Los silencios, la ruptura de los silencios, la sonrisa de las mariposas.
¿De quién son estos silencios?
¿Acaso puede alguien escucharlos?
Mi silencio esconde el miedo.
La vergüenza por haber sentido miedo.
Mi silencio habla de vivencias.
Dolorosas, de la tortura y de la muerte.
Habla también de la risa y de la vida de una adolescente.
Es que los silencios tienen el cuerpo oscuro de un secreto
hablado internamente.
Tienen el rostro de la culpa, esconden las vivencias.
En algún rincón no tan oscuro de tu mente.
En algún rincón no tan oscuro de tu casa y de tu pueblo.
Y posibilitan, solamente por un tiempo, cierto tipo de supervivencia.
De mariposas
Era hermoso ser adolescente, a pesar de llorar seguramente lo que pierde toda adolescente y de haber llorado también el lugar de la infancia, la salida de mi pueblo. Era el año 1971, mi hermana debía venir a estudiar a Facultad de Medicina, atrás quedaban los amigos, nuestra gente, 12 años de mi vida. Sí, se sentía placentero descubrir nuevos mundos, ser adolescente y llegar a la capital, verla por primera vez, conocer el Río de la Plata, vivir al lado del palacio blanco de las leyes que señorial y majestuoso reinaba en aquella loma, como controlando todo: la ciudad, el río, la gente. Rodeado de calles afluentes y de verdes para que cualquiera pudiera llegar a él.
Creí tener suerte, vivir en la Aguada, a una cuadra del palacio desde donde se legislaba mi país, a la vuelta de la calle Agraciada, a pocas cuadras del liceo en el que pasaría parte de mi adolescencia. Orgullosa de mi adquisición del rol de liceal, aspecto que implicaba ser “adolescente”, y de mi liceo que se llamaba Héctor Miranda.
Un mundo nuevo se abría para mí, de la niñez a la adolescencia, de la escuela al liceo, de mis pagos a la gran ciudad. Pequeña primavera de años locos. Era lindo ser adolescente, vivir tu propia primavera, ver tu cuerpo transformarse, crecer. Mirarte en el espejo, hallarte bonita y metamorfosearte en mariposa. Con alas, por supuesto.
De supervivencia
Era un salón amplio, ventilado. Había faltado un profesor pero no nos dejaban ir la recreo. Antes, cuando faltaba un profesor íbamos a la cantina. Mi liceo tenía una hermosa cantina que daba a un patio con árboles y flores. Era cosa de adolescentes el intercambio en grupos, y esperábamos conversando la próxima hora de clase.
Ahora estábamos allí, encerrados y encerradas mientras aquel hombrecillo nos leía revistas y cosas que no recuerdo. Mi cabeza mirando otra espalda y otra espalda. Estaba prohibido recrear, disfrutar, solamente había que escuchar al hombre de la cabeza pelada y tan brillante como sus zapatos, que ocultaba su mirada tras unos lentes oscuros, al que nosotros/as le habíamos puesto pif (pequeño insecto fastidioso). Se llamaba Molinari y no era un adscripto, era lo que entonces se llamaba un “tira”. Estábamos en el salón encerrados y encerradas. Sería el año 72 o 71, casi siempre se me confunden las fechas en las memorias de mis silencios.
¡Cómo recuerdo este gran silencio! Quizás mi primer gran silencio, el más cobarde, el más real, el que más me duele con el tiempo, el silencio primero de la supervivencia. El pif dijo: “Les vamos a leer la lista de sediciosos que se han encontrado responsables de ‘asociación ilícita para delinquir’”. Comenzó a leer y de repente nombró a mi padre. El nombre hizo eco en mis oídos, una especie de nebulosa, un temblor de la nuca a los pies, quizás mi primer temblor, casi me mareo. ¿Mi padre un delincuente ¿Mi padre, un profesor estudioso y solidario, siempre preocupado por los demás, un delincuente?
Creo que allí comencé a aprender a disimular mis sentimientos. Miré a mi alrededor, nadie me miraba. Nadie sabía que era mi padre. Siento que debí gritar ¡Es mi padre y no es un delincuente! Su nombre resonaba en mis oídos mientras yo, en vez de gritar, me volvía cada vez más pequeña en el asiento, como para pasar desapercibida. Creo que crecí Cosa de supervivencia, ¿no?
Tira era un milico de investigaciones destinado a vigilarnos disfrazado de civil para que no se supiera que era milico.
El palacio de leyes verdes.
