Un político inteligente, ingenioso, culto, discutido como pocos
Permanente centro de polémicas, receptor de adjetivos contradictorios, Eduardo Víctor Haedo, llegó a ser diputado, ministro, seis veces senador y Presidente del Consejo de Gobierno
Este cronista se siente absolutamente libre para escribir sobre Eduardo Víctor Haedo, una figura política atractiva y controversial cuyo período de preponderancia se extendió durante tres décadas. No fue su amigo, nunca cruzó una palabra con él, jamás integró el grupo de elegidos que asistían a su casa de Punta del Este, ni siquiera tuvo el acercamiento y la simpatía que otorgan las coincidencias en las urnas. Los frecuentes entrecruces por donde suelen transitar el periodismo y la política fueron detenidos en este caso por una luz roja mezcla de prudencia y casualidad. A salvo entonces de distancias partidarias o de ditirambos interesados, de juicios tendenciosos o de amistades obtenidas como una dádiva, escribir sobre esta figura del Partido Nacional a treinta y dos años de su fallecimiento, le resulta hoy una tarea mucho más fácil que lo que hubiera podido significar entonces.
Probablemente a Haedo le hubieran podido caber muchos adjetivos, casi siempre contrapuestos. Tal como lo definió su correligionario el doctor Héctor Payssé Reyes, “era arrogante, batallador, audaz, valiente, agresivo y conquistador, recio y suave, temible y seductor, insaciable, dúctil, con plasticidad espiritual, sin ortodoxia aunque dogmatizaba algunas de sus ideas esenciales: cristianismo, y religiosidad, nacionalismo, blanquismo, americanismo, populismo, ansias de bienestar universal. (...) Llevó con igual naturalidad el sombrero de copa, la gorra vasca, el zapato de charol y la alpargata desflecada, Conversador con seducción, chispeante, desconcertante y a veces estrafalario dominaba los círculos más diversos: de historiadores, de políticos, de creyentes, de incrédulos, de artistas y de escritores, de campesinos y de ciudadanos”. El mismo Haedo en un principio de autobiografía que no llegó a terminar, describía a su persona en forma más afinada y certera de lo que podían hacerlo los demás. “No me siento tipo para que mi vida sirva de ejemplo. Son muchos más mi errores que mis aciertos. Reconozco eso sí que todo lo que viví entre los cinco y los quince años, lo que admiré o repelí, lo que gusté y lo que desprecié, aquello de que participé con desbordante entusiasmo y lo que soñé sin poder lograrlo, fijo quedó para siempre en mi ser. Son sin duda mis defectos y mis virtudes que el prójimo juzgará”. Precisamente estas dos variantes de la personalidad de un hombre que aceptó todo menos la posibilidad de pasar desapercibido, constituyen el principal motivo que impulsa este trabajo dividido en dos entregas.
Nacido bajo la condición de hijo natural en un medio —Mercedes, año 1901— en el que estas circunstancias no solían ser perdonadas, su familia vio acrecentado su aislamiento social en función de que también su abuela y su bisabuela habían sido madres sin haber contraído matrimonio. No es desatinado pensar que la pobreza en la cual se crió, caminó siempre de la mano de la discriminación social. En 1957, en pleno fragor de la campaña electoral que consagraría ganador al Partido Nacional luego de más de noventa años de gobiernos adversarios, Haedo describió en el diario herrerista El Debate, la dureza de aquellos primeros años.
