31/5/08

Recuerdos de viejos fotógrafos de prensa III

Palos por estar siempre sobre los hechos

"En la década del 60, hubo innumerables enfrentamientos callejeros entre estudiantes y policías, en los que muchas veces nos ligamos palos y gases sin tener nada que ver. En ocasiones, fuimos castigados muy duramente".


Por su propia esencia, la profesión de reportero gráfico obliga a estar permanentemente al lado de lo que ocurre: ya se trate de balaceras o de viajes, de hechos policiales o festivales de cine. Ocho fotógrafos de diario y dos camarógrafos han aportado a esta larga entrevista experiencias inolvidables y desconocidas. Damos a conocer sus nombres y trayectorias, junto a la expresión de nuestro agradecimiento. Antonio Caruso, jefe de fotógrafos de El Día, Walter Portillo, integrante del equipo de El País y Mundocolor, Aurelio González, fotógrafo de El Popular, Héctor Rivas, diario Acción, Canal 4 y Canal 12, Fernando di Lorenzo, integrante del equipo de La Mañana y El Diario, Julio Bruzzone, fotógrafo de El País, Amílcar de León, fotógrafo de El Plata, jefe de El País, y más tarde funcionario de la agencia Efe y Jorge Vallarino camarógrafo corresponsal de Asociated Press Television News.

—Hasta ahora, Aurelio ha hablado poco.

González.— Es que yo como fotógrafo de El Popular, tengo más fotos de encontronazos con la policía que otro tipo de documentos. Voy a contar uno de tantos. El día de la invasión de Estados Unidos a la República Dominicana, los estudiantes convergieron a la embajada que en ese entonces estaba en la calle Agraciada y luego hubo una manifestación por 18 de de julio. Había un policía de investigaciones que tenía fama de duro y golpeador y que como ya antes me había corrido varias veces, yo tenía ganas de sacarlo en alguna de esas actitudes. Lo vi desde lejos exhortando a castigar y lo enfoqué. Pero en ese momento él se dio vuelta, me vio y me apuntó con su revólver. Juro que pensé que ahí me limpiaba, pero apreté igual el disparador. Después todos me preguntaban si no había sentido miedo y yo respondía que no. Era joven y bastante inconsciente. Lo único que pensé fue en sacar la imagen de quien me iba a matar. Enseguida corrí y no me pudo alcanzar. Me acuerdo que el colega de La Mañana logró sacarlo mientras corría detrás de mí y El Popular publicó la foto donde me está apuntando y que dio la vuelta al mundo. No me dio o no me quiso dar, nunca lo sabré. También esa vez hubo un paro de los reporteros gráficos, en el cual habló Caruso, que se apuntaba en todos esos actos (risas).

Vallarino.— Tenés otro cuento muy bueno en ocasión de un duelo de Luis Batlle Berres.

González.— Batlle se batió con el general Rivas en un cuartel que estaba cerrado a cal y canto para la prensa. Nadie podía entrar, pero justo al lado mío se paró una ambulancia que había sido convocada por las dudas y como el conductor era conocido mío, le pedí que me escondiera debajo de una camilla. Así entré al cuartel, pero alguien abrió la puerta para retirar un botiquín y me vio. Me sacaron del cuartel en el aire (risas).

—¿Llegaste a documentar en alguna forma, la muerte de los ocho militantes comunistas del Paso Molino?

González.— Nadie pudo, porque el Ejército había cerrado todas las calles de acceso. La versión oficial fue que los mataron adentro, tirando a través de la puerta, pero cuando llegué, vi las manchas de sangre en plena calle. Y según los vecinos, los habían fusilado allí. Hubo uno al que dejaron desangrar.

Di Lorenzo.— Tengo un recuerdo menos dramático, de la vez que vino a Montevideo Dean Rusk y un estudiante le escupió la cara.

Portillo.— Eso ocurrió en el año 64, me parece. Fue una foto fantástica.

Di Lorenzo.— En el ambiente se había corrido la voz de que algo iba a pasar. Rusk iba a hacer la tradicional ofrenda floral en el monumento a Artigas y yo me puse lo más cerca posible, pensando que de repente lo agredían. Cuando él se agachó para depositar las flores, cruzó la calle un muchacho corriendo a todo lo que daba, esquivó a los policías, llegó hasta el diplomático y lo escupió. Yo tuve la suerte de sacar la saliva volando por el aire. Fue la foto del mes de la revista Life.