El color verde fue un color que nunca me gustó en mi adolescencia, recién hoy puedo ver el verde como la vida, el oxígeno, y por qué no, la esperanza.
Dejo hoy todavía un espacio blanco en mi pensamiento para recordar el día que todos conocemos con exactitud. Porque aún hoy con mis 44 años debo hacer un esfuerzo para recordar las fechas. Los recuerdos vienen a mí pero desordenados y me cuesta saber qué es lo que pasó antes y qué después de este día oscuro que voy a describir.
Yo ya no vivía en Montevideo. Sé que a papá lo habían llevado preso. No sé si la definitiva, de la que nunca retornó, fue antes o después de este día. Papá ya desde hacía mucho tiempo casi siempre estaba preso. Sí recuerdo que como no teníamos ingresos, mamá todavía no trabajaba, y los alquileres era más baratos en los aledaños, nos habíamos mudado a Las Piedras. Todos los días de mañana tomaba el codet para ir al liceo. Era simbólico para mí. Mi vida giraba siempre en torno al palacio de leyes. Como yo quería tanto ese grupo de amigos de Montevideo, no me habían cambiado de liceo. Me bajaba cuando el ómnibus daba la vuelta, debía cruzar el Palacio Legislativo y corriendo cruzar Agraciada, agarrar por Hocquard y dirigirme a mi liceo. Ese día mi palacio blanco, el de mi papá, el de todas y todos, el nuestro, ya no se encontraba visible, en su lugar un cúmulo de verdes, el verde en las diversas formas de la guerra, verde oscuro sin oxígeno, lo escondía.
Tanques de guerra inmensos con armas que nunca había visto. Milicos camuflados, caballos disfrazados de verde sosteniendo verdes uniformados, metralletas. Armas, muchas armas. Verde, mucho verde, las leyes arbitrarias iban a ser de los verdes. Qué color horrendo el verde de la guerra, de la muerte, de las leyes injustas, de los no derechos. Por supuesto que en ese momento nada sabía, sólo presentía el peligro, sentía un malestar que recién comenzaba y que más adelante podría describir relacionado a ese verde de la guerra y de la muerte. Solamente pensé en volver a casa, con mi madre y mi hermana. Bajé del ómnibus apenas pude, crucé y tomé otro de vuelta a Las Piedras. Tenía 14 años, creo, y tenía miedo, mucho miedo. Cuestión de supervivencia, ¿no?
Luego me enteré que las Fuerzas Conjuntas habían dado el golpe de Estado, era el 27 de junio de 1973 y mi palacio blanco majestuoso dejaría de legislar, porque de aquí en más al país lo dirigían esos “horrendos hombrecillos de verde”.
La huida de las mariposas I
Teníamos gimnasia. No me gustaba mucho la gimnasia, a no ser la rítmica, pero después de aquello creo que cada vez me gustó más. De seguro algún tipo de asociación no para delinquir, pero sí para recordar, aunque fuera desde los oscuros lugares de nuestra mente o de nuestros cuerpos.
Salimos de gimnasia, sonrientes, como sonríen los jóvenes sanos en su primavera, era cerca de la nochecita. De pronto una “chanchita” paró en el medio de la calle y los milicos se bajaron en el medio de la calle apuntando con su metralleta, no importando nuestras edades. Corrimos y corrimos sin mirar atrás mientras escuchábamos los disparos, con la inconsciencia de los 14 o de los 13 años. Al dar vuelta la esquina pedimos cobijo en la casa de una compañera, pero no nos dejaron entrar. Con otra amiga corrimos como seis cuadras hasta llegar a mi casa, en donde estaba mi madre. Otra vez el frío recorriendo mi cuerpo desde la nuca hasta los pies.
Cuestión de supervivencia, ¿no?
Chanchita se le llamaba a una camioneta cerrada que iba llena de milicos armados y que por cualquier parte te detenían, y si no tenías cédula te llevaban en lo que llamaban razzias.
De grupos I. Fuenteovejuna
A pesar de todo, por momentos era lindo ser adolescente, reír, agruparse. No sé cómo hicimos pero logramos un buen grupo, a pesar de tantas prohibiciones.
Un día un compañero le puso un ratón en el salón a la de música, no recuerdo su nombre, pero era muy desagradable. Cuando entró al salón pegó un grito y salió corriendo. El pif nos llamó, y no sé quiénes eran los directores, ni los nombres, guardo grandes lagunas para algunas cosas concretas. La cuestión es que nos llamaron uno a una para que dijéramos el nombre de quién había sido el que había cometido la acción porque iba a llevar un deficiente. Todos/as sabíamos quién había sido pero nuestra respuesta fue una: “No sabemos quién fue, señor”. Y pensar que no habíamos leído el libro de Lope de Vega, y fuimos todos y todas uno: Fuenteovejuna.
