Frente a cada uno de estos informes, las dudas asaltan nuestro pensamiento. ¿Cómo plasmar en pocas líneas una trayectoria de un combatiente que estuvo -está- en la pelea desde siempre? ¿Cómo resumir cada caso si muchas veces una sola parte de la denuncia suma carpetas y carpetas? ¿Qué fotos incluir, cuáles documentos; qué detallar, qué priorizar?
Adolfo Wassen Alaniz no escapa a esta situación. ¿Priorizar sus años de infancia allá en la Unión, conviviendo - conociendo la injusticia? ¿Detenerse en sus padres, luchadores del pan diario, dignos y sencillos?.¿ Rescatar su militancia en el frente estudiantil, o hacer hincapié en el guerrillero?. ¿Qué es más injusta: su condición de rehén, su enfermedad o la fecha de su muerte?. El Adolfo militante, el humanista, el lírico, el poeta, son uno solo. Su huelga de hambre, que apuesta a la solidaridad con la suerte de sus compañeros, aparece como un primario resumen de este luchador a quien nunca pudieron doblegar. La foto de túnica y moña, saludando los tiempos por venir, una certera apuesta al futuro.
UNA FIRME ESTRELLITA QUE NUNCA PODRÁN APAGAR
"Mi hijo murió como un pájaro en una jaula. El fue un muchacho como tantos otros. Algunos los llaman terroristas, pero ellos quisieron combatir el peor terrorismo: aquél que oprime a los indefensos. Siempre le interesó más la injusticia ajena que el mal propio, y eso es democracia...", nos decía con voz entrecortada el padre del "Nepo" durante su humilde velorio en la Unión de donde partirían miles de uruguayos acompañándolo hasta una tumba pobre sobre un cantegril. Atrás quedaban muchas cosas: quedaba Adolfito, quien compartió sólo su primer año de vida junto a sus padres, que tuvo que ver a su papá rodeado de perros, encapuchado, esposado, muchas veces apenas a través de una rendijita. La plaza Libertad lo vio en muchas jornadas con su sonrisa infantil y nerviosa, subiendo a los ómnibus, entregando volantes, reclamando por su padre cautivo. Quedaba Sonia, la compañera de " Nepo" a quien ni siquiera se le permitió asistir unos minutos al velorio de su compañero. Quedaban las poesías escritas en las cárceles del régimen, las canciones que hablaban, entre otras cosas, de sapitos y de lunas; quedaba su despedida de sus compañeros de la "isla" entonando el "adiós muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos...". También quedaban el despiadado interrogatorio, torturas de por medio, que en el '72 le efectuara el mayor Gavazzo y la patota a su cargo en el cuartel de Tacuarembó; la frase -todo un símbolo- que en el '83 le espetara el teniente coronel Contí, en su despacho de comandante del Regimiento de Caballería Blindado No. 2: " Sí, en realidad, con ustedes teníamos que haber hecho jabón"; el mentís que sufriera el teniente Herrera que lo acusó de farsante cuando llevaba adelante la huelga de hambre. ("El no come porque tiene cáncer en la garganta", le dijo a la Comisión de la Cruz Roja. Frente a ésta, Adolfo levantó por un momento su medida: una milanesa, puré de papas y galletas, demostraron frente a la Comisión que si quería, podía). Como respuesta al odio, la tortura, la injusticia, el atropello, la sin razón, esa heroica y casi romántica huelga de hambre; no por su situación personal sino por sus compañeros cautivos y exilados .
La entrega hasta el último momento, hasta las últimas consecuencias. A pesar de su enfermedad, la desatención médica fue una constante: como post operatorio de la primera intervención, lo tuvieron seis meses dentro de un aljibe... "A mi me parece imposible que no lo suelten en el estado que está ", decía en los últimos meses de enfermedad su madre. Para las bestias cívico - militares no existieron nunca límites. El cancerólogo, tal vez más importante de Francia, aseguraba en un contacto telefónico su presencia inmediata en el país si se producía la liberación del luchador social. A pesar de que era próximo e irremediable el desenlace, los militares prefirieron manchar aún más sus uniformes de sangre. La muerte creyó que había ganado la partida. Una vez más se equivocó...
LA UNION, LA POBREZA, LA INJUSTICIA
"Vaya y pregunte en el barrio quién es Adolfo Wassen Alaniz. Todos lo conocen, todos le van a decir lo bueno que era", dice su madre. "El siempre fue igual, desde chico; de querer la cosa justa. Yo tenia una peluquería de niños en la Unión; los nenitos de los cantegriles iban a la peluquería a que yo les rapara gratis las cabecitas. Mi hijo vio desde niño la pobreza, la injusticia. Por eso es que estuvo tanto tiempo trabajando y ayudando a la gente del cantegril".
UN FUGAZ TIEMPO DE COMPARTIR
" Con Adolfo nos conocimos en la Facultad de Derecho. Los dos entramos el mismo año, allá por el '66. En el '68 conformamos nuestra pareja, nos casamos y asumimos un compromiso político definitivo". Corría el año en el cual el primer estudiante caía asesinado. Un muchacho con nombre de consigna resumía aquellos días; LIBER-ARCE.
