Haedo durante muchos años” —recuerda con hoy con velada tristeza su secretaria María Elvira Echeverría de Abascal— “Cuando sacó su libro “Herrera caudillo oriental” fuimos a buscarlo a la editorial Arca y el propio Oreggione le entregó el primer ejemplar. El lo agarró, pidió una lapicera y me lo dedicó. Dice: “para Elvirita, mi sombra protectora incorporada a mí como una víscera de mi cuerpo y una luz de mi espíritu, amiga hasta la muerte y aún después de ella”. Pocos meses después, murió. Haedo era una persona extraordinariamente simpática. Andaba siempre a pie y sin custodia. Le gustaba jugar a la quiniela y a la lotería. Un día entró al cambio Pascual y se compró un entero del número 10101 que salió con la grande. Con el dinero se compró el piso que tenía en la calle Colonia y Julio Herrera y Obes. Su casa de Punta del Este la fue haciendo de a poco y le puso La Azotea porque su primer discurso político, siendo muy jovencito, lo pronunció frente a un almacén de ramos generales de un señor Salvador Cuestas que se llamaba precisamente La Azotea. Haedo era un enamorado de la poesía de Juan de Ibarbourou y quería recibir a la poetisa personalmente en la Casa de Gobierno. Ella se había negado reiteradamente, al punto que yo tuve que hacer de mediadora. Juana trabajaba siempre de noche y la fui a buscar cerca de las once. Cuando regresamos, encontramos que había hecho poner el caminero rojo de las grandes ocasiones y estaba los granaderos que nos presentaron armas. Haedo la esperaba vestido de gala. El creía que Juana merecía una recepción como esa y así la homenajeó aunque estaba presente solamente él. A Haedo no le importaba nada. Tenía una personalidad avasallante.

Coleccionaba mates antiguos de porcelana. Además en La Azotea tenía varios Figari que en aquellos años se compraban baratos. Pero como le digo eso, le digo también que en ocasiones era el ser más informal del mundo. Más de una vez tenía la hora fijada para una presentación de credenciales y no estaba vestido. Yo le decía “¡pero Haedo, vístase que el coche del nuevo embajador ya está pasando frente al Victoria Plaza!” Pero a él no le importaba nada. Seguía tan campante caminando en calzoncillos por el Palacio Estévez. A lo sumo me ordenaba: “¡Decile a Manolo Sánchez Morales que los entretenga un poco!”

Uno de los que lo visitaba con frecuencia y durante mucho rato era César Batlle Pacheco con quien tenía una buena amistad. César Batlle cuando se refería a don Pepe Batlle decía siempre “Mi señor padre”. Fíjese la fineza y la educación de aquellos hombres. Y le cuento otro detalle de la personalidad de Haedo. Nunca tenía un peso en el bolsillo y vivía pidiendo plata prestada. Los amigos decían que tenía más operaciones que Alfredo Navarro que era un famoso cirujano de la época”.

Detallar en un par de notas todos los aspectos de la personalidad de un hombre como Eduardo Víctor Haedo no solamente es imposible sino que tampoco es el propósito de este trabajo. Hubo un Haedo compenetrado con las tareas de estadista y otro degustador de los placeres de la vida. Hubo uno dedicado al mecenazgo de artistas plásticos y otro profundamente conocedor de las artimañas de la política. Hubo uno fiel a su caudillo Luis Alberto de Herrera y otro capaz de abdicar de sus más arraigados principios. Hubo uno entregado por completo a la soledad creativa de la pintura y otro capaz de grandes pasiones y largos enamoramientos. El mismo reconoce ésto último en sus memorias truncas, refiriéndose a Rosa Garramón, la esposa a quien amó entrañablemente: “De firme carácter y orgullosa dignidad no poco le costó comprender a un hombre nacido para gozar de los dones de la libertad y sobrellevar sin amargura las decepciones que crea su uso. Además, propenso muchas veces a no ver con claridad lo indebido e intentar más de lo conveniente, vivir para sí mismo sin medir los daños que ocasiona este modo de transitar por el mundo. (...) El tema de las libertades por parte mía que reconozco como valederas por ser humanas, lo he desarrollado en un libro que he dispuesto se publique post mortem mía, de ella y de mi hija Beatriz. Esta última no me ha perdonado que las tuviera; menos habría de permitir que las contara. No así los nietos a quienes les tocará vivir un mundo nuevo, desprejuiciado y podrán ver lo que el abuelo fue en el sentido dionisíaco de la existencia, un precursor refinado de lo que ellos tendrán por común e intrascendente. (...) He pecado mucho. Años después, ahora, el jesuíta Hernán Benítez, amigo entrañable, me consoló diciendo que no son los de la carne los pecados graves ni mortales sino aquellos del espíritu: avaricia, difamación, calumnia, odio, soberbia, concuspicencia y maldad. Si esto es así, no dudo que por no sentirme culpable de ellos, franqueados creo tener los portones del cielo”.

