El 18 de mayo fueron secuestrados Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz y se intentó hacer lo propio con Wilson Ferreira. La noticia la dieron las radios argentinas - las nuestras recibieron orden de ocultar el hecho- y la información corrió entre la gente con gran rapidez. Las autoridades uruguayas en cambio no le prestaron atención. Ese día -aniversario de la Batalla de Las Piedras- el Presidente de la República y los militares del gobierno homenajearon a Artigas sorprendiendo en la ocasión el tono amenazante del discurso del comandante en Jefe del Ejército, general Julio César Vadora. Entre entusiastas aplausos, Vadora expresó: "Que el ejército no haya hecho públicas las responsabilidades que condujeron a la postración y anemia total del país, no significa que no se hayan constatado y no significa que los responsables puedan creer o alentar ambiciones de volver a recuperar los lugares de conducción en la política nacional. No se permitirá que se vuelvan a dar las condiciones que trajeron el deterioro del país y la desesperación de sus ciudadanos. Con estas palabras creo ser claro en cuanto a aventar de una vez por todas con ciertas creencias en la vuelta a sistemas y a hombres que fueron los causantes de que la inmoralidad y la subversión pudieran crecer en nuestro suelo patrio. (...) Nuestro ejército en tal sentido será alerta custodia del camino a transitar para que nunca se vuelva a estado de caos y de casi disolución a que habíamos llegado". Vadora no ahorraba palabras para referirse a las gestiones de salida institucional que había estado planteando el ministro Alejandro Végh Villegas en Buenos Aires menos de dos semanas atrás y se apuraba para cerrar todas las puertas. Los causantes de la inmoralidad y la subversión (es decir todos los políticos que no los apoyaban) no debían soñar con intentar un retorno a la democracia. Esa adversión a quienes habían desempeñado cargos políticos electivos hasta el 27 de junio de 1973, hizo que el ocultamiento de las desapariciones de Gutiérrez Ruiz y Michelini también fueran trasladadas a la prensa en los días siguientes.
Recién el viernes 21 de mayo, cuando los infortunados políticos uruguayos habían sido ya ultimados, los diarios montevideanos se animaron a anunciar su secuestro. Los textos de las agencias internacionales AP, ANSA y EFE, decían: "Buenos Aires. Tres exiliados uruguayos fueron secuestrados en el correr de los últimos días. Se trata del ex senador Zelmar Michelini, el ex diputado Héctor Gutiérrez Ruiz y el doctor Mario Liberoff. Este último dirigente comunista de los sectores docentes era argentino de nacimiento nacionalizado uruguayo y fue deportado por "agitador" en el correr de 1974. (...) Michelini y Gutiérrez Ruiz fueron sacados el lunes pasado de sus domicilios por un grupo de quince hombres de civil armados con ametralladoras que no exhibieron identificación. En el caso de Michelini sus familiares afirman que los secuestradores profirieron amenazas e incluso uno de ellos vociferó: "te llegó la hora". Los familiares denunciaron que les robaron dinero y efectos personales así como escritos y papeles del secuestrado. Los familiares requirieron después a la policía pero el Ministerio del Interior contestó que Michelini no estaba detenido ni en ninguna dependencia de la policía ni de la Federal. (...) Un vocero oficial dijo ayer que el gobierno del teniente general Videla se encuentra muy preocupado por el brote de secuestros de personas de izquierda en argentina, una larga nómina que incluye ahora a tres exiliados uruguayos. Las víctimas de estos grupos aparecen a menudo asesinadas".