Sonia cae presa en el '70; Adolfo en el '71. Ambos logran evadirse en dos espectaculares fugas. Un fugaz tiempo que vuelven a compartir. En abril del '72 su relación toma otra forma: por 12 años, el contacto sólo será a través de fugaces cartas. " Hubieron épocas muy duras, él no podía escribir o no me dejaban a mi, pero yo tenia la constancia de escribirle sistemáticamente. Pensaba en su terrible soledad, y a pesar que la mayoría de las cartas no le llegaban, yo insistía". Se fue conformando pese a todo, una larga cadena clandestina de comunicación. "El tema central de sus cartas se puede resumir en un concepto con el que Adolfo insistía: para actuar hacen falta pocas certezas y a cada pregunta se le va dando una respuesta ".
Quien pierde la capacidad de asombro, pierde la pelea por la vida. Adolfo lo sabía, y en sus cartas este tema era recurrente. "El hombre tiene que conservar siempre la curiosidad que es la vida misma. El tipo que pierde la curiosidad, ya sea a los quince o a los veinte años, ése ya es viejo".
Un día especial, el 27 de junio del '84, cuando el país llevaba adelante el Paro Cívico, Sonia consigue luego de simular un ataque de apendicitis -previa ingestión de un kilo de manteca- ser trasladada al Hospital Militar y "reencontrarse" con su compañero a golpeteo limpio, pared de por medio " Lo llamé por la pared y él no me creyó. Yo seguía golpeando y él, seguía sin creer. Después le pude pasar una cartita, esperé la respuesta y él, parecía seguir sin creer. Quedó sin saber qué hacer. Al final me contestó con un tamborileo de alegría". Cuando su enfermedad seguía avanzando, en el Hospital Militar llegó el ansiado reencuentro frente a frente." Es imposible explicar ese momento. Como si no pudiera llegar a creerlo me dijo: "Esta es una sorpresa más grande que el Estadio Centenario".
" Después de 12 años, dos personas que tuvieron mucho que ver en sus vidas, que tuvieron un hijo juntos, se encuentran en esa situación tan particular.
"Ambos lo sabíamos pero no cuándo. En esa visita nos preocupamos por el presente. Cuando digo el presente, digo Adolfíto, nosotros, los compañeros. A él le preocupaba mucho saber de los compañeros y compañeras de quienes no tenía ninguna noticia sobre sus vidas". Una estrellita que las compañeras de Punta de Rieles, a través de Sonia, le quisieron hacer llegar a Adolfo, terminó en manos de los represores; la portadora sancionada. Pero la solidaridad igual viajó de ida y vuelta en cada visita. "Una de las cosas que más me emocionaba y me costaba entender, era su serenidad para pensar en su situación, en cosas muy profundas, en los demás, en nuestro hijo". El terrorismo, el verdugueo, el revanchismo no tuvieron limites, ni siquiera la muerte. "A las dos de la madrugada me despertaron a los gritos 'Vístase, su esposo está grave'.
Me llevaron del Penal al Hospital Militar. Me bajaron en el mismo lugar de siempre, en el celdario. Me enfilaron hacia el lugar en que estaba él siempre, la milica que me escoltaba no entró y me hizo pasar. Estaba tapado con una sábana, muerto. Eso fue terrible, porque me habían dicho que estaba grave, no que estaba muerto. Me dejaron con tres milicas en una situación en que uno necesita cierta intimidad. Ellas se burlaban durante todo ese tiempo de la situación, se reían como si fuera una fiesta que hubieran estado esperando".
Lo mismo se repetiría a su regreso al Penal: "A empujones me entraron en la celda. No me dejaron hablar con nadie, no permitieron abrir las rejas para que me pasaran aunque sea un té. Las milicas se quedaron toda esa noche provocando, paseando de aquí para allá, mofándose, haciendo chistes ".
Como contrapartida, las compañeras, apenas se enteraron del desenlace, todas a una entonaron "La Internacional". " El Penal entero la cantó ".
" Como un pájaro libre"
Para mí, el llegar al sacrificio de esta manera, el hacer todo lo que él hizo por un cambio, vale la pena hacerlo -perdóneme la emoción- pero realmente va le la pena " Transcurrían 30 días de la huelga de hambre de Adolfo. Su padre, en una modesta casa de Villa Dolores, nos contaba de su hijo, de la huelga, de la lucha. "El tiene el espíritu muy en alto, casi no puede levantarse, pero intenta hacerlo y darnos ánimo.
Fue muy sincero, desde el primer día me dijo: "viejo, no te llames a engaño, yo sé que voy a morir. Yo sé que no vas a estar de acuerdo con lo que voy a hacer, pero quiero que lo sepas bien, yo no estoy rayado, estoy de lo más cuerdo, y antes de tomar la decisión que tomé, lo pensé muy bien. Y si me hubiese curado y saliese a la calle, lo volvería a hacer todo de nuevo. Nunca hice nada buscando algo personal, todo lo que hice fue por ver tanta miseria económica y humana". Yo pensaba ¿qué irá a hacer?, acá no puede hacer nada..
Antes de morir, me dijo," voy a hacer todavía algo. Algo por mis compañeros, por todos los presos políticos, voy a pedir por ellos". Yo lo corté, le dije " pero decime una cosa, ya con todo lo que te ha pasado ¿no te parece que has hecho bastante?. Pero él no quiso saber de nada. No, me queda algo por hacer. Y también lo quiero hacer por todos los exilados que se encuentran llorando a sus familiares y a su patria, lo voy a hacer por todos los presos políticos y por ellos.
