7/8/08

Julio César Grauert II

Es probable que luego de enterados del incidente y de la falta de gravedad de las heridas, los hombres del gobierno y los dirigentes partidarios opositores, en especial los que provenían del batllismo neto y del nacionalismo independiente que representaban a gran parte de la ciudadanía, hayan confiado en que todo podía solucionarse con una negociación conversada, que fuera capaz de evitar en el futuro la irritación policial y controlar la represión. Las consecuencias sin embargo, escaparon de las manos de todos. Cuando el doctor Julián Zavala Muniz, hermano del futuro Consejero de Gobierno Justino Zavala Muniz, pudo ver a los legisladores heridos y advirtió al doctor Peluffo quien había efectuado las primeras curaciones, sobre el riesgo de una gangrena gaseosa provocada por la excesiva cantidad de tiempo que habían permanecido vendados, ya era tarde. El balazo en el muslo de Julio César Grauert había estado tapado durante cuarenta horas, impidiendo la exposición de los tejidos sanos al aire. El error era ya irreparable. Trasladado de apuro al Hospital Militar, llegó en un estado desesperante al que agravó su constitución física, debilitada por el alcohol y la bohemia. Recién allí le fue sacada la incomunicación y al final del día lo pudo ver su esposa. "Cuando entré en la habitación"—recordaría ésta— "vi que todo estaba perdido. Julio me reconoció, pronunció mi nombre muy bajito y me tendió la mano. La gangrena le impedía hablar. Le rogué al doctor Albo un médico del hospital que era amigo nuestro, que intentara cortarle la pierna, pero me contestó que ya era tarde." Cinco horas después, a las cuatro y media de la madrugada, Grauert moría y pasaba a convertirse en el segundo símbolo con que la oposición fustigaría por años a la violencia terrista. No fue precisamente el último. A mediados del año siguiente, los partidos que integraban la resistencia, programaron para el 11 de agosto un mitin nacional "por la libertad", que luego fue suspendido por la falta de garantías. En una de las asambleas de apoyo realizadas en el interior, concretamente en la ciudad de Dolores, la columna cívica fue baleada desde la imprenta de un diario que apoyaba a Terra, falleciendo el ciudadano nacionalista independiente Manuel Sanguinetti. Tal vez por tratarse de un hombre común y no un dirigente político, muy pocos lo consideraron el mártir que realmente fue y casi nadie recuerda ya su nombre.
Tres generaciones después de aquellos sucesos desgraciados ¿es lógico atribuirle la responsabilidad de los mismos al régimen de facto que encabezaba el doctor Gabriel Terra? Obviamente si no se hubiera vivido en un clima de violencia latente no habrían ocurrido, pero el presidente electo en 1931 quien gracias a un golpe de Estado había prorrogado su mandato tres años más, no puede ser considerado culpable directo. Alfredo Terra, uno de sus hijos mayores, entrevistado en 1991 para un trabajo similar a éste, me dijo textualmente: "A comienzos de los años sesenta, tuve una conversación profesional con el entonces senador Héctor Grauert, hermano del difunto. Al salir el tema de la muerte de Julio me dijo y esto lo aseguro por mi honor: "nosotros siempre tuvimos la convicción que fue consecuencia de la fatalidad y que el doctor Gabriel Terra no tuvo nada que ver." En su mensaje a la ciudadanía pronunciado a finales de ese mismo año 1933, el propio doctor Terra explicó los hechos como una consecuencia del caos político que se vivía. "Tengo la conciencia tranquila de no haber hecho un solo día en todo el año el papel de dictador y si alguna vez en la forma más suave posible salí de los procedimientos estrictos de la ley fue por la necesidad ineludible de mantener el orden y la tranquilidad públicas. (...) Esos cinco policías de Pando podrán siempre alegar en su defensa que si ellos, ignorantes e inconscientes cometieron delito, delincuentes fueron también los provocadores de la tragedia, de la aventura insensata en la que cayó el doctor Grauert."