Era difícil no compartir este último criterio y tanto los amigos y compañeros del Toba Gutiérrez como los de Zelmar tuvieron la certeza de lo peor. Los grupos represores parapoliciales en Argentina venían actuando desde la asunción de Videla con total impunidad y absolutamente por fuera de todos los controles. Muy pocos eran los secuestrados que habían reaparecido con vida y en estos casos las torturas habían sido atroces. La única esperanza estaba depositada en los fueros parlamentarios de los legisladores uruguayos, pero muy pocos creían que fueran efectivos. La mayoría de los familiares y allegados muy próximos a Michelini a quienes entrevisté para la realización del libro Ni muerte ni derrota (Ed. Atenea, 1987) estaban convencidos que a partir del secuestro ya no lo verían más. Diez años después, muchos de ellos me lo contaron, llorando. "Dadas las circunstancias que se vivían en la Argentina y acá y la significación de Zelmar sospeché que la cosa era definitiva" (Melchor Bergara). "Me enteré del secuestro en casa, escuchando la radio. Creo que lloré más ese día que el de su muerte porque intuí que no regresaba vivo. A todos los secuestrados los mataban. ¿Por qué iba a ser él la excepción?" (Jorge Bazzani). "Un tío de Zelmar, don Elbio Guarch, que me visitaba muy seguido, vino esa tarde llorando y me lo comunicó. Nos abrazamos y lloramos los dos. No aparece más" -me decía don Elbio. Yo trataba de convencerlo pero en el fondo también estaba convencido de lo mismo" (Isabelino Larraz). "Luego que se lo llevaron mis expectativas de verlo regresar fueron muy pocas. Por lo que estaba sucediendo, por lo que nos decían los periodistas que conocían a fondo la guerra sucia, era una posibilidad casi nula" (Luis Pedro Michelini Delle Piane). "Nunca creí en la posibilidad de su muerte. Isabel mi hermana que es muy observadora, un poco la bruja de la familia fue muy pesimista cuando se lo llevaron" (Rafael Michelini Delle Piane). "Yo albergué la esperanza que podíamos rescatarlo vivo. Mi marido, no. Yo creía que luchando y luchando lograríamos recobrarlo. Pero eso correspondía a una filosofía política que yo tenía entonces. Yo me daba entera, pero ahora veo que mi pensamiento de aquel momento era políticamente un poco primitivo. A mí me detuvieron dos meses después y me tuvieron casi cinco años. Y a mi hijo, mamá lo encontró porque una vecina mía conocía a un bagayero que traía mercadería por Colonia y le comentó que en el edificio había quedado solito un nieto de Michelini. Esa persona le avisó y le dijo dónde tenía que ir a buscarlo, porque como andábamos a monte, nadie conocía nuestra dirección". (Margarita Michelini Delle Piane). Era obvio que quienes eran capaces de secuestrar a una pareja y dejar a su hijo de pocos años abandonado, carecían de entrañas. Los amigos de Zelmar y del Toba que en aquel momento desestimamos las esperanzas estuvimos, desgraciadamente en lo cierto.
Aunque ellos siempre fueron reticentes en participar de sus temores a familiares y amigos, hoy se sabe con absoluta certeza que Héctor Gutiérrez Ruiz, Zelmar Michelini y Wilson Ferreira Aldunate, sabían en mayo de 1976, que los peligros personales a que estaban expuestos los exiliados uruguayos en la Argentina de Videla, en especial la de ellos, a los que la dictadura uruguaya acusaba temerariamente de tupamaros llegando hasta hacer colocar sus fotos en las comisarías como requeridos por la Justicia, había llegado a una situación imposible de controlar. Muchos años después. durante una entrevista que hizo el autor de estas notas al escribano Pedro Zabalza, en su casa de Minas, el ex senador nacionalista le contó que él tenía la información de primera mano, que determinado día de mayo de 1976 había salido de Montevideo un comando uruguayo con la misión de secuestrar y matar a los tres líderes políticos. Zabalza se encontró con el periodista Efraín Quesada que viajaba ese día a Buenos Aires y le pidió por favor que les avisara. Tal cual lo contó el propio Quesada en el libro Ni muerte ni derrota, apenas llegado a la capital argentina, fue al restaurante donde almorzaba habitualmente Michelini y le hizo saber las prevenciones de Zabalza. Pero Zelmar las desechó diciéndole: "Eso ya me lo han contado, quédese tranquilo que son sólo rumores." Luego Quesada intentó ver a Gutiérrez Ruiz y no pudo encontrarlo. El secuestro fue esa misma madrugada, por lo tanto la información era de una rara exactitud. Existe otro detalle escalofriante que el periodista que rememora estos hechos recuerda muy bien. El día de la entrevista, al preguntarle al escribano Zabalza de dónde había sacado dato tan concreto, éste le contestó: "me lo contó mi hijo en la visita que le hice a la cárcel el otro día. La infidencia salió desde adentro".