“A trescientos metros de la plaza y a doscientos del río en una casa antigua a la que los años patinaban de color ceniza, en la esquina de las calles Ituzaingó y Soriano, vivía mi bisabuela doña Segunda Mendoza, de las fundadoras de Mercedes que había cumplido más de cien años de edad —murió en 1911 a los ciento ocho años en esta ciudad— manteniéndose lúcida y viendo cómo se le había ido de entre las manos sin apartarse de su sillón y de su patio, el patrimonio heredado de sus padres. Vivía de recuerdos. Era colorada. Y nada contaba que no se refiriera a su trato con el general Fructuoso Rivera de quién había sido amiga y del odio que sentía contra los blancos. Había en su juventud convivido con don Gregorio Haedo hombre de linaje y acaudalado con quien tuvo dos hijos, reconocidos más tarde: Genaro y Gregorio. Este último conoció en su campo de Coladeras, en el departamento de Río Negro a una mujer de pueblo, joven sencilla y linda, Martina Romero, blanca puesto que era hija de Diego Romero, uno de los defensores de Paysandú. De esta unión nació María, que después de dilatados amores con el agrimensor José Eleuterio Roubín había de ser mi madre. Larga cadena de amores, de pasiones, de infortunio que como era frecuente en la época, las mujeres soportaban casi con alegría el peso de sus errores y de sus sacrificios. En aquella vieja casa Segunda Mendoza, Martina Romero y María Haedo, solas, encontraban en las tareas de costura y en la asistencia de enfermos consuelo a sus tristezas sin la menor queja, rodeadas de parientes todos pobres y trabajadores, dueñas de un instinto familiar tan certero que les permitía juntas transformar en leve el infortunio y en llevadera toda contrariedad. Fui yo el único varón de la casa. Fácil, a pesar de que mi nacimiento postró a mi madre, es deducir con qué ternura bisabuela, abuela y madre me convirtieron en el lujo de su pobreza, regalo de su ternura y objeto de sus esperanzas. Con dignidad y recato fui inscripto en el Registro Civil como hijo de María Haedo y padre desconocido”.
El recato mencionado ya había pasado a un segundo plano cuando en 1926, y luego de muerto Eleuterio Roubin y abierta su sucesión, María Haedo, su hijo o ambos, iniciaron un juicio por investigación de paternidad en al Juzgado Letrado de Soriano ante el juez Gerardo González Mourigán. El litigio concluyó con la declaración de Eduardo Víctor Haedo como hijo de Eleuterio Roubin y María Haedo. La sentencia fue apelada y dos años después, el Tribunal de Apelaciones integrado por los Ministros Cibils, Larravide, Piñeyro y Furriol, confirmó lo resuelto por el juez de Soriano, condenando a costas y costos a la sucesión demandada. De este modo quien en 1961 sería el tercer presidente rotativo del Consejo Nacional de Gobierno nacionalista, pasó a formar parte de la sucesión del hacendado.
Aún haciendo frente común a las adversidades, las tres madres solteras antecesoras de Haedo —bisabuela, abuela y su propia progenitora— apenas solventaban las necesidades básicas del grupo familiar y aquél nunca ocultó que de muy chico era quien llevaba la ropa que se lavaba profesionalmente en su casa, a los domicilios de quienes encargaban el trabajo. Un episodio de aquellos años fue recogido de su boca por el periodista Ignacio Suárez quien fue uno de sus más íntimos allegados. “Haedo como Presidente del Consejo Nacional de Gobierno fue recibido en la Argentina por el Presidente Arturo Frondizi y éste al poco tiempo, le devolvió la visita, que Haedo insistió para que fuera en su ciudad natal de Mercedes. Avanzó la comitiva desde el puerto y en determinado momento Haedo invitó a Frondizi a tomar un tecito en un banco de la plaza. Mandó a un edecán hasta un bar próximo “y para mi verguenza”- recordaba “nos trajeros dos tes en esos horribles vasos para beber capuchinos que te queman los dedos”. Conversaron un poco y Haedo le preguntó a Frondizi: “¿Sabe por qué lo hice sentar acá?” “No” Le voy a explicar. Hace muchos años un niñito de este pueblo llevaba la ropa que lavaba y planchaba su madre a unos clientes. Al regreso, unos niños ricos lo invitaron a jugar, cosa que nunca ocurría. Y al llegar la noche, al volver para su casa, el niño se dio cuenta que el dinero del trabajo de su madre, que guardaba en una alpargatita, lo había perdido. El niño era yo y me senté en este mismo banco a llorar. Al poco rato se sentó un señor y me preguntó por qué lloraba. Yo le expliqué que había perdido siete pesos. Entonces el señor me dio catorce, me los puso en la mano y me dijo que no los perdiera de nuevo. Le pregunté quién era y me él me contestó: “no importa, soy un visitante argentino”. Desde ese día me siento en deuda con su país”.