Éramos jóvenes, muy jóvenes y aunque estábamos en época de gran represión conservábamos los valores esenciales: aquello de que la unión hace la fuerza. Nos llevamos el deficiente toda la clase. ¡Qué orgullo!
Es también cuestión de supervivencia, ¿no?
De grupos II. Mi madre dialogando con el pif
Está claro que éramos sobrevivientes y para ello usábamos determinados mecanismos de supervivencia como mantener el derecho a la risa y a los momentos de alegría que tiene la adolescencia.
Un día mi madre fue al liceo para saber cómo marchaba yo. Por supuesto que con quien tenía que hablar era con el pif. No sé, pero ahora que trato de recordar parece que el único ser adulto profesor, adscripto o... milico en el Miranda era el pif. Obviamente, opacó otros recuerdos de esa parte de mi vida esa figura autoritaria. Pero bien, el asunto es que un grupo nos escondimos en la escalera a escuchar la conversación y escuchamos el diálogo:
Mamá —Señor pif, ¿cómo le va a mi hija?
El pif —Bien, señora, no se preocupe –contestó con su reluciente pelada, yo diría casi encerada con la misma pomada de sus zapatos–. La chica tiene buenas notas.
Nosotros/as en la escalera reíamos apretadamente para que no nos escucharan. Mamá en su inocencia acababa de decirle a este Molinari “señor pequeño insecto fastidioso”.
Y él había disimulado que no entendía. Nunca voy a olvidar la cara de mi madre cuando luego en casa le expliqué que ese señor no se llamaba pif, que era un epíteto que nosotros/as le habíamos puesto por lo molesto de su presencia.
La huida de las mariposas II
Como cuando al palacio lo disfrazaron de verde, a mi liceo lo tomaron los fascistas. Nunca sé qué fue primero y qué después, aunque la lógica me dice que para qué los jupistas iban a tomar el liceo si ya estuviéramos en dictadura. Pero ya sabemos que la lógica es la lógica y los afectos son los afectos. Y te trampean la memoria. Pero nos trampearon la memoria sólo por un tiempo y sólo en la apariencia.
Y se dieron asambleas, por supuesto de los más grandes, discusiones, reuniones permanentes, y de pronto: mi liceo ocupado. Creo que fue uno de los pocos liceos ocupados por la jup (Juventud Uruguaya de Pie), la ultraderecha. ¡Qué mala suerte!
No recuerdo cuánto tiempo duró, lo que sí sé es que poco después me cambié de liceo para Las Piedras. Eran muchos los riesgos viajando a Montevideo, además debía hacer amigos y amigas en el lugar de residencia. Y bueno, me huí para Las Piedras. Por la supervivencia, creo.
De exilios internos: el secreto
...Mil palabras de luces y de colores
Hablaban de tristezas y de alegrías
Saludando al mundo, se expandían.
Hemos roto el silencio
Y en el alba de palabras y algarabía
Recuperamos tanta vida que se perdía.
Hemos roto los silencios y
Qué suerte, al hablarnos nos encontramos.
Setiembre de 1996 (lectura pública)
El secreto fue parte de nuestra vida en la nueva ciudad. Hacer amigos y amigas por suerte siempre fue una parte importante de mi vida, no había perdido el deseo de socialización. Pero los silencios fueron parte de esta vida. Los secretos junto a ellos. Porque los silencios eran el manifiesto del gran secreto y con él, el miedo era nuestro compañero diario, aunque no pensáramos en ello. Vivíamos el terrorismo de Estado. Los silencios eran algo nuestro, pocos amigos sabían nuestra historia, y había que sobrevivir con el secreto familiar.
También había que ser medianamente normal sabiendo del sufrimiento de los otros. La negación y la escisión eran mecanismos necesarios para la supervivencia. ¿Cómo ser adolescente y reír en medio de la dictadura, ir a bailes, tener novio, cuando tu padre estaba preso, cuando las violaciones a los derechos humanos eran lo corriente en nuestro país? Obviamente que los silencios nos marcaron y el secreto nos hacía diferentes en el medio que nos movíamos. Aisladas, y transportadas a un medio extraño y diferente al nuestro, hacíamos nuevos amigos/as pero no sabíamos de sus historias. Y supimos de silencios que dejaron heridas y que sólo comenzaron a sanar cuando pudimos romperlos.