Lo que los diarios no contaron ni lo harían ya nunca, fueron los detalles de los secuestros consumados y del que finalmente se frustró. Sigamos paso a paso el de Héctor Gutiérrez Ruiz, tomando la versión del libro Matilde, (Ed. Trilce, oct. de 1989) el excelente y extenso reportaje de Lyl Bettina Chouhy a Matilde Rodríguez, la viuda del legislador uruguayo.
M. "Fue un día como cualquier otro: habíamos comido a las diez de la noche y como Toba estaba vendiendo el comercio que había instalado en Buenos Aires, se fue después a conversar con sus socios o a hacer balances o porque iba un comprador... Lo raro fue que esa noche vino Juan Raúl a casa.
—¿No iba habitualmente?
M. No iba nunca, por eso recuerdo tanto que haya ido esa noche precisamente. Hacía unos meses que estaba en la estancia de su padre. Hasta el 75 había estado viviendo en el Uruguay y venía sólo de visita.
—¿Gutiérrez Ruiz tenía una relación asidua con él?
M. No, lo veíamos muy esporádicamente. En ese momento ya llevaba unos meses en la estancia porque había consenso en que no volviera al país. Incluso estaba todo el mundo un poco preocupado por él. De sorpresa llegó esa noche y me preguntó por el Toba... Le dije que había salido, que estaba en el comercio.
—¿Era habitual que saliera después de comer?
M. No era habitual pero tampoco era raro. Le dije a Juan Raúl que podía ir a verlo al comercio en la calle Cangallo, cerca del apartamento que Wilson tenía en Buenos Aires. Entonces me dijo que su preocupación era volver a Montevideo y quería preguntarles a Zelmar y a Toba lo que les parecía. Esa visita fue una enorme casualidad porque nunca había venido. (...) Unas horas después volvió Toba y comentó que había visto a Juan Raúl y lo había dejado en su casa. Luego nos enteramos que también había visto a Zelmar. Después nos acostamos. Haría una hora y media que dormíamos cuando sentimos golpes en la puerta, absolutamente brutales. (...)
—¿Los chiquilines dormían?
M. Sí, claro, el dormitorio estaba muy cerca de la puerta de entrada. (...) Los dos, al oír los golpes infernales, saltamos de la cama y nos paramos en medio del living. Los golpes aumentaron y entraron... cinco o seis tipos armados. (...)
—¿Cómo eran?
M. Eran como ese típico personaje parapolicial, no quiero ser despreciativa, pero es un personaje feo, tenebroso. No sé explicar qué es un parapolicial, pero todos sabemos que lo es cuando lo vemos. Vestidos de particular, con los bolsillos deformados por las armas, violentos, amenazantes. Había uno enorme que después fue identificado como el famoso Paqui. Fue el que volteó la puerta. Solía jactarse de que ninguna se le había resistido; en realidad la abrió con su cuerpo, grande y fuerte, gordo y joven. Uno de ellos tenía un aspecto un poco diferente, de traje gris con corbata, más pulido incluso en su forma de hablar, tenía un revólver corto. Yo no sé nada de armas, lo único que recuerdo es que tenía un revólver corto.
—¿Los demás estaban armados?
M. Sí, todos armados.
—¿Después de romper la puerta qué hicieron?
M. le preguntaron al Toba cómo se llamaba, si era el dueño de casa, ese tipo de preguntas. Era muy notorio que no sabían de quién se trataba. (...) Lo anularon enseguida porque lo encapucharon y lo ataron a una silla allí mismo en el living.
