3/8/08

Gabriel Terra

Hace setenta años, las condiciones políticas y sociales que imperaban en el Uruguay eran tan parecidas a las actuales que parece que no hubiera pasado el tiempo

¿Cuáles son las condiciones políticas y sociales que imperan en el país donde ha de desarrollarse esta historia? Está pautado por una gran lentitud a nivel gubernativo, sus políticos viven más preocupados por su reelección que por su trabajo, el amiguismo y el clientelismo funcionan a todo nivel, se constata una creciente inflación, el costo de la vida se traga a los ingresos, el desempleo es alarmante, los salarios son insuficientes y a la mayoría de los empleados privados se les ha bajado el sueldo, muchos creen que desde afuera se está alentando a las fuerzas extremistas, los hombres públicos han perdido credibilidad porque con el argumento del pragmatismo, cambian de posición con demasiada rapidez, las arcas del Estado están vacías. Quienes al leer lo que antecede hayan creído que estas referencias están apuntando a nuestro país, acertaron pero a medias. Esos datos corresponden al Uruguay de hace setenta años. Eran las que imperaban el 31 de marzo de 1933, cuando el presidente electo Gabriel Terra disolvió las cámaras con el pretexto de que la Constitución le impedía gobernar. El parecido de las situaciones es significativo y alarmante. Ni los años transcurridos, ni los sucesivos golpes de Estado, ni los relevos políticos, ni las sucesivas reformas constitucionales intentadas desde entonces, variaron en nada los indicadores que dominaban en el primer tercio del siglo pasado. Los métodos no parecen haber cambiado y el proceder de los hombres tampoco. La única reflexión es que en esta materia, los orientales aprendemos poco y muy lentamente.

La historia del primer desacato institucional del siglo pasado tiene sus raíces unos pocos años más atrás. Desde que en 1913 a su regreso de Europa, don José Batlle y Ordóñez le presentó a su partido sus apuntes para una reforma del Poder Ejecutivo pretendiendo llevarlo a una integración pluripersonal, el país entero se planteó un debate filosófico político que se extendió durante gran parte del siglo pasado, y recién concluyó luego de un par de experiencias, en 1967. Esta historia de proyectos y frustraciones podría sintetizarse así. La Constitución inicial de 1830 duró ochenta y siete años. Como consecuencia de las nuevas ideas colegialistas fue sustituida por la de 1917 que tenía sus virtudes pero en la cual se instauraba, producto de transacciones y acuerdos para dejar contentos a todos, un Poder Ejecutivo bicéfalo, con una cabeza unipersonal y otra pluralista. Esta Carta Magna duró menos de dos décadas y fue violada por el Presidente Terra quien restauró el Ejecutivo unipersonal en la de 1934. A esta le sucedió la del 42 que tuvo pocas modificaciones a ese nivel y poco tiempo después, en el 51 otra Constitución hizo volver al Colegiado, aunque nada más que por cuatro períodos: en el 67 se retornó al presidencialismo. En resumen, fruto de intentos doctrinarios y vaivenes políticos, entre 1917 y 1967 –medio siglo– hubo cinco Constituciones, una cada diez años. Semicolegialista la del 17, presidencialistas las del 34 y 42, colegialista la del 51 y presidencialista la del 67. Desde que Batlle y Ordóñez puso la semillita en 1913, las dudas institucionales con relación al Poder Ejecutivo experimentaron continuos balanceos, dejando la sensación que las modificaciones eran más producto de las inestabilidades y las circunstancias políticas que verdaderos conceptos conducentes a un mejor gobierno.

De todas las constituciones mencionadas, la de 1917 fue la más complicada y la que presentaba más novedades. En aquel momento sus detractores dijeron que los juristas que la habían redactado parecían más preocupados en asombrar al mundo con la originalidad del nuevo texto que en crear disposiciones realmente beneficiosas. Estas anomalías, que se tratarán de exponer a continuación, fueron las que hicieron que Terra encontrara motivos para voltearla con el argumento que le resultaba imposible gobernar. Veámoslas.

A) El Poder Ejecutivo quedaba dividido en dos: el Presidente de la República y el Consejo Nacional de Administración. Al primero le correspondían tres ministerios: el de Interior, el de Relaciones Exteriores y el de Guerra. Del Consejo por su parte, que tenía nueve miembros, dependían cuatro ministerios: Hacienda, Obras Públicas, Industrias e Instrucción Pública. El absurdo era doble, no solamente porque dividía las facultades del Ejecutivo, sino porque le quitaba al presidente toda injerencia en la conducción económica del país.