Rivas.— Yo estaba con un compañero y no sé por qué no filmó. Me quería morir.

—¿Cómo reaccionó Dean Rusk?

Di Lorenzo.— Se quedó como petrificado. Hizo como si no hubiera pasado nada.

Rivas.— Pero al tipo después le bailaron un malambo encima. No sabés cómo le dieron arriba de un carro de la policía. A palazos y a patadas.

Portillo. —Sí señor, yo lo vi.

Caruso.— Afirmar que en nuestra profesión no se corren riesgos es desconocerla por completo. Una noche nos avisaron de Jefatura que iban a hacer un procedimiento grande y nos fuimos hasta allí con el periodista García Pintos, que después hizo Al Rojo Vivo. Desde Jefatura seguimos a un determinado coche y fuimos a dar a la calle Julio Herrera y Obes casi la rambla. Allí bajamos y entramos a un hall de un departamento, donde según nos dijeron, estaban parapetados varios delincuentes argentinos. Junto con nosotros entraron el jefe de Policía que era el general Ventura Rodríguez y el comisario Santana Cabris. Me acuerdo que el jefe les habló mediante un megáfono explicándoles que no iba a haber violencia, que tenían todas las garantías y que cuando salieran iba a estar el juez. Luego les dijo que esperaba la respuesta. Estábamos en la escalera en medio del silencio el jefe, Santana Cabris, yo y alguien más que no recuerdo. La respuesta de los delincuentes fue una terrible descarga de balas.

Rivas.— Yo también estaba. Había una columna y las balas rebotaban y salían para cualquier lado. Podía morir cualquiera.

Caruso.— Fue exactamente así. Las balas daban en la pared o en esa columna y era como una lluvia que podía alcanzar a cada uno de los que estábamos allí. Lamentablemente una de ellas alcanzó a Santana Cabris, que estaba al lado mío y lo tumbó. Creo que nunca corrí más rápido. Bajé la escalera y me tiré al costado de un auto. En ese momento vi como sacaban a Santana entre dos compañeros y pude sacar la foto. Fue la primera vez que registré el momento exacto de una muerte. Nunca había visto nada parecido. Me parecía estar viviendo otra cosa, porque era igual a una de esas escenas tan comunes en las películas.

González.— En esos años, concretamente en la década del 60, tuvimos que soportar muchas situaciones de peligro. Se producían choques en las calles entre estudiantes y policías y los fotógrafos siempre quedábamos en el medio, expuestos a los proyectiles y a los gases lacrimógenos.

Caruso.— Y a los sablazos. Yo me acuerdo de una que presencié personalmente y que ocurrió frente a lo que era el cine Rex. Un guardia de la Republicana a caballo, persiguió no sé cuanto rato tirándole sablazos a Humberto Pesce, que en ese momento me parece que estaba en El Diario. Pesce corría alrededor de un Ford Prefect y el milico daba vueltas como si fuera un gato corriendo a un ratón, mientras sus golpes caían sobre el auto, que quedó todo abollado. Se salvó porque vino un comisario que conocía a Pesce y lo abrazó para que no le pegaran.

González.— Lo que tú cuentas ocurrió la noche del entierro de Líber Arce, que hubo un lío colosal en todo el centro, con barricadas, autos incendiados, vidrieras rotas y saqueos, yo también andaba en esa zona y un guardia a caballo me tiró un sablazo, no con la plancha sino con el filo y me fracturó la mano. Me acuerdo que observé que le estaba pegando a un estudiante y puse mi cámara derecho a él. Entonces se dio vuelta y me dijo: "si me sacás una foto, te mato." Y ya no preguntó más nada.

Rivas.— Esa noche los gases fueron terribles. No podíamos ni filmar.

Portillo.— El asunto es no tocarte los ojos ni ponerte nada, ni siquiera agua, porque es peor.

González.— En uno de esos líos, no me acuerdo en cuál, le bajaron el casco a un milico de una trompada y yo lo agarré. Después me sacaron una foto con el casco puesto (risas).

Rivas.— Uno las recuerda hoy como anécdotas de trabajo, pero fueron épocas muy difíciles.

—¿Es cierto que hay gente famosa que exige que se le saque desde determinado ángulo para salir mejor?