Al otro día empezó la huelga"
De aquella tarde de aquel emotivo reportaje, nos quedó grabado en la mente el tema de Adolfito. "El sabe que lo que hizo su padre no fue ni para traernos nada a nosotros ni por ninguna extravagancia ni por ninguna ociosidad. El sabe que su padre es hijo de un honesto matrimonio trabajador. Que su padre fue educado en la Sagrada Familia, que hizo preparatorios con muy buenas notas. Que mi casa estaba siempre llena de estudiantes que me tomaban la yerba, me comían todo. Aquello era de no creer, yo me levantaba muy temprano y ahí estaban dormidos en el living sobre los libros -. 'Por lo menos - me dijo Adolfito- ya que mi padre no me pudo criar, quisiera que no muriera en prisión. Porque es muy triste morir como un pájaro encerrado en una jaula'
VENCEREMOS
Esta carta - despedida enviada por Adolfo a su compañera, deja por primera vez el marco del recuerdo y la afectividad personal. Para ser compartida como testimonio de una apuesta a la vida.
De la planta que fue
del fruto
que en abrazo de amor
con el suelo engendrara
hoy nos quedan en las manos
la semilla
y a nosotros
que consumiéndolo
alimentamos sueños
e intentamos calmar la sed
a la esperanza
hoy nos toca conservarla
guardarla
atesorarla
para el momento justo
en el tiempo preciso
cuando vuelva a asomar al sol
la cara de los pueblos
resuenen sus cantos
la depositaremos
allí
en esa tierra fértil que aun espera.
"¿Qué tal linda?. ¿Recordás estos versos? Sin duda. Comencé la cana enviándotelos y me acerco al fin de ella, al parecer, cerrando un ciclo, con las mismas palabras. Como ya sabés, mi situación en lo que hace a la salud sufrió un bajón violento, los médicos claro, no se entregan (y yo tampoco, por supuesto), pero sería esconder la cabeza no reconocer que ha entrado en un nivel de gravedad alto, muy difícil de superar. Mi cerebro sigue siendo el mismo amigo fiel y sereno que me ha acompañado en los momentos más peliagudos, sin alterarse, garantizándome siempre un estado de ánimo adecuado a cada circunstancia. Por eso no te voy a dar más detalles del problema salud salvo el confirmarte que es posible que haya entrado en la etapa de una metástasis generalizada. Bueno, a nosotros. Tus palabras me hicieron muy bien pues confirman lo que esperaba de tí. No puedo menos que dar gracias a la vida que me ha dado tanto a los Alanices, espejo representativo de nuestro pueblo con todas esas características de solidaridad intuitiva, con todas esas posibilidades de desarrollo frustrado por un régimen que no les permitió cultivarlos y aún con las desviaciones que el mismo les imprimió, me dio a ambos viejos con sus claroscuros tan representativos también; me permitió conocerte y caminar contigo de la mano creando a cada paso nuestra pareja tan concreta, tan plena, tan real y realizadora, tan poco teórica, y me dio a Raúl y a los gurises. No es poco, si a ello le sumamos la felicidad en su grado más alto: aquél que se alcanza cuando somos conscientes de estar realizando nuestras potencialidades al máximo, como hombres y como militantes, y ello sin falso idealismo del pasado, rodeados de fracasos y frustraciones a veces, en medio del infierno de la tortura, otras, pero siempre alboreando para mantener la fe en el hombre y en nosotros mismos como tales, o con la certeza de que detrás nuestro comienzan a caminar quienes ocuparán nuestro lugar, si es que hemos quedado en el camino. Si cuando convivimos juntos te valoré, estos años han sido mi permanente superarte en mi aprecio al ver de qué manera notable te ibas superando en medio de la lucha. En nombre del respeto que ese aprecio ha ido haciendo crecer en mí, me quiero comenzar a despedir, diciéndote que sea cual sea mi suerte confío en que ese proceso continúe y que tú, como compañera y como mujer, continúes no solo apostando a la vida sino viviendo en toda plenitud, brindando y recibiendo esa inmensidad de dones de que sos depositaria, tanto en el campo de la militancia como en tu propia intimidad. Un beso, un abrazo y saludos. VENCEREMOS"
Del libro:
ADOLFO WASSEN
EL TUPAMARO
Escrito por Mauricio Rosencof
Hace pocos días supimos de las tres últimas horas del Nepo. Lo tenían en una celda de 2 X 1 en el Hospital Militar, solo. Sobre las diez de la noche sintió que lo rondaba el punto final, y salió de la cama que sólo le dejaba libre un espacio de sesenta centímetros. Alguien !e ordenó que se volviera a acostar. "Voy a morir", contestó, "y la voy a pelear". Sobre la una de la madrugada, cuando semiinconsciente se daba contra los muros, lo acostaron. Había dado su última batalla.
En una organización de hombres lúcidos y de temple (Raúl, el viejo Julio, el Inge, el Ñato, Pepe), el Nepo descollaba. Hoy que todos, los que nombré y los que no, bregamos por dotar al Movimiento de Liberación Nacional (Tupamaros) de una estructura unida y férrea con la que el aguerrido pueblo uruguayo pueda contar para plasmar esa sociedad en que "los más infelices sean los más privilegiados", su presencia de revolucionario íntegro nos ilumina. Como iluminan Sandino y el Che los caminos que día a día se siguen abriendo en una América única, que hoy tiene sus trincheras de vanguardia en las selvas de Nicaragua, el Salvador y en "el largo lagarto verde" de las aguas caribeñas, la respuesta a la duda: se puede.