Parecida dureza de epidermis, tuvo sin duda al rencontrarse con Herrera luego de todos los exabruptos que le dirigiera el diario El Debate. Un artículo titulado ¿Una boina blanca en el lugar de Herrera y Aparicio Saravia? escrito por el periodista Carlos María Gutiérrez y aparecido en la revista Reporter antes de la asunción de Haedo a la Presidencia del Consejo, trató de explicarlo. “Una mañana los diarios traen una noticia sensacional: Haedo se ha reintegrado al herrerismo abandonando al MPN. Una vez más el frío calculador ha sopesado posibilidades y previsto resultados. La noche anterior Raffo Frávega lo había llamado por teléfono: “Haedo, el viejo está muy enfermo y quizás no pase la noche. Te lo aviso para que tú decidas qué hacer”. El disidente que había abandonado al caudillo por una candidatura sin haberla obtenido meditó largamente. “¿Y si este hombre desaparece esta noche quién me exculpa? ¿Cómo retira las atrocidades que mandó decirme? No había tenido tiempo ni de consultar con Fernández Crespo. Avisó a la quinta que iría a ver a Herrera con la única condición de que estuviese solo. Llegó cerca de medianoche y se le hizo pasar a la alcoba donde el jefe civil reposaba entre almohadas. “Hacía dos años que no me veía” —relata ahora— “Me miró y dijo: Haedo, Haedito...qué canoso estás... cómo has envejecido... Me acerqué a él , le di un abrazo y me besó en la frente”. Después Herrera tomó sus disposiciones. “Haedo, tenés que salir con este mozo Chico Tazo, por toda la campaña, hablando junto a él y vigilándolo. Si lo dejamos sólo, se nos queda con el partido. Empezá mañana mismo. El Debate queda en tus manos”. (...) Fernández Crespo y sus compañeros del MPN se enterarían recién al otro día y por los diarios. Haedo no volvió por la sede ni los vio nunca más”.

Pese a lo escueto de este trabajo, no pueden ser obviados algunos de los logros que Haedo obtuvo en el desempeño de sus distintos roles como gobernante. Si como Ministro de Instrucción Pública en 1936 promovió la creación de la Facultad de Humanidades, la ley de Derechos de Autor, la puesta en marcha de la Comisión de Bellas Artes y el Salón Nacional y la fundación de la Revista Nacional, concreciones excepcionales injustamente olvidadas, más se le recuerda por su participación fundamental y decisiva en la posición contraria a la instalación de Bases estadounidenses en territorio nacional, planteadas en 1940 y 1943, oportunidades en las cuales volcó al Senado y a las barras a su favor luego de una formidable demostración de elocuencia. No obstante en febrero de 1961, la revista Reporter reprodujo unas palabras dichas por el mismo Haedo una semana antes: “Todo aquello fue el aprovechamiento político de una situación. Ahora que he visitado Estados Unidos me doy cuenta que es un pueblo admirable con un profundo sentido de la solidaridad hemisférica. Esa gente vive preocupada por nosotros. (...) Me di cuenta que en todo lo de las bases y la defensa, eran sinceros”. Como recordó en la misma nota Carlos María Gutiérrez, un agudo correligionario suyo cuando se le pidió opinión sobre esas palabras había dicho: “él es de no dejar que se herrumbren sus ideas”.