—¿No pudo hacer nada?
M. Nada, no le dieron tiempo. En un primer momento dijo algo acerca de la familia: "conmigo hagan lo que quieran pero a ellos no los toquen" o algo así. (...)
—¿Te empujaron, te golpearon?
M. No, golpes, no. Me trataron con mucha agresividad verbal todo el tiempo.
—¿Insultos?
M. Bueno, "comunistas, tupamaros. Insultos muy soeces, no. Eran muy violentos, gritaban todo el tiempo. Enseguida de entrar rompieron los cables del teléfono, entraron al cuarto de los chicos, prendieron las luces, los despertaron, inmediatamente empezaron a saquear la casa, llenando las valijas que había con las cosas más valiosas. (...) Sé que llenaron siete valijas con cosas, todas de valor, con una notable habilidad para encontrarlas.(...) Quedamos sin un solo documento ni de Toba ni mío. (...) A cierta altura empezaron a vestir a Toba, bueno en realidad le pusieron una gabardina sobre el pijama. Pedí que me permitieran ponerle zapatos porque estaba descalzo. Cuando me agaché para calzarlo y ponerle las medias, me habló. Empezó a repetir nombres de gente argentina y uruguaya, evidentemente, trataba de que yo recordara la gente a la que tenía que recurrir. Cuando nombró a Zelmar, ellos que no paraban de gritar, de revolver, de romper, hablando a gritos desde el balcón con otros que habían quedado abajo, dijeron: "A ese Michelini, a ese tupamaro, a ese comunista, también lo vamos a llevar. Mientras Toba me daba todos los nombres que se le ocurrían, yo seguía agachada, calzándolo y le repetía: "no te preocupes, no te preocupes".
—Un gesto realmente simbólico.
M. Sí, casi evangélico, lo último que hice por él. (comienza a quebrársele la voz) (...)
—Peleaste por algo concreto?
M. Tuve un diálogo con el hombre que parecía más pulido, el de traje gris, que llevaba un revólver y que tenía dentro de todo, una cara bastante refinada. Me dijo que era policía federal y que no hiciera esto o aquello porque si no, iban a matar a mi marido; entonces le dije: "¿así que la policía mata? Sí, la policía mata" contestó. Lo afirmó muy claramente.
—¿Eran todos argentinos?
M. Daban esa impresión. Vieron el cuadro de Aparicio Saravia y dijeron: "¡Ah, éste será el abuelo!" No les sonaba ningún nombre uruguayo, ni siquiera el de Wilson".
¿Es posible mantener la entereza en una situación de horror como ésta? Matilde hizo lo que pudo. Se resistió a ser también secuestrada abrazando a sus hijos más chicos, gritó, se defendió, pero no les dio el gusto de llorar. Cuando los hombres se fueron con el Toba encapuchado, envió a Marcos que tenía entonces trece años, al apartamento de unos vecinos para que le permitieran llamar a Mario Capurro, un amigo de toda la vida. Recuerda que al llegar éste, ya estaba amaneciendo. A las siete sonó el teléfono al cual ya había vuelto a conectar su vecino. Era Luis Pedro Michelini para decirle que se acababan de llevar también a su padre. Un rato antes, Marcos y Mario Capurro habían corrido al apartamento de Wilson, donde dormía Juan Raúl. Era imperioso avisar a Wilson. De allí fueron al hotel Liberty, que quedaba a muy corta distancia, con el fin de alertar a Michelini. Pero a éste ya lo habían secuestrado. Dejando a sus hijos a cargo de la señora de Capurro, Matilde se dirigió a la seccional de policía a hacer la denuncia del secuestro y el saqueo de su vivienda. Pero no se la aceptaron por carecer de documentos. Tuvo la sensación de que lo ocurrido no les importaba en absoluto, que aquello era parte de unas perversas leyes de juego en el que todos estaban involucrados. Primero tiene que denunciar la pérdida de sus documentos, le dijeron. Regresó al apartamento, quebrada por la impotencia. Todavía faltaba lo peor.