Condenado por un cáncer que nunca fue tratado, el Nepo inició desde su sombrío nicho del Hospital Militar una huelga de hambre. A nada podía aspirar ya para él. Lo sabía. Tanto, que su frase de aquellos días es hoy -tiene que ser hoy y para todos- la consigna que marca a fuego la lucha por la unidad combatiente de todos, tupamaros y pueblo, por la meta definitiva. "Aún puedo hacer algo por los compañeros", escribió en una carta clandestina a todos dirigida. Si cada acto nuestro de cada día estuviera signado por ese indomable espíritu guerrillero y fraterno, ese que campea desde las páginas del Evangelio hasta las del Manifiesto, el Nuevo Pacto por un destino mejor y común lo estaremos tocando con la punta de los dedos. Sea entonces, hoy por hoy, nuestra cifra: "AUN PUEDO HACER ALGO POR LOS COMPAÑEROS".
I
Cargando en un solo viaje, colchón, mantas, balde, ropa y qué sé yo, hicimos, hicimos, de a uno, desde "la isla" -sala de disciplina del penal de Libertad- hasta una sala vacía del celdario, felices y fatigados, el recorrido al 1o. B. Todo el piso para nosotros: éramos 9, llegamos 8. Nos desparramaron celda por medio, incomunicados todavía desde mediados del 73. Corría julio del 84. Tiempo después, cuando pudimos hablarnos, pasado ya el largo silencio, recordamos ese día en que los 8 hicimos lo mismo: nos plantamos frente a la ventana enrejada y allí echamos raíces, deslumbrados por el mundo lejano y recuperado: nubes, pájaros, los compañeros, los colores, flores. Hacía doce años que no teníamos una ventana que nos comunicara con la realidad exterior, ésa de la que todos llegamos a dudar. El Nepo no lo llegó a ver. Por esos días ya estaba internado. Nos sentíamos nuevos ricos. Cama, mesa y banco en hormigón, agua corriente a discreción, pileta, y lo que más impresionaba, ese trono romano que uno podía regar cuantas veces quisiera. Sin embargo conservaba, vaya uno a saber por qué reflejo, la cantegrilera lata de dulce de membrillo. querida y herrumbrada, que en algún calabozo me había recetado el médico de la Unidad y que guardaba bajo la cucheta. El Pepe hacía lo mismo con una pelela de plástico anaranjada que en su origen tenía estampado un Pato Donald. Se la había dado, como a mí la lata, en el 7o. de Caballería en Santa Clara de Olimar, y por las mismas razones.
La retención obligada de las aguas menores, como diría el Quijote, nos había debilitado el esfínter. En alguna oportunidad, salpicando de humor los días sin gracia, habíamos imaginado con el Ñato que las caballerías gauchas nos venían a rescatar de los nichos de Santa Clara, donde en tiempos de patriadas habían campeado balo el mando de Lamas y Aparicio, y a los tientos del pangaré que montaba el Pepe, veíamos anudada la heroica pelea, sustituyendo la vihuela o la lengua ahumada. Pepe guardó hasta su salida la delicada pieza que no frotaba para evitar el desgaste (que se la renovaran era una lotería), y se la llevó con tierra y unas caléndulas que él mismo cultivaba por terapia, solo, en los canteros del Penal. Una mañana me volvió a saltar el corazón. Abrieron la puerta y el Sargento me ordenó sacar todas mis cosas de la celda. Tuve que orinar antes de cumplir la orden. "Traslado", pensé. Ese de rigor que se producía cada cuatro, cinco o seis meses. Vivíamos en vilo. Cada traslado significaba empezar de nuevo. Embolsados, alambrados, nos arrojaban en la caja de un camión que nunca vimos y allí ibas a ceder a otro calabozo, sabe Dios dónde. Empaquetábamos de apuro cobija, tabaco, lata, y a otra cosa. La incertidumbre te cosquilleaba en las vías urinarias y había que descargar lo que en el viaje no se podía. Cuando el Sargento me hizo sacar las cosas de la Celda 13, sentí que todo empezaba de nuevo. Pero se trataba de otra cosa. Cuando amontoné los bagayos en la planchada, abrieron la Celda 15. Allí vi, desparramadas, las pertenencias del Nepo, donde destellaba en colores la inconfundible manta tejida por las compañeras de Punta de Rieles. Esa la había hecho Sonia. Hice la mudanza de la 15 a la 13, que quedó clausurada, y acomodé mis bártulos en la 15 del Nepo. Pensé, mientras lo hacía, que el Nepo ya no las necesitaba. Mientras ordenaba mis cosas, vi que no lo había trasladado todo. Sobre una repisa quedaba un caracolito y una trenza de cuerina. En el caño de la pileta, un trapo de piso hecho con un pedazo de manta vieja .
Como en el caleidoscopio comenzaron a danzar la« imágenes del Nepo nítidas las recientes, empañadas de tiempo aquellas del muchacho de ojos vivos y bien peinado, que tanto podía exponer con clara locuacidad cualquier problema político como capitanear pistola al cinto, las más riesgosas de las empresas.
II
Al llegar a la isla comenzaron por llenarnos el plato, lo que se nos antojaba toda una fantasía, y nos autorizaban una caminata diaria de media hora a la sombra, bajo el celdario. Nos sacaban de a dos, trillando en espacios distintos, y nos iban alternando de tal manera que al cabo de diez días nos vimos las caras todos. En una de ésas me tocó con el Nepo.
