Angustias y tensiones de tres políticos uruguayos condenados a muerte
En marzo de 1976, luego de un golpe de Estado, el general Videla asumió de manera cruel y despótica la presidencia de Argentina y todos los exiliados políticos huidos de la dictadura uruguaya sufrieron las consecuencias. Dos de los más representativos fueron asesinados. Otro se salvó por haber escapado a tiempo
"Primero mataremos a los subversivos, después a sus colaboradores, después a sus simpatizantes, después a los que permanezcan indiferentes. "
General Ibérico Saint Jean, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, durante la dictadura del general Jorge Rafael Videla.
General Ibérico Saint Jean, gobernador de la Provincia de Buenos Aires, durante la dictadura del general Jorge Rafael Videla.
—No me acompañes —me dijo sin tratar de ocultar su angustia— me han dicho que quieren matarme. Puede ser una falsa alarma, pero no tenés por qué exponerte.
Fui con él igual. No por valiente, sino porque no le creí. Aquel Zelmar se había transformado en otra persona muy distinta a aquella con la cual había estado almorzando tres o cuatro meses antes en un restaurante de la calle Maipú, a una cuadra de su hotel. Había envejecido notoriamente, las desdichas se le habían acumulado en la espalda, la delgadez le afilaba el rostro y en su voz se percibía claramente el desánimo. Recuerdo haber seguido caminando con él Corrientes abajo hacia la calle San Martín, donde estaba el diario La Opinión. No podré olvidar nunca su andar lento, de anciano prematuro ni su aplastante tristeza. Creo que fue en aquella oportunidad —abril de 1976, Semana de Turismo— que me hizo una confesión terrible.
—Lo de Elisita me está volviendo loco, Negro. Cada vez que denuncio lo que pasa en nuestro país, la torturan y para que no lo hagan, debo callarme y hacer de cuenta que allá no sucede nada. La semana pasada un mal nacido me llamó por teléfono desde Montevideo y me hizo una propuesta inmunda: si hablaba bien de la dictadura, la dejarían en paz.
Al llegar a la puerta del diario donde trabajaba, no me despidió apretándome el brazo, como le era habitual hacerlo. Me dio un abrazo largo y apretadísimo en el que descargó toda su angustia. Luego se dio vuelta y escondió los ojos, que habían sido tremendamente penetrantes y ya no lo eran. Fue la última vez que lo vi con vida.
Esa misma Semana Santa, la familia de Wilson Ferreira Aldunate estaba reunida en La Panchita, un establecimiento de tambo que habían comprado en setiembre del 74 en la localidad de El Pardo, a cuatro horas de ferrocarril de Buenos Aires. La situación política ya no era la misma que se vivía en los días de su traslado del Uruguay. El 24 de marzo se había producido el golpe militar del general Rafael Videla, el ambiente argentino estaba enrarecido, empezaba a concretarse la Hermandad de las Espadas y los exiliados orientales vivían pendientes de rumores inquietantes. La familia Ferreira había pasado junta un largo verano, aislada del mundo político de Buenos Aires, protegida por una paz bucólica pero engañosa. Wilson sostenía que en aquel establecimiento, alejados y casi desapercibidos, no corrían el menor peligro. Sin embargo el continuo pasar por encima de la chacra de los helicópteros del ejército argentino, presagiaban otra cosa. Para tranquilizar a su gente, Wilson sostuvo la tesis de que seguramente por las Fuerzas Armadas habían detectado por allí cerca algún campamento sedicioso, un pretexto en el cual él no creía y los demás tampoco. En esos días, en una breve estadía en la capital argentina, había hablado con Michelini y lo había encontrado por primera vez muy abatido. Incluso éste le había confiado que lo único que le daba cierta tranquilidad, era que había podido comprar mediante un préstamo hecho por el dueño del Hotel Liberty donde se alojaba, un quiosco callejero que podían atender sus hijos en caso que a él le pasara algo. El significado de la palabra algo había quedado sobreentendido y tenía un sonido de tragedia.