Amigo de sus amigos, protagonista de interminables charlas y un degustador de sus propias ideas y palabras, las horas de vida que Eduardo Víctor Haedo dedicó a las sobremesas del famoso café Tupí Nambá de la Plaza Independencia y las disfrutadas frente a los legendarios gin fizz del desaparecido bar Jauja formaron parte durante muchos años del folklore montevideano. Consultado expresamente sobre estos temas, el ex Canciller Héctor Gros Espiell manifestó: “ Nunca estuve en el Jauja, pero sí en las tertulias del Tupí donde asistí siendo joven. Yo estaba en un segundo plano. Las figuras centrales eran Haedo y Carlos María Penadés, un hombre muy fino, de alto intelecto que en aquel momento era secretario de la Cámara de Senadores. Otros asistentes que recuerdo eran Manuel Sánchez Morales, a veces don Juan Pivel Devoto, el doctor López Gutiérrez, que era diputado y la corte de jóvenes más cercana a Haedo: Juan Carlos Furest, Wáshington Guadalupe, Gilardoni, Angel María Gianola. Asistir a estas reuniones era un placer intelectual porque se saltaba de la política interna uruguaya a la argentina. Haedo tenía estrecha relación con hombres del nacionalismo argentino y estaba vinculado a las principales figuras del peronismo. También se acudía a menudo a la política española. Me acuerdo que el lugar común de las conversaciones era la suspicacia frente a los Estados Unidos y la admiración al gobierno de Franco, al cual Haedo se sentía muy ligado. Nunca vi que a esas tertulias del Tupí asistiera ningún colorado. Tampoco Luis Alberto de Herrera que salía muy poco de la quinta y jamás formaba parte de ningún círculo político que excediera de su casa o del Directorio. Para nuestra generación, aquellas jornadas fueron una forma de aprendizaje político. Pero habría que aclarar que solamente eran configuradas por un sector del herrerismo. Jamás asistieron a ella figuras de peso como Ramón Viña o Daniel Fernández Crespo o del ruralismo de Benito Nardone. La integraban amigos de Haedo que lo admiraban por su agudeza intelectual y sus conocimientos”.

Un tenor parecido de temas, a los que el alcohol aportaría tal vez otras pasiones, tenían sus ruedas de copas en el Jauja. El escritor Carlos Mendive, Agregado Cultural de la Embajada uruguaya en Argentina, que confiesa haberlo conocido recién en 1966 luego de su estrepitosa derrota electoral, recuerda haber compartido con él muchos gin fizz y copiosas cenas en El Aguila o Morini. “No importa si es mentira o verdad lo que me contó” —escribió en 1985 en la revista Hoy es Historia— “Lo que interesa es que él siempre vivió de esa forma. En un límite impreciso y mágico donde la verdad o la mentira fueron apenas matices de un mundo que Haedo construyó a través de un irreconciliable individualismo. (...) Era un ser pícaro y agudo. El tono de su voz se acomodaba al interlocutor. Era de bronce cuando quería ser solemne y adquiría un tono coloquial y fresco cuando sentía a un amigo cerca suyo. Era un hombre muy seguro de sí mismo. Un mediodía que almorzábamos juntos le escuché decir una de las frases que más me impresionaron. Mirándome a través de aquellos ojos que nacieron recorriendo los barrios pobres de la ciudad de Mercedes y que conocieron los oropeles del poder, me dijo:

—Mendive... escúcheme lo que lo voy a decir —y para poner más énfasis en su verdad me tomó el brazo para manifestarme— Amigo... le quiero decir que nunca conocí a un hombre superior a mí.

Creo que entendí lo que me dijo aquella mañana en Morini. Haedo tuvo el privilegio de nunca sentirse disminuido ante nadie”.