Se había dejado el bigote, tenía la misma mirada asombrada y serena de siempre, y en la cabeza rapada, bajo la gorra que se quitó para que lo viera, una enorme cicatriz que Íe cruzaba el cráneo y hacia un ángulo en la nuca. Zapatones negros y esa gorra a cuadros que finalmente me iba a dejar en herencia. Los zapatos me quedaron chicos y hoy los usa el Cristo Olivera. De la gorra, que con los demás me entregara Sonia, no me separo. El uniforme gris de reglamento le quedaba grande por lo flaco y sobre el corazón lo etiquetaba el número reglamentario: 812. El mío era 813. Nos miramos de lejos, sin poder hablar. Buscábamos antes que nada los indicios del equilibrio síquico, ésos que se detectan primero en la mirada. SÍ apagada, la cosa no andaba bien. Pero echábamos chispas. Firmeza al andar, verticalidad del torso. Entramos a trillar suave a pesar del frió para pastoriarnos bien. Entonces yo apreté el paso con energía y él hizo lo propio. Era una manera de comunicarnos el grado de integridad. Fue recién entonces que nos hicimos esa seña carcelera del índice y el pulgar extendidos y horizontales bajo la nariz, esa seña que de tanto uso tiene voz: "bien". El Nepo, con un cáncer atormentándole la cabeza, hacía la seña de "bien".
III
Una mañana nos reacomodaron en los calabozos de la Isla y quedamos celda por medio. Fue una fiesta. Entró a cantar: primero el "Ay, Susana, Susana dónde estás". Me preguntaba así por Aquélla. Luego un breve poema mío que había musicalizado Engler:
Veo pasar por la clara
savia de abril la ternura de los que hundieron en tierra su quilla aquel catorce.
Fue en un abril de sol de bronce
abril como el de hoy abril de entonces.
Después vino "El Sapito Manuel", "Cipó-cipó", canciones que él creara en texto y música, entre tabaco y mate en el fondo de los calabozos. Le retruqué con algunos tangos que, en algunos días lejanos, vino en mano, habíamos entonado juntos. El Pepe, que era el tercero en esa ala, no andaba bien y se inquietaba. Suspendimos los cantos. Pero cuando nos sacaban, un día a cada uno, a hacer fajina en la planchada, nos sacudíamos la puerta de la celda con el lampazo o, si el guardia se distraía, tarareábamos con los nudillos en la chapa la tonadita clásica que, como el gesto, indica "bien": ta tatarata tá tá.
Todos los días el médico lo venía a ver. Por primera vez tenía una asistencia metódica. Le estaban haciendo los análisis y yo pescaba algo de los diálogos. "La semana próxima -le dijeron un día- va para el Hospital", para no recuerdo qué cosa. Ya le habían extraído sangre. La herida de la operación le supuraba y dos por tres pedía que lo sacaran unos minutos a la puerta de la Isla para que el sol le secara la cicatriz. Hacía gimnasia todos los días y se bañaba en el chorro de agua fría del excusado del calabozo. Una vuelta pidió que le cambiaran el colchón de polyfom, que le producía dolores, por uno de lana. No sé si se lo dieron.
Hasta la mañana aquella, que no fue de "la semana que viene", en que le vinieron a avisar que juntara útiles de higiene y una muda de ropa. Lo llevaban al Hospital de apuro. Era un mal agüero y él lo entendió así. Entonces me cantó la despedida mientras juntaba sus cacharpitas. Sin dramatismo, nítido, casi alegre, fue desgranando los versos:
"Adiós muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos..."
Lo escuché con bronca y estuve a punto de retrucarle con el "Volvé de tardecita". Pero algo, que sé yo, me dijo que ni cabía ni lo precisaría. Cuando se lo llevaron quedó flotando la última frase de su tango. Después, nunca más.
IV
"Sí, en realidad, con ustedes teníamos que haber hecho jabón", dijo el teniente coronel Conti en su despacho de Comandante del Regimiento de Caballería Blindado No. 2. Tenia ante él un hombre joven, menudo, fuertemente custodiado, convalesciente de la primera metástasis en el cuello. Corrían los últimos días de mayo del 83.
Lo de la custodia fuerte estaba muy bien. Yo las conocía: cuatro soldados con carabina, perrero, sargento, cabo y los inmaculados oficiales con 45 al cinto. Esposado con las manos en la espalda, capucha. Y digo que estaba bien porque aquel estudiante de derecho, aquel bravío militante revolucionario, era, en cualquier lugar y en cualquier situación un jefe Tupamaro. Ya se les había fugado una vez desde Punta Carretas, en la proeza del "Abuso", junto con cien y pico de compañeros, por un túnel hecho a garra y ganas. Pero también lo había intentado, ya como rehén, desde Colonia, aprovechando una distracción de la guardia: saltó por una ventanita de nada, a la que estaban reparando la reja, hacia la Plaza de Armas, donde lo balearon por los cuatro costados. El Nepo era de temer. No era la primera vez que sentía el ruido de las balas. Una vuelta, en una acción, lo balearon, y herido respondió en el mismo tono al ataque. Sangrando, caminó ocho cuadras, atravesó una feria vecinal y sólo cayó desmayado cuando atravesó el umbral del cantón. Y en ese peregrinaje infame por los calabozos, escapó por un pelo a la bala de carabina que "se le había escapado a un guardia" y a una ráfaga de Thompson que manipulaba un Sargento y que dejó dos buracos en el muro donde un segundo antes hacía "recreo". "Todavía me funcionan los reflejos", escribió en una carta clandestina narrando el hecho.