El presidente convertido en dictador no escapó en su alocución a las emociones que sacudían al país. Si grave suena hoy el calificativo "delincuentes" para los policías que acribillaron el auto, más todavía lo era aplicado a los tres ex legisladores baleados a mansalva. En el correr de los primeros dos tercios de este siglo, el Uruguay experimentó crisis sociales y políticas graves aproximadamente cada treinta años. Tuvo una en 1904, cuando la última revolución de Aparicio Saravia, otra en 1933 en ocasión del golpe de Terra y la última en la década del sesenta, como consecuencia de la guerrilla tupamara que condujo a otro quiebre de las instituciones. En todas, las pasiones dividieron y cegaron a los hombres contribuyendo a obstruir toda posible salida dialogada. Ni los dirigentes ni la prensa contemporáneos al terrismo (la opositora con la desventaja de la censura previa) dejaron en ningún momento de aportar su ira y su subjetividad. De esa manera el diario El Pueblo propiedad del doctor Gabriel Terra se encargó de añadir más leña a la hoguera informando sobre los hechos con ligereza y añadiendo una advertencia sumamente dura que fue tomada por la oposición (diarios El País y El Día y órganos de prensa de las minorías) como una declaración de guerra:"Los señores Grauert, Minelli y Guichón iniciaron el desacato y la agresión contra la policía. Así les ha ido y así les irá a cuantos pretendan imitarlos." Y el diario El Debate" cuya prédica contínua a favor de "una revolución urgente, inevitable, tres veces santa", había precipitado la disolución del Parlamento, escribió el día inmediato a la muerte del diputado Grauert atacando duramente a los batllistas netos: "No caemos en el sentimentalismo sensiblero de quienes olvidan que los actores de este suceso pertenecieron a un grupo que (...) antes del 31 de marzo había preparado la liberación de todos los penados de Punta Carretas y la paralización de la Usina Eléctrica para que a oscuras la ciudad al realizarse el mitin anunciado para el 8 de abril (nota: se refiere a una manifestación herrero-terrista pidiendo la reforma inmediata de la Constitución que los hechos posteriores impidieron se llevara a cabo) los fascinerosos ejecutaran la masacre humana más brutal e infame que habría conocido América."
Ha pasado mucho tiempo de todo aquello. Más que las siete décadas transcurridas, otras violencias mayores, otras agitaciones sociales, otros hechos políticos que nadie hubiera imaginado en los años del primer golpe de Estado de este siglo, han ido desdibujando el símbolo que significó Grauert para su generación. Otro tanto ocurrió con el de Baltasar Brum. Los ejemplos primero se congelan y luego se van gastando hasta quedar recluidos para siempre en imágenes desvaídas y un poco tristes colgadas de las paredes en los locales del Partido. Esa es precisamente nuestra condena: habernos acostumbrado a devorar nuestro pasado como si jamás hubiera sucedido. Al cumplirse un mes de la muerte de Brum, Julio César Grauert había escrito un editorial en su publicación Avanzar en el que, paradojalmente y sin sospecharlo, se estaba refiriendo al martirologio que meses después se desplomaría sobre su propia vida: "Su página más brillante como estadista la escribió con su sangre." Fue lo mismo que, utilizando palabras menos académicas, me dijo su viuda Maruja Iglesias quien pasados ya los noventa años estaba de vuelta de los discursos partidarios cada vez más raleados y sólo percibía un creciente olvido que iba borroneando la imagen de su esposo asesinado.
"Mi marido era un batllista convencido y radicalizado. Levantaba en vilo a las masas con su oratoria. Nadie como él crecía tanto entre la gente opositora al gobierno de facto de Gabriel Terra. Era un peligro para el régimen y no convenía que continuara viviendo. Por eso lo balearon a mansalva y luego lo dejaron morir gangrenado por omisión de asistencia. Por eso su muerte careció de responsables."


Cesar Di Candia

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