En enero de 1976, Héctor Gutiérrez Ruiz y su esposa Matilde Rodríguez, acababan de regresar de Europa donde el ex Presidente de la Cámara de Representantes había viajado por invitación del Parlamento Europeo. En España, donde los dos tenían familiares, habían analizado la posibilidad de instalarse para huir de la precaria estabilidad argentina, por lo menos hasta que los hechos de Uruguay volvieran a su normalidad. Pero la habían desechado: el Toba, que era un permanente optimista, sostuvo una vez más que no valía la pena, porque el regreso a Uruguay no podía demorar. Sin embargo su deterioro físico, la imprevista llegada de su vejez, su encanecimiento, indicaban que las preocupaciones recorrían otros camino menos explícitos. Había rebajado quince quilos desde el comienzo del exilio y le ocultaba cuidadosamente a Matilde las amenazas de muerte que recibía de la Triple A y las advertencias que le hacían las personas que venían del Uruguay. Tenía un comercio con dos amigos, visitaba seguido a Wilson a su chacra de El Pardo, vigilaba la educación de sus cinco hijos, asistía con Matilde a algunos cursos. Tenía cuarenta y dos años, su esposa treinta y cinco y una vida entera por delante que habrían de asumir no bien pasara la tormenta uruguaya. Bien valía la pena esperar.
Todos los testimonios de sus hijos y sus amigos que pude recabar diez años después para la realización del libro Ni muerte ni derrota (Ed. Atenea, 1987), coincidieron en que Zelmar unía a la inmensa pesadumbre por la situación de su hija, un creciente temor por su vida que a veces se animaba confesar. Por una resolución adoptada por el ministro de Relaciones Exteriores de Uruguay Juan Carlos Blanco y enviado a las autoridades argentinas, no había podido renovar su pasaporte, lo cual le impedía viajar. Cinco semanas antes de su secuestro le había escrito al doctor Carlos Quijano: "Yo sigo sin documentos, pero no me han molestado. Mis cosas igual; la hija sigue muy mal tratada. La quieren enloquecer y también a mí. Le aseguro que todo este proceso me tiene muy angustiado pues es evidente que la tienen como rehén. En cuanto a mí, no me molestan. Yo hago todo lo posible para que sepan que no existo".
Claro que casi nunca podía evitarlo. La recepción del Hotel Liberty donde vivía estaba siempre llena de políticos que iban a visitarlo, de refugiados que le pedían ayuda, de amigos que le imploraban que ya que no podía viajar, se asilara en una embajada. Su hijo mayor Zelmar Michelini Delle Piane, quien me escribió desde París con el objeto de colaborar con el libro antes citado, decía en esa carta: "Mi padre se había resistido totalmente a abandonar Buenos Aires, a pesar de que estaba enterado de lo terrible y salvaje que era la represión contra los Montoneros y el ERP. Posiblemente se hubiera convencido poco a poco que iba a ser inevitable abandonar la capital argentina, pero la idea de alejarse de Elisita (presa y torturada en Uruguay), de la familia, del país, de sus amigos y de Buenos Aires le resultaba insoportable. Puede ser que no haya creído que los métodos que se estaban utilizando contra la guerrilla se fueran a extender a toda la sociedad argentina. Que haya pensado que él seguía siendo intocable por su condición de senador y que en todo caso signos inequívocos anunciarían la hora en que no habría más intocables, la hora de partir. Pero seguramente nunca pensó — nunca llegaría tampoco a saberlo— que el anuncio de la barbarie desatada, la clave que estaba esperando, iba a ser su propio asesinato".
A partir del desplazamiento del poder de Isabel Martínez de Perón que dio lugar a la feroz dictadura del general Videla, la situación de los exiliados uruguayos en Buenos Aires empeoró rápidamente. La absoluta impunidad con que se aprehendía (o se secuestraba o se mataba o se hacía desaparecer) a los activistas de la izquierda y de paso a todos los de la oposición, hizo pensar a Wilson que de pronto tampoco era seguro ya su refugio del ex tambo La Panchita en plena provincia de Buenos Aires, donde vivía desde hacía meses luego de dejar el apartamento de la calle Cangallo y alquilar uno muy pequeño en Corrientes Angosta donde junto con su señora Susana Sienra, permanecían los pocos momentos que pasaban en la capital. Para aventar dudas y aclarar sospechas, a las pocas semanas de asumir Videla le pidió al Toba Gutiérrez que hablara con el Jefe de Policía de Buenos Aires, general Villar para pedirle garantías. La respuesta de jerarca fue: "No les puedo ofrecer nada porque ni yo me siento seguro". Tuvo razón: poco tiempo después, Villar moría fraccionado en cien pedazos cuando una bomba que una miembro del ERP que se había hecho amiga íntima de su hija, hizo estallar en una lancha mientras el general navegaba por el Tigre. Wilson, que acababa de regresar de Estados Unidos donde se había entrevistado con Edward Kennedy, pasó su último verano en Argentina. En la chacra tenían un tanque australiano que les servía de pileta y al decir de su viuda y su hija Babina, casi no se movía de al lado de la parrilla. De allí tuvo que huir a las pocas horas de secuestro de Michelini y Gutiérrez Ruiz.