En el Regimiento "Pablo Galarza" hizo su interminable convalescencia. Así describe el tratamiento del comandante Conti: "Llegué a pasar cerca de cien veces entre 40 y 70 horas sin ir al baño, soportando Emanaciones tóxicas del balde al fermentar las materias fecales y viviendo en medio de un aire tan viciado y un olor tan nauseabundo que me provocaba permanentes malestares estomacales que me impedían comer o me provocaban vómitos. Aparte de eso, el balde se llenaba y tenía que usar diferentes recipientes: palanganas donde lavaba el menage y, en determinado momento, me vi obligado a defecar en el plato donde comía, porque si lo hacía en el suelo, luego iba a tener que soportar permanentemente el olor, como me sucedió en Colonia, donde durante meses me obligaban diariamente a orinar en el piso del calabozo. Al no salir al recreo o salir 5 ó 10 minutos, el calabozo nunca dejaba de tener un aire viciado permanente. Era tal el olor que salía de los recipientes que varias veces los soldados apostados debían pedir relevo por descomponerse del estómago, y eso que ellos estaban al aire libre... Otro índice estadístico: durante todo el primer año, tomé, en total, dos horas de sol".
Y este hombre que narra con sencillez su tragedia, no olvida a sus compañeros de peripecia: "Pero al Bebe lo tuvieron y lo tienen diez años con una hernia inguinal, a Manera más de un año con un cálculo en la vejiga (en ambos casos sin preocuparse para nada), al alemán Engler, nueve años con el bocho alterado y casi sin alimentarse ... En fin, mi caso no escapa a la línea general. Nos tendrían que haber hecho jabón ...".
V
Cuando Sonia supo que el Nepo agonizaba, lo quiso ver y no se lo permitieron; entonces, la militante que salió con la amnistía, para seguir siendo militante, tuvo que simular una apendicitis en Punta Rieles para que la internaran en el Hospital Militar y así poder aproximarse, muro por medio en el baño de los presos, al Nepo, ya sentenciado. Dolores abdominales, vómitos, diarreas, 38 de fiebre a fuerza de agua caliente. Todo eso para dar cuatro golpecitos en la pared que los separaba. "Fue la última vez que hablamos sin censura", me contó Sonia. Solo nos decíamos "te quiero".
Hace pocos días alguien se comunicó con Sonia para narrarle las últimas horas del Nepo. Esas en las que peleó a la muerte.
Cosas del Nepo ... Se sintió morir y entró a trillar. "La estoy peleando". Lo acostaron igual. A los 15 minutos, comenzó otra historia. O la misma. "En cualquier momento -dice una carta, hablando de su soledad forzada- podía poblarla de infinidad de recuerdos y amigos, de compañeros y compañeras con los que "charlar" y revivir momentos de toda clase, o simplemente dejarse henchir por esa cadena de solidaridades que componían presos y no presos, gente que ahí o en cualquier parte continuaba la lucha, su lucha, nuestra lucha". Es la herencia que nos deja, que deja para lodos: la lucha, su lucha, nuestra lucha.
TESTIMONIO
(PRIMERA PARTE)
Sonia Mosquera
Hacía muchos meses que no recibía carta de Wassen, pero era muy irregular la correspondencia. En febrero del año 1981, me entero de su enfermedad a través de una carta que recibo en la cual da por sentado que yo conozco determinados síntomas, que él tiene deteriorada su salud, y que evidentemente me los había indicado en cartas anteriores que nunca me llegaron. El me reitera -de todas maneras- suponiendo que yo no recibí esas cartas, que a partir de octubre del año 1980, comienza a sentir dolores en el cuello y al mismo tiempo comienza a sentir una inflamación, explicándome detalladamente el lugar donde se encuentra: en el lado izquierdo del cuello, más bien hacia la columna. Me dice en la carta que el médico de la unidad está tratándolo con antiinflamatorios. Se encontraba en ese momento desde mayo del 80 en el Batallón de Ingenieros No. 3 en Paso de los Toros.
Por entonces no conocía el nombre del médico de la unidad y, posteriormente no pudo llegar a saberlo. Por otra parte, en las cartas no pueden mencionarse nombres. Desde octubre cuando aparecen los síntomas, hasta febrero cuando yo recibo su carta, durante esos meses los dolores persistieron y me cuenta que cada vez le dan analgésicos más fuertes que le calman algo el dolor. Me dice que la inflamación es un bulto, que no tiende a desaparecer, que no baja, sino por el contrario se mantiene del mismo tamaño. En los meses de marzo y abril no recibo cartas de Adolfo. Es a fines de abril, en la visita de niños, que me entero por mi hijo que Adolfo está internado en el Hospital Militar desde el veinte de abril.
A los pocos días recibo una carta desde el Hospital Militar en la cual me dice que frente a la persistencia del bulto y a determinados trámites que hizo la familia frente a la Cruz Roja Internacional y otros organismos, se pudo lograr presionar de manera que fueron a verlo tres especialistas al cuartel. "Ellos (me dice en la carta) son los que determinan la internación", e inmediatamente lo internan. En esa carta, que me llega unos cinco días después de la internación, él no tiene aún ningún resultado, le acababan de hacer una biopsia, pero de alguna manera ya presiente que se trata de una situación que no es nada fácil.