Aquel niño de extracción social tan humilde llegó como se ha dicho, a desempeñar la Primera Magistratura del país durante el segundo gobierno colegiado del Partido Nacional. Preciso es definirlo, porque son muy pocos los que han alcanzado esos honores y menos todavía aquellos que como él, fueron designados para ocupar un ministerio a los treinta y pocos años y lograron acceder al Senado durante seis períodos consecutivos sin tener votos propios. “Haedo era un hombre verdaderamente excepcional” —lo evoca hoy quien fuera su secretaria durante once años, la señora María Elvira Echeverría de Abascal muchos de cuyos recuerdos complementarán también la segunda parte de esta nota— “Durante años trabajé junto a él desde las ocho y media de la mañana hasta las once de la noche. Tenía una capacidad de trabajo impresionante. No disponía de auto ni de guardias personales. Mientras fue Consejero Nacional e incluso Presidente, salía de su casa en Colonia y Julio Herrera muy temprano, caminaba por Dieciocho, cruzaba la Plaza Independencia, se hacía lustrar los zapatos con los muchachos que andaban por allí y se metía en el Palacio Estévez. Si pasaba por una librería sacaba algún ejemplar y no lo pagaba porque jamás tenía dinero en el bolsillo. Después iba yo y los abonaba. Cuando murió tenía en la biblioteca cuatro mil volúmenes. También le pagaba los zapatos que se los hacía en Lumaconi. Al fallecer, dejó veintiséis pares casi sin uso. Pasaba por la vidriera de Lumaconi y desde la calle le hacía señas con los dedos de la mano para que le hiciera un par, a veces hasta cinco. Y el hombre se desesperaba porque si bien tenía sus medidas nunca sabía qué modelos quería. Al final se los hacía surtidos. Haedo era un tipo encantador, seductor, simpático. Pasaba todo el día en el Palacio Estevez y no iba a almorzar a la casa. Generalmente pedía algo al restaurante El Aguila. Tenía cinco despachos para él y en uno había un sofacito donde hacía siempre una pequeña siesta en calzoncillos. Como necesitaba un baño para él, se lo hizo construir tirando abajo una pared. Allí hacía sus necesidades menores, y nunca cerraba la puerta lo cual despertaba el asombro de los porteros. Se quedaba hasta las diez o las once. Todos se iban menos él. Así era su día. También iba mucho al bar Jauja donde tenía una mesa en la cual si él no estaba no se sentaba nadie.”
En algunos apuntes redactados al final de su vida, Haedo se pinta a sí mismo como un niño indócil y callejero, aficionado al toreo (en aquellos años había una plaza de toros en Mercedes) y al fútbol. Rebelde y peleador, recuerda que “los domingos después de los toros y el fútbol invariablemente dormíamos de noche en la comisaría”. No obstante, fue educado en el Colegio San Miguel, atendido por los Padres Salesianos y allí su fe católica se fue desarrollando junto a un incipiente blanquismo que hacía feliz a su madre y sus tíos. “A temprana edad” —escribió— ya recitaba los versos de Carlos Roxlo: “Te quiero mucho divisa blanca / porque eres buena, porque eres franca”. Poco después, a los catorce años, tuvo su primera participación en una asamblea nacionalista rural, asombrando a la gente con su precocidad como orador. En 1920 apoyó la candidatura del doctor Luis Alberto de Herrera para que éste pudiera integrar el Directorio del Partido Nacional y esa amistad incipiente con el caudillo le permitió acompañarlo en la gira por toda la República previa a las elecciones de 1922. Los cuarenta y cinco años inmediatos fueron de una permanente actividad en los planos políticos y partidarios en la que conoció todos los honores y las victorias pero en la que también supo abjurar a lo que hasta el día anterior había adorado, y transitar por caminos equivocados, desaprensivos o erráticos que no siempre fueron entendidos y menos aún perdonados por sus propios correligionarios. Consultados varios de éstos a treinta años de distancia, ninguno vaciló en admitirle una capacidad intelectual excepcional tanto en la luz como la oscuridad. Lo reconocieron como un gran lector aunque no profundizaba demasiado y como un orador de primera línea de extraordinaria persuasión para las masas, recordando que su interpelación en 1943 al Canciller de la época sobre la instalación de bases norteamericanas en nuestro país, fue de las más brillantes de nuestra historia parlamentaria. Tampoco omitieron decir que su vida personal fue complicada y que sus idas y venidas dentro del herrerismo le dieron una fama de hombre voluble más que de hombre pragmático. Arrancó en los círculos más estrechamente vinculados al caudillo, se alejó para irse al Movimiento Popular Nacionalista junto a Daniel Fernández Crespo, Salvador Ferrer Serra, Carlos María Penadés y Faustino Harrison quienes encabezaron la gran fisura herrerista, regresó con Herrera cuando se armó la coalición con Benito Nardone que hizo posible el triunfo nacionalista del 58, abandonando el MPN sin avisarle a nadie. Se necesita mucha memoria para seguir fielmente todos los pasos de Haedo dentro de su partido, culminados con una triste derrota final cuando abandonado por dirigentes y electores, culminó su última participación cívica con una magra cantidad de sufragios. Poco después de esa derrota, cerca ya de sus setenta años, confió al doctor Héctor Gros Espiell en su escritorio de Florida y San José, que se encontraba tan decepcionado de su partido y de la política en general que tenía ganas de emigrar a otras tiendas. Aunque no lo dijo explícitamente, estaba refiriéndose al Frente Amplio, recién fundado. Federico Fasano en su libro Paren las rotativas, menciona algunas reuniones que tuvo con él. Muchos de sus correligionarios sostienen que tenía una manera pícara de encarar la política, pero a cambio de eso era vivísimo y muy inteligente, sinceramente nacionalista y profundamente herrerista. Claro que eso no le impedía sus vaivenes. En 1953, luego de su alejamiento, el director del diario herrerista El Debate Tomás Castro Bethencourt le dedicó un suelto que terminaba diciendo “miserable histrión las charcas te reclaman”. Esta sucia adjetivación significó a la larga su perdición porque cuando Haedo volvió a amigarse con Herrera, el autor del artículo fue expulsado del diario quedando en su lugar su joven lugarteniente haedista Washington Guadalupe. Desde entonces, el caricaturista Hermenegildo Sábat lo dibujó en la revista Lunes con cuerpo de sapo, pero eso lejos de afectarlo, fue tomado por Haedo con hidalguía. Cuando la revista cumplió tres años de vida, la visitó portando tres botellas de champagne francés acompañadas de una tarjeta de salutación en la cual, antes de su firma se podía leer: “Desde las charcas, Eduardo Víctor Haedo”. La misma desaprensión la utilizó según se cuenta, para invadir terrenos fiscales en los alrededores de su casa de Punta del Este o para formular encargos insólito a quienes otorgaba favores. Héctor Gros Espiell ha contado que en una oportunidad un inversor italiano llamado Pietro Minervino le habló para que le concertara una cita con Haedo. Esta se concretó al día siguiente y una vez que se hubo aclarado el motivo del encuentro, en el momento de la despedida, Haedo llamó a su secretaria Elvira Echeverría de Abascal y le preguntó qué número de cintura tenía él. Cuando se lo dijo, se dirigió al visitante y le pidió: “Por favor cuando llegue a Roma, no se olvide de enviarme una docena de calzoncillos de seda medida ciento veinte”. Haedo escapaba de las pautas generalmente admitidas por la clase política uruguaya tradicional y eso dio pie para que se le calumniara sin piedad, atribuyéndosele todas las irregularidades imaginables. Fiel a su filosofía “es mejor que hablen mal a que no hablen nada”, las aceptaba con humor sin desmentirlas jamás. Pero eso iba también de la mano con un arraigado concepto de la caballerosidad, de la hidalguía y de una fina y arraigada inteligencia que aplicaba en sus observaciones cotidianas. En el documentado libro La Azotea de Haedo del escritor argentino Ramiro Podetti hay un breve capítulo que pone bien en claro un estilo que el paso del tiempo ha ido extinguiendo lentamente. “En más de una oportunidad, Haedo tuvo gestos políticos que desconcertaban no sólo a los adversarios. Particularmente en el terreno de la política internacional hizo gala de una total libertad para manejarse. Por ello le resultó frecuente que se le azuzara en pos de obtener definiciones convencionalmente aceptadas en torno a su ubicación política o ideológica. Al final ya tenía la respuesta elaborada y a la previsible pregunta particularmente de interlocutores no uruguayos “¿Usted es de izquierda o de derecha?” contestaba: “No soy hemiplégico para ser de izquierda o ser de derecha. Señáleme un punto de referencia y en todo caso le diré si estoy a la izquierda o a la derecha de ese punto”. Creía en la economía física antes que en la economía simbólica. Permanente propulsor de la obra pública sostenía que el mejor estadista no es el que resuelve las cuentas de la contaduría en lo interno sino aquel que proyecta soluciones a desenvolverse en el porvenir que permitan a las nuevas generaciones actuar, vivir y triunfar en un ambiente más holgado y propicio que aquél en que le tocó desenvolverse a la anterior. Enemigo por completo de endeudar al Estado, siempre pensó que los préstamos extranjeros eran mal negocio y generaban dependencia”.
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