Poco después de irse para Londres y luego de haberla vendido en condiciones muy desventajosas, dada la premura, cincuenta agentes especializados irrumpieron una madrugada arrastrándose por los campos y destrozaron todo. Al verlos avanzar en la media luz, los caseros pensaron que se habían escapado los chanchos.
Debido a la distancia que separaba Buenos Aires del establecimiento de campo que había comprado Wilson, Héctor Gutiérrez Ruiz ya no lo veía tan seguido. En cambio el primer año del exilio el contacto había sido diario y permanente y las reuniones después del almuerzo en el viejo café Tortoni, con compañeros expatriados y los amigos que acudían de Uruguay se habían vuelto un punto de referencia. Por supuesto que los elementos del gobierno (argentino o uruguayo, a esa altura era casi lo mismo) también lo sabían y en alguna oportunidad fue preciso expulsar de las reuniones a quienes acudían a cumplir su función de espías. Pero a principios de mayo de 1976, todo fue muy diferente. Las entrevistas con Ferreira Aldunate y con Michelini comenzaron a ser mucho más reservadas y pese a que ninguno de los tres era de alarmar a sus familias, las tensiones los delataban. "La visita de Juan Carlos Blanco (a Buenos Aires) fue cuatro días antes del secuestro y el golpe fue el 24 de marzo". —contó su viuda Matilde Rodríguez en el largo y excelente reportaje de la periodista Lil Bettina Chouhy publicado en el libro Matilde Ed. Trilce, 1988)— "Recuerdo que salió un decreto a propósito de los residentes extranjeros que decía que si el gobierno de facto entendía que molestaban y que no era bueno que estuvieran en el país, se les avisaría que se fueran con 24 horas de anticipación. Toba fue al campo a hablar con Wilson del asunto y entendieron que ese decreto de alguna manera era una garantía de que habían tenido en cuenta la situación y que la iban a resolver de alguna manera. Hoy parece de una ingenuidad absoluta, pero hasta ese momento no hicimos carne de los datos sobre las desapariciones que ocurrían. Sabíamos de las amenazas de la Triple A, pero las cosas más terribles recién empezaban".
El retiro de su documentación quebró el ánimo del senador Zelmar Michelini, quien en ese momento tenía resuelto un viaje a los Estados Unidos, donde habría de entrevistarse con miembros del Congreso e integrantes de Amnesty Internacional con el fin de informarles lo que estaba sucediendo en Uruguay. Las gestiones realizadas por la periodista norteamericana Louise Popkins, una eficacísima intermediaria que se movía muy bien en las más altas esferas de aquel país, había dado resultado y el traslado estaba previsto para la semana inmediata. Sin embargo las autoridades de la dictadura, seguramente informadas con precisión, llegaron antes y promovieron la anulación de su pasaporte. En ese momento —28 de abril de 1975— Michelini le había escrito a Louise Popkins una carta desalentada cuya fotocopia, la misma periodista me hizo llegar: "Me cuesta mucho escribir esta carta porque en el fondo significa el fracaso de todo cuanto habíamos planeado y hecho. Habrás recibido mi telegrama. Estos son los hechos. Ya estaba concedida la visa y reservado el pasaje. Me llamaron del Ministerio de Relaciones Exteriores. Ahí me atendieron muy bien y me dijeron que tenían que darme una mala noticia. Me mostraron una carta del Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay en la que comunicaban que mi pasaporte quedaba sin efecto y que por lo tanto el ciudadano uruguayo Zelmar Michelini carecía de documentación válida para poder trasladarse a cualquier país. Como comprenderás, yo me quedé desesperado, porque eso significa que no tengo ningún lado donde ir pues carezco de la documentación correspondiente. Y como no tengo papeles argentinos, soy prácticamente un hombre sin patria, prisionero en esta tierra. (...) No puedes imaginar mi rabia, mi desconsuelo, mi impotencia. Esta es una persecución que quiebra a cualquiera".