El médico le habla de un tumor, anticipándole la posibilidad de una intervención quirúrgica, sea de la índole que sea ese tumor. La tercera carta que recibo es posterior a la intervención quirúrgica. Lo operan el 6 de mayo de 1981 y recibo la carta a la semana siguiente, escrita dos días después de la operación, o sea, el 8 de mayo. En esta carta me dice que se verificó que era un tumor maligno; lo que me llama la atención es que él me pone de "malignidad leve pero con la característica de que es un fíbrosarcoma". Todavía no tiene el resultado de la Anatomía patológica. Lo que me cuenta es que la intervención duró varias horas. El corte fue de treinta centímetros, desde el cuello hacia la mitad de la espalda, que le sacaron cuatro apófisis de las vértebras cervicales, y no tuvieron necesidad de sacarle el músculo trapecio -que es el que sostiene el cuello en la parte de atrás y permite la movilidad de la cabeza- que era uno de los riesgos que podía correr, pues según le había explicado el médico, dada la cercanía que tenía el tumor con el músculo, posiblemente habría que sacarlo. En la operación participan tres especialistas: un cirujano, un traumatólogo y un oncólogo. En ese momento todavía no hay posibilidades de diagnosticar en perspectiva. El tumor fue desalojado, le hicieron una limpieza general y posiblemente le darían aplicaciones de cobalto.
Y ese fue el siguiente paso del tratamiento en la medida que nunca se sabe que tipo de invasión han tenido las células malignas en el organismo.
La explicación que le dan es muy simple, para mí es un diagnóstico muy insuficiente, en la medida que Adolfo no tiene conocimiento de medicina, está solo, aislado, en el hospital, en e! cuartel, no tiene posibilidades de consultar más allá de lo que puede razonar por sí mismo y de los síntomas que tiene.
En esa carta me plantea que es un problema de plazos, que le van a hacer el tratamiento adecuado y que si en dos o tres años ese tratamiento da resultado lo más probable es que tenga cura porque hubo posibilidades de intervención quirúrgica, que siempre es la solución más radical y la mejor.
Le mandé preguntar cómo se llamaba el oncólogo y la respuesta fue Glaussius. El tratamiento de cobalto comienza más o menos al mes de operarlo. a mediados de Junio. Durante ese tiempo permanece en el hospital, aislado en un calabozo. Al principio recibo cartas con bastante frecuencia del hospital, después no, se empiezan a distanciar. Creo que hay un interés de parte de ellos de que me entere que Adolfo tiene cáncer; hay un manejo por la situación conmigo. Los métodos represivos que usaban en los penales siempre trataban de sacar partido de los problemas personales. Durante ese período hay una notoria y permanente observación de m¡ persona y un interés de que me lleguen las cartas, un interés de que yo esté al tanto de que Adolfo tiene una enfermedad grave, que tiene cáncer, que hay un riesgo de muerte. Hay un interés de observarme frente a todo eso. Creo que es el motivo por el cual las cartas me llegan. A mí me sirven esas cartas para ir siguiendo de alguna manera cuál es la situación de él, aunque el objetivo de ellos es otro. A mediados de junio entonces, comienzan las aplicaciones de cobalto, las que duran un mes y medio. Del hospital tienen que trasladarlo a un instituto de oncología. Lo llevan con un brutal aparato de seguridad. Casualmente el día que lo trasladan, una compañera llegaba al hospital y vio cuando lo traían, vio a Adolfo bajarse del vehículo. Era una camioneta blindada, totalmente cerrada, solo con los orificios para sacar las armas, dos ambulancias y otros vehículos y, por lo que vio, serían unos veinte o veinticinco guardias.
Después de las aplicaciones de cobalto empiezan con el tratamiento de quimioterapia.
Los médicos del instituto de oncología, que ya no son los médicos militares, sino los médicos de ese instituto, le dicen a Adolfo que la solución quirúrgica y las aplicaciones de cobalto pueden garantizar un 75%, si en dos años no se repite el tumor. Comienza el tratamiento con los citostáticos. En esta primera etapa, desde el 20 de abril hasta el 17 de octubre de 1981, Adolfo permanece en el hospital militar. Según el tratamiento indicado por Glaussius, se le deben administrar citostáticos cada tres meses durante dos años.
En octubre cuando a él lo trasladan al cuartel, a mí me internan en el hospital militar por problemas de columna para hacerme fisioterapia.
En la sala hay una compañera tratada por un problema oncológico y se da que Glaussius asiste a la sala. Lo abordo, me presento, le digo quién soy, entonces él tiene una actitud muy reticente, no quiere contestarme, e incluso en determinado momento se pone a pensar de quién le estoy hablando, cuál es su paciente. Tengo que recordarle que se trata de un preso que está solo, aislado, que lo tienen en los cuarteles. Le insisto mucho, le pregunto si él conoce las condiciones en que vive Adolfo, que él tiene toda la autoridad y toda la responsabilidad para decirme cuál es su diagnóstico, y soy la esposa de Adolfo, que tengo el derecho de preguntarle, que estoy presa y mi marido tiene una enfermedad que está lindando con una posibilidad de muerte, posibilidad de la que soy absolutamente consciente. Contesta que no se puede dar información ni a familiares ni a las personas que se quieran interesar por su salud, y que al ser yo un familiar más, no me puede dar información. Le vuelvo a insistir y termina diciéndome que la situación de Adolfo no es grave, que ha reaccionado muy bien a los citostáticos. Luego yo me entero que no fue así, que tuvo una reacción inmediata de rechazo al tratamiento con vómitos y diarreas. Al poco tiempo recibo una carta de Adolfo donde me cuenta que pasó mal, que inclusive tuvieron que darle oxígeno y una transfusión. El 13 de octubre comienzan a darle citostáticos y el 17 lo llevan al cuartel de Durazno en condiciones de vida terribles.
TESTIGO
Jorge Manera Lluveras
En mayo de 1980, nos llevan a Paso de los Toros, al cuartel, a Wassen, a Engler y a mí. Anteriormente habíamos estado en cuarteles separados y es en esa oportunidad en que nos juntan a los tres.
Estamos en un local donde hay diez pequeños calabozos. A nosotros nos tienen en calabozos separados y distanciados unos de otros. Las puertas -de dichos calabozos- son de rejilla de madera, por lo que permiten escuchar perfectamente todo lo que pasa en los demás. Aunque estábamos incomunicados, no nos permitían hablar, a pesar de eso, en algunos descuidos de los guardias algunas palabras podíamos cruzar, e inclusive yo oía conversaciones de los otros compañeros, en particular de Wassen con los guardias o con autoridades a quienes él planteaba su problema, el caso concreto de su enfermedad.
Cuando llegamos a Paso de los Toros, él ya sufría dolores intensos en la nuca y zona cervical. Había pedido asistencia médica pero le habían restado importancia. No sé exactamente si le habían hecho algún diagnóstico en el otro cuartel, creo que no. Cuando ingresamos al cuartel, hay un control médico, el cual se da siempre a la entrada y salida, es decir cuando nos hacían traslados. Adolfo plantea sus problemas y el diagnóstico que le hacen es contractura muscular y en base a ese diagnóstico es que lo empiezan a tratar dándole medicamentos, desconozco cuáles. Los dolores siguieron durante mucho tiempo, meses, intensificándose cada vez más. En determinado momento comenzó a tener una inflamación en la zona cervical que fue creciendo.
En ese momento cambia el diagnóstico, le dijeron que lo que tenía era un proceso infeccioso y empezaron a tratarlo aunque no conozco exactamente qué medicación le daban. Nosotros no llegamos a oír los nombres de los médicos del cuartel. Uno de los enfermeros era de nombre Moreyra y habían otros dos, pero no recuerdo sus nombres. La inflamación continuó agrandándose, llegando a tener un aspecto deforme. Yo a veces lo podía ver, sin hablar, pero se lo podía ver fugazmente al cruzar por la celda donde él estaba y, la inflamación llegó a tener las dimensiones mas o menos de una naranja o de una pelota de tenis. Tal es así, que tenía que estar con la cabeza inclinada, no podía enderezar el cuello. A esa altura ya padecía dolores muy intensos desde hacia ya mucho tiempo. A veces le daban inyectables para calmarle el dolor, hasta que en abril del 81, o sea un año después del ingreso allí y, tal vez un año y medio después que empezó a sentir los síntomas, lo llevaron al hospital militar. Allí estuvo aproximadamente un mes y medio o algo más, quizás. Cuando vuelve, supe que le hablan extraído un tumor, que le habían hecho cirujía y tratamiento con bomba de cobalto y quimioterapia. Vuelve sintiéndose bien, aunque muy debilitado; había perdido un poco los movimientos de la cabeza, pero tendía a recuperarse. Trae la indicación de hacer tratamiento de quimioterapia y bomba de cobalto, para lo cual tenían que llevarlo al hospital periódicamente, cada cuatro o seis meses. Tenían que llevarlo -teóricamente- por indicación de los médicos del Hospital.
A nosotros nos sacan de ese cuartel en mayo del 82, o sea diez meses después de la operación. Durante ese período a él lo llevaron dos veces al hospital, es decir que no cumplieron con los plazos estipulados, para el tratamiento. Adolfo estaba en las mismas condiciones de vida que nosotros. Las celdas eran pequeñas, eran divisiones hechas con bloques, dentro de un galpón construido con chapas de zinc, muy antiguo y en muy malas condiciones
Se llovían todos los calabozos; los días de lluvia tendamos que taparnos con nylon, pues si no, nos mojábamos nosotros y todas las cosas que teníamos dentro de la celda. Eran semi-subterráneas y muy húmedas.
En esas condiciones estuvo desde que le dieron el alta en el Hospital, hasta que nos retiraron de ese cuartel; inclusive uno de los muros, justamente el que estaba frente a la celda de Adolfo, estaba siempre humedecido por filtraciones del cuarto de baño -que se encontraba del otro lado de ese muro y a un nivel superior al piso de los calabozos- de las aguas servidas, filtraciones que mojaban el muro e inclusive el piso en forma permanente. En ese cuartel las condiciones higiénicas eran pésimas. El tratamiento no se cumplió, se hizo irregularmente. Cuando nos separaron, él se sentía bien, había recuperado su estado físico general y no habían aparecido aún las metástasis que se le produjeron luego.
Con Wassen no hicieron ninguna excepción, en lo referente a comidas o trato de la guardia, él recibía el trato normal que todos los presos. En mayo del 82 nos separan, y vamos a distintos cuarteles, Wassen queda solo en el cuartel de Durazno.
Yo estuve en una oportunidad en Durazno, fue un traslado que nos hicieron por veinticuatro horas por motivos que no conozco. Pude intercambiar algunas palabras con él. Eso fue bastante después, a mediados del año 83 y en esa oportunidad él me informó que lo habían operado por segunda vez. Ya se sentía mal, posiblemente se deba a que se manifestaban nuevas metástasis. Como en dicha oportunidad pude hablar muy poquito con él, simplemente pude saber que lo habían operado pero no supe en qué condiciones le estaban haciendo el tratamiento. En Durazno el local es un poco mejor, pero las condiciones de vida son muy malas; en ese cuartel no dan recreo y el aislamiento es total, en un calabozo con luz artificial -como en todos lados- y en el resto de las condiciones es más o menos igual que en los demás cuarteles. Que yo sepa, con él no hicieron ninguna excepción.
Leer: ADOLFO "NEPO" WASSEN ALANIZ II
3/5/08
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