Las mariposas siempre retornan: tienen alas
Desaparecido/a
Aquella flor deshojada
Te muestra
Como un espacio vacío
Como un silencio.
Como sin nombre
Nombre sin cuerpo.
Triste silencio que atrapa
Y a tu historia
La envuelve la nada.
Han estrujado flores en primavera
Han vestido de rojo
Muchas historias
Y han querido borrarlas
De nuestras memorias.
Pueblo corazón herido
Cicatriz que nunca sana
Llora tu sangre
Y te recuerda
Eres nuestra historia.
Setiembre de 1996 (lectura pública)
Después de cierto tiempo, ya grande, comencé a recordar cada vez más fuerte. Aquella información recibida por las radios y la televisión en el setenta y pico largo, 76 o 77.
Cadáveres mutilados aparecían en nuestras playas. Dicen que eran coreanos. Cadáveres, sí, cadáveres mutilados, en nuestras costas. Esa imagen la guardo siempre conmigo, como símbolo. La lloro y la siento como si la hubiera visto. Como una muestra de lo horrendo, del espanto, de la muerte misma golpeándonos desde afuera a los ojos. Recordando, devolviendo, mostrando a nuestros seres queridos. Quizás ellos/as mismos apareciendo cuando los habían desaparecido para que a pesar de la aparente anestesia de nuestro pueblo, no los/as olvidáramos. Algo oculto trabajaba en mi interior, algo de lo siniestro, de lo horrendo de esos asesinos. Hoy siento que esa imagen no vista por mis ojos es tan fuerte como ninguna otra en mi vida, y a solas conmigo en noches de luna en la playa las encuentro y los encuentro, se que están conmigo. Mi padre, los desaparecidos, mis propias vivencias, siempre estarán conmigo, una parte de nuestra historia que no quiero olvidar. Porque, por suerte, las mariposas retornan y tienen alas.
De víctimas supervivientes
Hoy puedo decir que hace ya un tiempo que vencí la vergüenza de sentir. Cuando convocaron a “Memoria para armar” me presenté con un trabajo que más que testimonio de vida real es un testimonio acerca de un sentir, de un sentir que pienso sea el de una parte de nuestra gente. He seguido de cerca vuestro trabajo pero en silencio. Increíblemente este segundo texto de “Memorias” me ha remitido a testimoniar mis propias vivencias, sin vergüenza de mostrarme. Ya no las consecuencias de la historia de él, sino mis propias vivencias como hija en aquella época. Siento que he sido una sobreviviente a la violencia de este terrorismo de Estado, sólo por ser hija. Como víctima he tenido culpas, he tenido vergüenza de lo no hecho. Vergüenza y culpa por no haber sido una “valiente heroína”, por ser simplemente “humana”. Me sentí cobarde porque no supe a los 12, 13 o 14 años defender a mi padre, tomar decisiones y generar cambios; porque guardé secretos, sentí miedos, desconfié y me cuidé. Errada o no, así viví por un tiempo. Debo convivir con esto. Sin embargo no perdí la trasmisión cultural solidaria y en valores, el legado de mis antecesores, padre, madre, amigos. Y los/as amo. Amo a todos y a todas los y las que están: los y las que no están: a quienes conozco físicamente pero que sufrieron tanto, hermanadas y hermanados en la historia, nuestras historias. Mis terapias seguramente me han afirmado una necesidad de reparar lo que no ha sido reparado. Hago a un lado la vergüenza y la culpa que tomé prestada por alguna suerte de desplazamiento de los sentimientos que deberían haber sentido nuestros victimarios. La vergüenza sobre todo por no haber dicho “es mi padre y no es un delincuente”. Sé que esa actitud me salvó de peligros. Son “cosas de supervivencia” y tengo que convivir con ellas.
Hoy, el legado y el ejemplo de mis antecesores junto con mis estudios y mi firme vocación social me han ayudado a ser sumamente firme en mis convicciones y en la defensa de los derechos humanos y de determinadas ideologías en las que no transo. Sé que no todo está perdido, al contrario, llevo conmigo ese pájaro que en su vuelo me ha arrimado su utopía. A pesar de todo, al final de cierto trecho pude, al fin, sonreír alas de mariposas y reformular mis propias utopías.
Es también cosa de supervivencia el tener alas y reformular las utopías, ¿no es así?
Autora: Toledo, Mirta
Memoria para Armar
9/9/07
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