En la carta, que es bastante más larga, descartaba terminantemente los documentos falsos y sostenía que la única posibilidad de salir era la de que lo nombraran funcionario de las Naciones Unidas, pero se daba cuenta que eso era imposible. Aunque estaba escrita a máquina, adjuntaba un breve manuscrito final: "Luisa: no te imaginas lo triste que me ha dejado todo esto y la rabia que tengo. Al único (subrayado) uruguayo que le retiraron la documentación es a mí. ¡Te das cuenta! Hasta a los comunistas les dan el pasaporte. Un abrazo. ZM. abril / 28 / 75. Buenos Aires.
Un año después, a impulsos del general Videla, la situación de los exiliados se había vuelto insostenible. A poco de su asunción, como ya se ha dicho, la dictadura argentina había emitido un decreto por el cual se arrogaba la facultad de expulsar a los exiliados. Pero ahora había trascendido que el ministro del Interior argentino Albano Harguindeguy tenía en su poder un informe de las autoridades uruguayas por el cual se calificaba a algunos políticos emigrados de "Tupamaros de alta peligrosidad". Probablemente el agravamiento de las cosas había movido al presidente de la Cámara de Representantes del Uruguay Héctor Gutiérrez Ruiz a poner en venta el supermercadito que tenía con dos amigos uruguayos. De cualquier manera había ocultado sus prevenciones tanto a su esposa Matilde como a sus socios. En declaraciones efectuadas para el libro del periodista Claudio Trobo Asesinato de Estado (Ed. del Caballo Perdido, 2003) Matilde recuerda que "en esos días estaba vendiendo el comercio. (...) Pero ahora pienso que quizás inconscientemente quería disponer de alguna reserva por si tenía que irse. Enrique Schwengel, uno de los socios, declaró en el mismo libro: "El Toba era en general muy tranquilo. Decía que todo estaba bien, que no pasaba nada. Pero los días previos al secuestro, en la última semana detecté su inquietud". Lo interrogó y sólo obtuvo evasivas. No era fácil sacarle informaciones de ese tipo. Generalmente aportaba datos positivos pero de dudosa concreción. Sin embargo Schwengel lo encontraba desacostumbradamente nervioso y en ese momento, en un país como Argentina, totalmente desquiciado por la falta de garantías ciudadanas y en abierta lucha contra sus enemigos internos y los de la hermana dictadura uruguaya, cualquier paso en falso podía ser muy grave. En esos mismos días, además, estaban concretando la venta del comercio que tenían en común y la urgencia por los balances y los trámites finales tenían que ser prioritarios. Setenta y dos horas antes del secuestro, resolvió abordar al Toba, decidido a que le contara lo que parecía estar ocultando. Su respuesta, está en el libro de Claudio Trobo antes citado.
—"Estoy nervioso porque a China Zorrilla la amenazaron de muerte y como la quiero mucho estoy preocupado. Estoy nervioso porque tiene varias amenazas. "
Era la característica del Toba: cuando pasaba algo tiraba la pelota afuera. Pero yo no quedé muy conforme con esa respuesta. Eso fue la noche del 17. Después fuimos a tomar un café a un bar de Callao y Cangallo, frente al hotel Savoy. Conversábamos porque al otro día se hacía la transferencia del alquiler del local para el comprador, porque el negocio estaba prácticamente vendido. Hablamos de ese tema. Luego nos fuimos y me dejó en casa a eso de las once de la noche. Pero cuando hacíamos las cuentas en el negocio, le pregunté por Juan Raúl que hacía días que no lo veía y me dijo que estaba con Wilson en La Panchita. Y entonces golpearon la puerta y justo era Juan Raúl que venía a verlo. Yo me quedé sacando cuentas y él salió con Juan Raúl y volvió al rato a buscarme para ir al café, como dije.
Es seguro que el Toba Gutiérrez al igual que Wilson y Zelmar, estaba al corriente ciertas propuestas secretas de salida institucional que había traído el ministro de Economía Vegh Villegas, pero además era consciente que los riesgos que se vivían estaban llegando a su máximo punto de tensión. La misma noche de la conversación citada, los hechos demostraron que una cosa eran los riesgos y otra muy distinta la implacable crueldad de los operativos de la Operación Cóndor.
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