El secuestro de Zelmar Michelini en Buenos Aires se diferenció apenas en algunos detalles del padecido por el presidente de la Cámara de Diputados Héctor Gutiérrez Ruiz. Fue a minutos de diferencia y se llevó a cabo con la misma violencia, el mismo salvajismo y el mismo ánimo saqueador. Lo que se transcribe a continuación es el relato hecho a Claudio Trobo para el libro Asesinato de Estado (Ed. del Caballo Perdido, 2004) por el hijo mayor del senador asesinado, Luis Pedro Michelini Delle Piane quien había viajado a Buenos Aires para estar con su padre el día del cumpleaños de éste, que era el 20 de mayo.
"Cuando ellos irrumpen estábamos los tres durmiendo. (nota, el tercero en cuestión era Zelmar Michelini Delle Piane, su otro hermano) Ni recuerdo la hora. Sé que fue de madrugada. Abrieron con una llave común que se la dio una persona del hotel o abrió ella. Entraron varias personas. Me han preguntado varias veces si yo podría distinguirlas y he dicho que no. Yo lo único que me acuerdo es de una cara cuadrada con un bigote muy espeso, un tipo fortachón que fue el que irrumpió de campera azul. Lo habré visto tres segundos porque después me obligaron a taparme con una frazada. Dijeron "Zelmar, llegó tu hora. Y barrieron con todo lo de valor que había en la pieza. Buscaban armas por todos lados, decían "¿Dónde están las armas? ¿Dónde?" No había ninguna, por supuesto. Es una cosa que a los tipos los dejó impresionados. No sé qué versos les habrán vendido de la peligrosidad de mi padre.
Sé que ahora será difícil reconocerlos. Es muy difícil detectar un reconocimiento por el habla y ellos además hablaron a los gritos, con monosílabos, imperativamente. Y nosotros estábamos muertos de miedo. Esa es la verdad. Bueno, el Viejo pidió para ir al baño. Pidió para llevar los medicamentos. y esos hechos nos dieron las únicas esperanzas que tuvimos realmente. Porque (...) se supone que si vas a matar a una persona para qué miércoles queres dejarlo llevar medicinas. Las últimas palabras que él nos dijo fueron: Llamen a Louise. Esta era justamente una periodista norteamericana que tenía preparada una presión de Estados Unidos a nivel internacional. Que se hizo y mucho. La presión fue muy grande pero totalmente infructuosa.
La gente del hotel nos dijo que no había podido hacer nada. Habían venido en tres coches, los habían copado. Los amenazaron y no pudieron resistirse ni nada. Había una muy buena amistad nuestra con los del hotel por lo que ellos también estaban desesperados. Coparon todo. Subieron por la escalera y por el ascensor. Uno a veces se reprocha que podía haber hecho algo. ¿Pero qué se podía hacer? Uno desarmado contra ese montón de tipos".
Cuando días después Wilson Ferreira le envió una carta indignado al Presidente argentino de facto Jorge Rafael Videla, reprochándole su connivencia con los secuestros y asesinatos, también incluyó una relación del operativo contra Michelini.
"El Hotel Liberty donde fue secuestrado el Senador Michelini se encuentra situado en la calle Corrientes casi esquina Florida y esta esquina es el Times Square o el Picadilly Circus de Buenos Aires. En la acera de enfrente y en la otra esquina de Corrientes con Maipú se encuentra la dependencia quizás mejor custodiada de la ciudad: la sede de ENTEL, la empresa telefónica estatal que mantiene en ese edificio, el más importante nudo de comunicaciones internas y externas de la República Argentina. No puede penetrarse en él sin exhibir la comunicación personal y ser cacheado por los centinelas militares. En la misma manzana, sobre la calle Sarmiento se encuentra la Embajada de los Estados Unidos, provista día y noche de una excepcional custodia y ante cuyo frente estacionan permanentemente por lo menos dos vehículos con efectivos fuertemente armados.
A pesar de ello, también aquí los secuestradores actuaron con increíble ostentación, públicamente, evidenciando total seguridad y por consiguiente no mostrando prisa ni propósito de ocultarse. Estacionaron sus tres vehículos con violación de las normas vigentes, ocuparon militarmente el frente y el iluminado hall del hotel, intimidaron a la totalidad del personal, obtuvieron las llaves, se hicieron conducir a la habitación del Senador Michelini donde tras inmovilizar a los dos hijos que lo acompañaban, lo obligaron a levantarse y vestirse y luego procedieron a vendarle los ojos. Pero no descendieron inmediatamente a la planta baja; por el contrario, iniciaron aquí también una sistemática operación de saqueo haciendo fardos con las sábanas en los que introdujeron cuanto objeto pudieron encontrar. Permitieron que el Senador Michelini se dirigiera al baño y lo autorizaron a llevar consigo los medicamentos que tomaba habitualmente. Finalmente, antes de retirarse, procedieron a despojar a los hijos del Senador Michelini de sus relojes pulsera. Sólo entonces se retiraron, profiriendo en alta voz amenazas de muerte y siempre sin intentar el más mínimo ocultamiento".
En medio de la aflicción y del caos que sucedió a los secuestros, familiares y amigos de los involucrados coincidieron en que Wilson debía ser alertado de inmediato. El campito donde vivía estaba a cuatro horas de Buenos Aires y cada minuto que se perdiera podía resultar decisivo. Advertirle que debía venirse en auto tampoco era seguro porque el número de la chapa seguramente estaba en poder de los paramilitares. Empeorando todavía más la situación, una persona a la que se había encomendado en estricta confianza que lo fuera a buscar, llamó a las dos horas para decir que no iba porque no se animaba a asumir el riesgo. Mirado hoy parece un acto de cobardía, pero para juzgar esa actitud hay que considerar que en el Buenos Aires de 1976, cualquier demostración de ese tipo podía significar la peor de las suertes. Enterado del fracaso de esta gestión, Enrique Schwengel, el socio de Gutiérrez Ruiz en su comercio que había sido uno de los primeros en ser ubicado telefónicamente, se ofreció entonces para ir mientras Juan Raúl Ferreira se ocupaba de las gestiones diplomáticas. Fue a buscar a Juan Ezequiel Suárez de Lima, otro amigo de confianza que vivía en la capital argentina, alquilaron un remise y se fueron a La Panchita. Cuando llegaron, cerca del mediodía, encontraron a Wilson en la cocina, haciendo dulce. Le hicieron conocer lo sucedido y lo urgieron a que regresara con ellos a Buenos Aires, donde podría asilarse. Wilson, su esposa Susana y el hijo mayor Gonzalo, que estaba afiebrado, tomaron algunas pertenencias, subieron al remise y partieron. Fue providencial: a mitad de camino, se cruzaron con los Ford Falcon que iban a buscar al caudillo nacionalista. Años después, Susana Sienra recordaría el episodio para el libro El viento nuestro de cada día (Ed. de la Plaza, 1990). "Yo estaba pronta para llevar a Wilson a la estación Las Flores para tomar el ferrocarril, cuando Enrique y Tito entraron casi corriendo y se encerraron con Wilson. Luego salió éste y me dijo con voz quebrada y evidenciando una enorme preocupación: anoche secuestraron a Zelmar y a Toba. Hay informaciones confidenciales que voy a ser el tercero. Tito y Enrique quieren que me vaya con ellos en el remise antes que vengan a buscarme. Juntamos apresuradamente algunas pocas cosas y marchamos los cinco, incluido Gonzalo que seguía con fiebre. Nos enteramos después, que cuando cruzamos el pueblo, la gente vio pasar un auto negro con algunas personas adentro desconocidas y todos pensaron que nos habían secuestrado. Hicimos el trayecto en dos horas, hablando de bueyes perdidos porque teníamos sospechas que el chofer del remise pudiera ser policía".
Extracto de artículo de Di Candia
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