Bruzzone.— El cantante Julio Iglesias es bastante complicado en ese sentido. Pero una vez me pasó algo peor. Fui a sacarlo a La Posta del Cangrejo en Punta del Este, donde paraba. Salimos a la terraza y se sentó en unos troncos de muy mala gana. Me acuerdo que tenía puestos unos pantaloncitos blancos que eran un primor. Saqué tres o cuatro fotos y cuando se levantó me di cuenta que los troncos estaban recién pintados y se había ensuciado todo. El hermano, que es quien le promociona toda la parte de prensa, me quería matar porque decía que lo había hecho a propósito.

Rivas.— Cuando el golpe de febrero de 1973, Oterito, que era el jefe de noticieros del Canal 12, me envió al puerto. Como pude, saqué movimientos de tropa, milicos que corrían de un lado al otro, un relajo generalizado. En eso estaba cuando vino un soldado, me puso la bayoneta en medio del pecho y me dijo "¡está detenido!". Me llevaron a un edificio donde me crucé con un portero amigo de toda la vida que me vio y miró para otro lado. Pero en el camino, yo había atrasado el rollo, de modo que lo que quedaba en la punta era lo que había filmado antes de llegar al puerto. Por eso cuando miraron por el visor y vieron que no tenía nada, me largaron. Al salir, el que se decía amigo me hizo un gran saludo porque vio que me habían largado. "¿Ahora me saludás, alcahuete?", le dije. Casi marcho para adentro otra vez.

Bruzzone.— Deberíamos hablar de Eduardo Víctor Haedo, que siempre fue un político muy piola con nosotros.

Di Lorenzo.— A mí me pasó algo increíble en Mercedes. Ese día venía el presidente Frondizi de visita y había un acto en la catedral departamental. Yo llegué muy tarde, ya cuando se estaban subiendo a los autos. Entonces le dije: "¡padrino, sálveme, no tengo ninguna foto!". Nadie puede creer lo que hizo: le pidió al presidente argentino que se bajara del auto, entrara de nuevo a la catedral e hiciera toda la pantomima para que yo le sacara fotos. Luego me preguntó: "¿esto te sirve?" "¡Sí, padrino!". Era un fenómeno.

Rivas.— Y la azotea era como la casa nuestra. Allí iba toda la crema. No sólo trabajabas cómodo, chupábamos y comíamos con reyes.

—Me han dicho que no hay fotógrafo que haya vivido más feas experiencias durante la dictadura que Aurelio González.

González.— Es que yo trabajaba en un diario que antes de la dictadura estuvo en la más cerrada oposición y después sufrió el cierre definitivo y la persecución de sus empleados. No sé si ustedes se acuerdan que enseguida del golpe de Estado, la consigna gremial fue ocupar cada lugar de trabajo. Yo salía a registrar todo y al primer lugar que llegué fue a la estación de ómnibus que quedaba cerca del cementerio del Buceo. Llegué de madrugada y encontré un montón de gente muerta de frío envuelta en frazadas. Cuando me vieron se pusieron a gritar "¡libertad, libertad!". Y ahí saqué las primeras fotos.

—Al día siguiente de la manifestación gigante por 18 de julio, convocada entre otros por Ruben Castillo desde la radio, las tanquetas entraron a El Popular.

González.— Me acuerdo y todavía se me pone la piel de gallina. Las tanquetas hacían sonar unas sirenas que eran como el aullido de una fiera y detrás de ellos venían los carros lanza agua y los soldados a caballo repartiendo sablazos. A las dos horas, el diario quedó aislado. Trancaron las puertas de hierro, les pusieron cadenas y yo quedé encerrado. Para peor, tenía conmigo todos los rollos sacados durante la manifestación y la represión sumados a los de la lucha dentro del diario. Y tenía que guardarlos para que no me los decomisaran. Yo estaba con mi hijo Fernando que entonces tenía 15 años y subí hasta el cuarto piso donde vivía una señora conocida. Tuve que convencerla que me abriera la puerta para que por lo menos, escondiera a mi hijo. Estaba pálida y temblaba, pobre. Cuando estuve solo, me dirigí a un vidrio que estaba flojo, que había descubierto días atrás en uno de los pasillos. Tenía poco tiempo para extraerlo y debía hacerlo en el breve lapso que me permitía el montacargas, que subía y bajaba continuamente con soldados de bayoneta calada. Le aflojaba un poco la masilla, me escondía y volvía a salir. Así estuve horas.

—¿Y los rollos?

González.— Estuvieron conmigo hasta que descubrí una especie de pequeña grúa abandonada que había quedado allí desde la construcción del edificio y no servía para nada y allí los escondí. Cuando pude sacar el vidrio, salí del edificio y quedé escondido en un pretil a la intemperie y con un frío de cero grado. A las dos y pico de la madrugada sentí un pequeño silbido. Podían ser los propios milicos, que si me descubrían seguro que me tiraban para abajo y simulaban un accidente. Me la jugué y era el conserje del edificio al cual apenas conocía. Susurró: "venga venga" y me metió en un departamentito donde había tres personas más. A la mañana, el conserje salió, comprobó que la calle estaba libre y pude salir. Luego llamé a mi hijo y al tiempo largo rescaté los rollos cuyas fotos anduvieron años dando vueltas por el exterior.

—¿Nunca te detuvieron?

González.— Sí, por supuesto, aunque mi delito era sólo sacar fotos. Un buen día, caí y me llevaron a un cuarto piso de un local del Ejército que está en Ibicuy y Maldonado. Estuve unos diez días, pero era un lugar terrible. De noche sentías los gritos desgarradores de los torturados. A mí en realidad me dejaron semi encerrado en una cocina con prohibición absoluta de salir. En una oportunidad pusieron en el suelo del pasillo a un encapuchado y yo pensé que sería algún compañero. Como no podía acercarme, traté de identificarme silbando La Internacional. El hombre escuchó y se arrancó la capucha: era Gonzalo Carámbula, el hermano del actual intendente de Canelones, que luego fue secretario de Cultura de Arana. Corrí, le di un beso en la cabeza y me metí de nueva en la cocina. Una de esas noches sentí ruido de sillas que caían, gritos y voces que preguntaban "¿qué pasó, qué pasó?" y luego un silencio de muerte. Después me enteré que se les había quedado uno en la tortura.

Rivas.— Sos delicado para decir que lo mataron a palos.

González.— Cuando me soltaron comprobé que se había corrido la voz que también a mí me habían asesinado. Incluso un amigo me contó que al enterarse de mi muerte, le había dicho a su mujer y a sus hijos: "ustedes dirán que estoy loco, pero les voy a pedir que se paren un minuto en silencio, en memoria de un compañero que ha muerto en la cárcel." Me puse a llorar (se emociona).

Rivas.— ¡Qué historia! ¡Me ponés los pelos de punta!

—¿Qué fue de los rollos?

González.— Estuvieron mucho tiempo escondidos en varios lugares diferentes. Hasta en un taller mecánico, entre unas herramientas sin uso.

Bruzzone.— ¿Y no te llevaron de nuevo, unos años después?

González.— No, esa vez pude escapar. En 1976, yo vivía en la Ciudad Vieja, en un departamentito interior, en un primer piso. Por suerte, debajo había un depósito de telas. Cuando los milicos golpearon, salí al pasillo y vi una banderolita tan chica que era prácticamente imposible que alguien pudiera pasar. Me acordé que había escuchado decir que donde pasa la cabeza pasa el cuerpo. Probé y la cabeza pasó. Así que como Dios me ayudó me colgué, metí las piernas y haciendo movimientos ondulantes con el cuerpo, como hacen los pescados cuando recién los sacan, logré colarme y caer en un cuarto de baño. Luego hice lo mismo en la otra punta del salón y me escapé a la calle. Por suerte, había llevado hasta el cepillo de dientes.

Rivas.— ¡Qué experiencia, hermano! ¡Al lado de ese cuento, los nuestros están de más!

Caruso.— A mí me gustaría que estas notas, que es la primera vez que se hacen, no dieran una idea de un trabajo vinculado solamente con la violencia. Los reporteros gráficos hemos tenido la inmensa suerte de vivir momentos excepcionales, de conocer gente importante, de viajar, de participar en eventos.

Bruzzone.— El Negro De León sin ir más lejos, formalizó una amistad con Joan Manuel Serrat que todavía persiste. Se hablan por teléfono, se mandan mails.

Caruso.— Pero no es solamente eso. Muchos fotógrafos vienen de hogares humildes y la profesión les ha dado posibilidades que jamás habrían tenido.

Rivas.— No me lo digas a mí que pude viajar a Europa. Para un niño abandonado y criado en el asilo como fui yo, eso no es poca cosa. Qué va a ser poca cosa. (se emociona).


Cesar Di Candia

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