No es posible redondear una semblanza de Eduardo Víctor Haedo sin hacer mención a su residencia de Punta del Este. Construida a partir de 1950 en un predio de Cantegril extendido luego hasta la extinta vía del ferrocarril, consta de varias edificaciones que se fueron levantando a lo largo de quince años. Allí Haedo erigió un poco a su imagen y semejanza no solamente una casa habitación sino ranchos para huéspedes, museo, taller de trabajo, donde pasó sus últimos años pintando, conversatorio, capilla y teatro, sin mencionar un antiguo molino al que hoy le faltan las aspas. Los jardines son extensos y tienen calles, estatuas, bustos, bronces y hasta bocetos: dos de ellos, El Viejo Vizcacha, y el Monumento al gaucho, obra de José Luis Zorrilla de San Martín. Hay también un largo mural de Glauco Capozzoli, hoy ya desvaído por el sol para cuyos personajes posaron el mismo Haedo, su hija Beatriz, sus nietos, su yerno Benito Llambí, la ex periodista Beatriz Podestá, esposa de Capozzoli, el pintor Angel Tejera y hasta la actriz italiana Elsa Martinelli. La riqueza artística del interior de las casas sobrepasa cualquier descripción. Hay obras de David Alfaro Siqueiros, Pedro Figari, Barradas, Carlos Saez, Carmelo de Arzadum, Augusto Torres, Horacio Torres, Lincoln Presno, Manuel Rosé, Juan Ventayol, Adolfo Halty, Luis Sgarbi, Manolo Lima, Vicente Martín, Miguel Páez Vilaró y otros pintores de los que no es fácil acordarse. El álbum de visitas recoge recordatorios de personas tan disímiles y famosas como Pablo Neruda y Alfredo Strossner. Rafael Alberti y Juan Carlos Wasmosy, Carlos Menem y Susana Rinaldi, Irineo Leguisamo y Leopoldo Marichal, Wilson Ferreira Aldunate y Arturo Frondizi. En La Azotea Haedo ejerció un largo mecenazgo logrando convertir el lugar durante muchos años en el centro intelectual de Punta del Este. Entrevistado para complementar este trabajo,un hombre muy vinculado al nacionalismo, el periodista Wilfredo Pérez expresó sobre aquellos encuentros: “La mesa del rancho donde se almorzaba todos los domingos siempre estaba tendida como para veinticinco o treinta personas. Lo primero que llegaba era una sopa de cucuzú, bastante flaca, claro. El invitado principal el anfitrión y el “edecán civil” eran los primeros en ser servidos y Haedo de inmediato sin dar más tiempo, comenzaba a sorber la sopita con grandes ruidos producidos a propósito porque la verdad es que era un caballero español. Luego venían los consabidos tallarines de huevo y por fin el dulce de leche. Terminado el postre, Haedo tiraba una pelota al centro de la mesa para que se empezara a discutir dejando que los interesados se trenzaran. Si los temas le gustaban, metía baza. Si no, desaparecía sin que se dieran cuenta”.

Eduardo Víctor Haedo falleció el 15 de noviembre de 1970. “Habíamos almorzado y le saqué unas fotos que fueron las últimas de su vida” —recordó a este periodista en un reportaje el colega Ignacio Suárez— “Mientras tomábamos café, mandó pedir dos habanos que dijo le había mandado su amigo Fidel Castro. (...) Se puso a dormitar y de pronto senti un enorme ronquido y pensé que por lo exagerado era una especie de broma. A la segunda o tercera vez, fui hasta él y me di cuenta que tenía un ataque cardíaco”.

A su muerte, el doctor Carlos Quijano escribió en el editorial de Marcha : “Queden el juicio y el balance para otros y otros tiempos. ¿De qué sirven juicio y balance, cómo delinearlos cuando un amigo ha muerto?”

Material consultado:
-Libro La Azotea de Haedo de Ramiro Podetti.
-Libro Herrera, caudillo oriental de Eduardo V. Haedo
-Revista Hoy es Historia. Febrero y marzo 1985.
-Revista Repórter. Febrero 1961.
-Reportajes a María Elvira Echeverría de Abascal, Héctor Gross Espiell, Wilfredo Pérez e Ignacio Suárez.

No hay comentarios.: