14/6/08

Francisco Piria, un personaje irrepetible (III)

La riquísima sucesión donde ningún heredero ganó

A don Francisco Piria se le discutió todo y hasta su muerte fue tema de misterios. Sin créditos oficiales ni hipotecas y pese al obstruccionismo del Estado creó el imperio económico más grande del país


Es obvio que Piriápolis creció a partir de la construcción del puerto. Pero éste no había sido materializado pensando en el desarrollo turístico sino con el fin de que sirviera para la salida de los granitos del cerro San Antonio, un negocio que acrecentó enormemente la fortuna de Francisco Piria y le permitió invertir en el crecimiento del balneario. La obra, levantada a partir de la existencia de un viejísimo puerto con un muelle de madera llamado Puerto del Inglés, no le fue nada fácil. Primero, el barco que traía los materiales para la construcción se hundió posiblemente por exceso de peso y se perdió todo lo que transportaba. Luego, cuando ya estaba bastante avanzada la estructura del puerto nuevo, un temporal terrible redujo a ruinas todo lo hecho. Fue necesario recomenzar con las pérdidas que son imaginables. El mismo Piria en un folleto que escribió en 1913 describe estas vicisitudes aprovechando la ocasión como le era habitual, para hablar mal de los gobiernos y mostrarse como un perseguido.

“Se constuyó el muelle, se tiraron alrededor de veinte mil pesos. El mar bravío en ciertos momentos, todo lo destruyó. Más tarde se pudo adquirir el terreno donde construir el puerto , pero presentado el proyecto a la cámara, se despachó con demasiada calma. Vino la revolución, se pidió prórroga para empezar la obra y se me obligó a depositar cinco mil pesos de garantía. ¡Había que castigarme! ¡Para eso era uruguayo! (...) ¡Pero había que hacer el puerto y deposité la suma! Era para mí de tal importancia y de tal colosal porvenir esta obra que ella sola resolvería mi problema, era un pivot de toda mi operación comercial, de la explotación de tanta riqueza, la gran explotación soñada durante veintidós años.

Pero el puerto sólo no arreglaba nada. Tan fundamental como él, era dar solución a la forma de transportar el granito desde los cerros. A esos efectos, Piria decidió la implantación de un servicio de tren de trocha angosta que en un principio sirvió para los trozos de piedra, más tarde para el traslado de los turistas desde la recién inaugurada estación de ferrocarril de Pan de Azúcar hasta los hoteles y por último durante muchos años, como una atracción para los veraneantes. Hasta 1957 el famoso “trencito de Piria” fue el símbolo de Piriápolis recorriendo los dieciocho quilómetros que iban desde la estación al balneario para disfrute de docenas de miles de personas. En el año señalado una resolución no muy feliz de la Administración de los Ferrocarriles del Estado decidió retirarlo del servicio. Terminó su existencia en la estación de Empalme Olmos. Alguien dio la autorización para que fuera trozado a soplete y vendido como chatarra. Nada supera a los uruguayos cuando se trata de destrozar su pasado.

Luego de los problemas para la construcción del puerto, que debió haber quedado terminado en 1909 y recién pudo habilitarse en 1916, Piria encaró más seriamente el desarrollo del balneario. En 1912 comenzaron los primeros remates de terrenos y a concretarse el delineamiento de las calles principales , a las que hábilmente designó con el nombre de personalidades argentinas. Para compensar un hecho no previsto y todavía no solucionado: la pérdida de las arenas de la playa como consecuencia de haber cortado el puerto las corrientes naturales, el empresario se dedicó a promover otros paseos más próximos a los cerros, tales como la Virgen de los Pescadores la que según decía había sido traída por unos náufragos salvados milagrosamente, la Fuente de Venus, la Selva Negra, donde según la propaganda”no penetran los rayos solares” , la Cascada, el Templo de San Antonio o la Fuente del Toro. Ya había comenzado las obras del Hotel Piriápolis (donde hoy funciona una colonia de vacaciones) el más grande en aquel momento de toda la costa este del Uruguay y que no debe ser confundido con el Argentino más enorme aún e inaugurado años después. Según los recuerdos de Ricardo Piria, uno de sus nietos, transmitidos a este periodista en 1996, “el hotel Piriápolis tenía más de cien habitaciones con baño privado, su vajilla era de porcelana alemana y sus cubiertos de plata inglesa. Los precios eran $ 2,50 diarios por persona con todo incluido y $ 4,00 si las habitaciones daban frente al mar. Pocas personas saben que en aquel primer hotel del balneario también funcionaba un casino, lo que significaba un real atractivo para el turismo argentino. Lentamente el hotel se fue transformando en un verdadero centro de la farándula de las dos capitales. Todos los jóvenes adinerados se juntaban allí para sus bailes y sus juergas. Mi abuelo alcanzó a contarme que llegaron a ofrecerle la compra de todo el cerro San Antonio para hacer un barrio super aristocrático al estilo de Beverly Hills, pero al viejo que era muy puritano no le gustó el cariz que estaban tomando las cosas y se negó. Esas familias se afincaron después en Punta del Este. Mi abuelo literalmente las echó. No le gustaba que el ruido o los escandaletes consecuencia de la vida nocturna echaran a perder el prestigio de su balneario”.

Todavía hoy se achaca a don Francisco Piria el haber cometido varios errores de concepción al planificar el balneario que lleva su nombre. O bien apostaba a las clases adineradas de ambos países del Plata y les daba lo que éstas querían y estaban acostumbradas a disfrutar: vinos europeos, comodidades excepcionales, cocineros traídos de París, fiestas suntuosas o bien los llevaba a pasear en charretes o a lomo de caballo por las sierras a gozar de un turismo silencioso, contemplativo y bucólico. Ambas cosas al mismo tiempo, no parecían complementarse. La misma equivocación cometió al edificar el hotel Argentino, el más lujoso de toda América y al mismo tiempo lotear todos los alrededores para beneficio de clases sociales de menores ingresos. Probablemente la venta de grandes extensiones para que pudieran ser edificadas mansiones de lujo, hubiera facilitado la convivencia de quienes rodeados de una clase social que no era la suya, podían sentirse en el nuevo hotel como refugiados en un gueto para ricos.

Ya en 1912, tal como recuerda el excelente libro de Luis Martínez Cherro Por los tiempos de Francisco Piria, el empresario había hecho referencia a un proyecto hotelero gigantesco que recién habría de concretar dieciocho años después. En uno de sus tantos folletos, Piria se refería “a un nuevo hotel con capacidad para seiscientas personas con ochenta cuartos de baño calientes y fríos de agua dulce y de océano, con comedores colosales, sección gimnasia, sección ortopédica, electricidad, teatro, salón de baile y jardines de invierno”. Pese a esos buenos propósitos, en los años inmediatos la planificación del hotel más importante de América se detuvo. Probablemente la cantidad de emprendimientos simultáneos retaceaba el dinero o Piria buscaba ganar tiempo para ver cómo funcionaba el Piriápolis ya mencionado. La piedra fundamental del Argentino recién fue colocada en 1920 y al acto concurrieron casi todos los integrantes del Consejo Nacional de Administración entre ellos su presidente, el doctor Baltasar Brum y el doctor Luis Aberto de Herrera, amigo personal de Piria. A la ceremonia, donde hubo varios discursos, siguió un gran asado campestre. Según testigos, Piria vestía traje y chaleco oscuro y llevaba un reloj con cadena de oro y Brum levitón y pantalón de fantasía a rayitas finas grises y negras y galera. Pese a que las vestimentas no resultaban las más apropiadas para un asado, el Presidente del Consejo debe haber quedado muy satisfecho porque escribió en el álbum oficial del hotel: “Hombres que como Piria ha consagrado toda su vida a crear una obra de alta civilización figurarán con justo título en la galería de los grandes bienhechores del país”.

El Argentino Hotel demoró diez años más en estar pronto. Construido según el modelo de los grandes establecimientos mediterráneos tuvo un costo total de cinco millones de pesos, una verdadera desmesura para la época y fue inaugurado el día de Nochebuena de 1930 con una fiesta suntuosa que Piria recordaría siempre no sólo por la concreción de su más anhelada empresa sino porque se dio un tremendo golpe al caer para atrás en el hall excesivamente lustrado. En un reportaje concedido en 1996 al autor de esta nota para el semanario Búsqueda, Ricardo Piria sostuvo: “Mi abuelo hizo todo a lo grande, como lo hacía siempre. El equipamiento del hotel lo calculó como para cien años. Muebles, ropa de cama, platería, toallas, máquinas para cocina, frigoríficos. Trajo cocineros y patissiers de Francia y panaderos de Europa. Yo recuerdo perfectamente y estoy seguro que la gente de mi edad debe acordarse también, que había traído maquinaria para hacer helados que los sacaban en forma de animalitos. A los niños les servían por ejemplo una gallina con pollitos de todos colores y gustos diferentes. Y los carros de fiambres al estilo de los grandes establecimientos europeos causaban admiración”.

Don Francisco Piria que era un maniático detallista, hacía hincapié en sus promociones publicitarias, que todas las máquinas del hotel, únicas en el Uruguay impedían que cualquier alimento llegara a las mesas contaminado por el contacto con las manos. Una máquina lavaba, enjuagaba y secaba tres mil platos por hora, las papas se pelaban automáticamente, un filtro especial purificaba el agua que venía de los cerros y toda la leche que se consumía era pasteurizada en las instalaciones del propio establecimiento. Como si eso no bastara, existían piletas de agua de mar traída por bombas que podían utilizarse a temperatura natural o calefaccionadas. En lo relativo al equipamiento, los manteles eran italianos, la vajilla alemana, las portátiles de porcelana Rosenthal y las copas de cristal de Bohemia. Puede darse por cierto que jamás existió en América del Sur un hotel más lujoso.

¿Qué quedó de aquellas opulencias? Muerto Piria en 1934 y mientras transcurrían los penosos y larguísimos avatares de la liquidación de la herencia, el saqueo se generalizó. Fueron robados desde los caños de la calefacción hasta las casillas de la cancha de golf de nueve hoyos. Hubo también otros aprovechamientos. Cuando el hotel pasó a manos del Estado como pago de deudas sucesorias, parte de la riqueza de su equipamiento se trasladó a otros lugares que no eran por cierto aquellos imaginados por Piria. De ese modo se beneficiaron la Casa Presidencial de Suárez, la estancia Anchorena y el Comando General del Ejército. En 1962 cumpliendo tareas para el semanario Hechos este periodista visitó el cadáver hotelero del Argentino Hotel. Desatendido durante muchos años, el establecimiento había llegado a grados de deterioro poco imaginables. Una hábil maniobra delictiva se había ensañado con los famosos cubiertos de plata inglesa. Algunos de los pocos empleados que quedaban trabajando, los arrojaban a tachos de basura previamente marcados. Los basureros los recogían y los vendían repartiendo las ganancias. La leyenda negra de Piriápolis dice que parte de la población estable que habitaba el balneario medio siglo atrás, adquirió cubiertos robados. Otras pertenencias: platos, soperas de plata, toallas, manteles, ollas, utensilios de cocina, sábanas también estaban corriendo el riesgo de desaparecer. Las únicas piezas que todavía no habían sido saqueadas eran unos “servicios” que en un número cercano a los quinientos, todavía estaban en los estantes. Eran suecos, de buena loza y en su fondo tenían impreso un gran ojo en colores con la leyenda “te estoy mirando”. Hace alrededor de diez años, en una entrevista que el concesionario del hotel Carlos Méndez Requena, concedió al autor de estas notas, hizo una amarga descripción del estado en que encontró el lugar al hacerse cargo: “Usted no puede imaginar lo que era este hotel cuando lo empezamos a administrar. No tenía calefacción de ningún tipo, los huéspedes llevaban cocinillas a las habitaciones y allí cocinaban como en cuartos de pensión, la cocina tenía tal capa de grasa en las paredes que estuvieron días pasando espátulas. Faltaban platos, cubiertos, manteles, ollas, había vidrios rotos y goteras por todos lados, las cañerías perdían. Hubo que hacer todo y poner todo a punto para el turismo de invierno, ante el escepticismo generalizado. Cuando yo le comuniqué a un grupo de hoteleros y operadores turísticos mi intención de abrir todo el año me contestaron que estaba absolutamente loco, que a Piriápolis en invierno había que alambrarlo”. La visión y el empecinamiento de Méndez Requena sacaron de su agonía al hotel salvándolo de la indiferencia oficial, del abandono y de las rapiñas.

Las depredaciones de la obra de don Francisco Piria, llevadas a cabo al amparo de la desidia del Estado luego de su muerte, fueron también una constante en su vida activa. Por cierto que su carácter autoritario, propio de quien estaba convencido de haber sido elegido por Dios, su convencimiento de ser un “todo lo puedo, con permiso o sin él”, le creó siempre problemas de convivencia difíciles de solucionar, al punto de tener que soportar huelgas de sus propios beneficiarios. Cuando plantaba sus viñas edificó una escuela a su costo total y la donó a los niños de la zona, pero los padres de éstos se negaron a enviar a sus hijos a ese lugar llevados por viejos resentimientos. También es verdad que el Estado, que nunca lo ayudó con créditos, puso piedras en su camino todo lo que pudo. “Piriápolis ha sido siempre la Cenicienta abandonada toda la vida”- escribió Piria en un mensaje enviado al gobierno en 1927- “He tenido que luchar a brazo partido contra la ratería que me rodeaba sin poderme defender (...) Todo el que podía penetraba furtivamente en la playa no sólo a caballo sino subiendo la rampa con carretas, rompiendo pilares, escalinata y baranda. ¡Qué vecindario progresista! Desde hace siete años he tenido que poner serenos alrededor del hotel en construcción, pues el bandidaje irrumpía por el oeste por el boquete sobre la costa de mi propiedad y arreaba con todo lo que podía. A la mañana se veían rastros de tablas, tablones y postes, carretillas de mano, etc. Todo les venía bien. Todo se lo llevaron a la cincha de los caballos. Hacer nuevamente los alambrados era perder el tiempo. Los rompían y la invasión a mis propiedades no cesaba. Era imposible defenderse desde que a la policía le faltaban elementos. (...) También me robaban la uva que vendían clandestinamente, otros arriaban con mis cosechas. ¡Hasta las plantas se llevaban! (...) Sobre el cerro del Inglés en la misma cumbre mandé construir un templo que me costó una suma crecida. Traje de Europa una estatua de San Antonio (...) Rompieron los cristales, abrieron la puerta, robaron el candado, picanearon la imagen, aquello fue un acto cruel de barbarie. (...) A la mitad del cerro del Toro he gastado un dineral para descubrir una fuente y obtenida esta hice la obra que está allí. Coloqué un toro de bronce de tamaño natural. La barbarie llegó hasta allí bajo el velo nocturno. Le serrucharon una guampa al toro, arrancaron la puerta de la verja que lo circunda sirviéndose de ella para hacerse una parrilla. ¡Yo soy la víctima expiatoria de mi generosidad, de mis ideales altruístas! ¡A mí Piriápolis no ha servido ni sirve sino para mortificarme!”

Provisto de una excepcional energía creativa, don Francisco Piria tenía ochenta y tres años cuando inauguró el Argentino Hotel y setenta y dos al cometer el mayor error de su vida: la fundación de un nuevo partido político denominado Unión Democrática con el que pretendió romper el bipartidismo de blancos y colorados. En un reportaje de la época afirmó que llegaría a los veinte mil votos, pero tuvo pocos más de seiscientos cincuenta, menos aún que las mil que había juntado para su presentación ante las autoridades electorales. Era un hombre mayor también cuando pretendió ingresar a la masonería de la cual se desvinculó enseguida escribiendo que “la primera actividad había sido una chupandina soberbia”.

Al morir en diciembre de 1933, de un coma diabético en el palacio que se había mandado construir en Ibicuy y San José, hoy sede de la Suprema Corte de Justicia, su sucesión constituyó una de las más disputadas y enredadas que recuerdan los anales judiciales. Versiones con mucha fuerza sostienen que los problemas nacieron por dos mujeres: la argentina Carmen Ruiz a quien Piria había reconocido como hija natural y la yugoeslava María Emilia Franz con quien se casó en segundas nupcias. Para reconocer como hija a Carmen Piria (o Ruiz porque los hijos de Piria la consideraban su amante pese a que su padre la trató entre los setenta y seis y ochenta y seis años) se dice que don Francisco hizo destruir su filiación argentina aunque esto nunca pudo ser comprobado. Lo de Emilia Franz fue más complicado. Fallecida un año después que su esposo, en ese lapso los abogados la convencieron que tenía derecho a la mitad de los bienes gananciales y ella legó diez millones de pesos a unos sobrinos europeos. Todo eso trabó la sucesión que duró trece años y en la que los únicos que ganaron fueron los profesionales intervinientes. Ni los tres hijos legítimos sobrevivientes ni la hija natural en caso de que lo fuera, quedaron con dinero. Al terminarse la sucesión existían más de cincuenta herederos contando nietos y bisnietos. Tampoco se comprobó si la muerte de Piria la había ocasionado una inyección para la diabetes que le daba a diario Carmen Ruiz ( o Piria) o si como dicen los descendientes de ésta, falleció de una pulmonía al regresar de La Paloma donde pretendía planificar algo parecido a Piriápolis.

En uno de sus últimos folletos, don Francisco Piria escribió algo que suena como toda una definición: “No se lucha toda la vida por dinero. El dinero es necesario como medio. Obtenido, hay que ennoblecer las aspiraciones haciendo obras de gran aliento”.

César Di Candia

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