B) A lo que se ha explicado anteriormente se agregaban otros detalles de funcionamiento tan engorrosos que enloquecían a los ciudadanos. El presidente debía ser reelecto cada cuatro años, pero los nueve integrantes del Consejo Nacional de Administración, duraban seis y eran sometidos a elecciones parciales: tres de sus miembros debían ser electos cada dos años. Como si eso no fuera suficientemente complicado, los diputados y los ediles debían ser elegidos cada dos años. Si se trata de ordenar este caos es necesario explicar que de acuerdo a la Constitución del 17, los electores, condenados a vivir pendientes de los infinitos cambios, azares y vueltas de la actividad política, estaban obligados a una suerte de ejercicio continuado y casi demencial del voto. Un simple cálculo basta para comprobar que debían ir a las urnas siete veces cada seis años. Si por un lado el gasto de esta calistenia cívica resultaba intolerable, seguramente el aburrimiento de la gente no le iría en zaga.

C) Queda por analizar otro detalle fundamental de la Constitución del 17, que era el que más enojaba al Presidente Terra. Los constituyentes, convencidos que habían confeccionado un texto jurídico irrepetible (y tal vez lo fuera, aunque no por el motivo que ellos lo creían) habían decidido proteger su virginidad por medio de cerrojos legales casi inexpugnables: solamente podía ser modificada por medio de cualquier reforma que fuera aprobada luego de dos legislaturas consecutivas. Una tenía que elaborar las normas cuestionadas y la otra aceptarlas sin la menor modificación. Este doble candado impedía que un presidente ansioso pudiera tocarla en beneficio propio. El argumento era correcto y ya lo había esgrimido don Pepe Batlle en 1913: con él se impedía el acceso de los hombres mesiánicos, pero también era cierto que el propio texto restaba casi todo tipo de potestades a los presidentes, dejándolos maniatados y en ocasiones en función de subalternos del Consejo de Administración.

Ocioso es decir que Terra, que era un destacado abogado, sabía que éstas eran las condiciones en las que le iba a tocar gobernar y las había aceptado a priori junto con su candidatura. No es posible saber qué propósitos lo guiaban antes de ser electo, pero luego que esto ocurrió, buscó porfiadamente y sin ningún ocultamiento, la manera de burlarse de las normas constitucionales que enconsertaban su trabajo. Esto finalmente lo logró el 31 de marzo de 1933, dos años después de haber asumido el poder y aquí comienza la parte realmente medular de esta historia.

Situemos ahora al país real, en momentos en que se producían las elecciones de 1930 que proclamaron presidente de la República al doctor Gabriel Terra. Dos hechos –uno internacional, otro local– habían modificado mucho los parámetros políticos. El primero había sido la Crisis Económica del año 29. El crac provocado por el derrumbe de las bolsas de Nueva York conmocionó al mundo entero y puso en guardia a las esferas de gobierno uruguayas, que se prepararon para el momento en que llegara el oleaje. Lo peor de éste llegó en pleno gobierno de Terra. Quienes en aquellos años, ya habían perdido su confianza en las declaraciones públicas oficiales recordaron un cable de United Press International según el cual el Consejo de la Reserva Federal de Estados Unidos había librado un comunicado afirmando que "la economía nacional no se encuentra en peligro" y que al día siguiente aquel país se había precipitado en el desastre económico más grande de su historia. El segundo, fue el fallecimiento de José Batlle y Ordóñez, ocurrido a pocas horas de diferencia de la catástrofe mundial anterior. Don Pepe Batlle había sido durante treinta años el eje de la política nacional. A su alrededor se habían nucleado todas las admiraciones, todos los odios, todas las controversias. Sus fieles recordaban que había sido el propulsor de la legislación social más avanzada de América. Sus detractores no olvidaban su intolerancia ante los cadáveres de adversarios políticos de la talla del ex presidente Julio Herrera y Obes, del legislador colorado no batllista José Enrique Rodó o de José Pedro Ramírez a quien culpaba de la Revolución de 1904. También recordaban su intemperancia religiosa: en el diario El Día se escribía Dios con minúscula y el mismo Batlle había escrito con seudónimo, que Jesucristo no había muerto crucificado sino probablemente tuberculoso. Fallecido el 20 de octubre de 1929 en el Hospital Italiano, Batlle fue velado esa tarde en su quinta de Piedras Blancas, por la noche en El Día y la mañana siguiente en el salón de los Pasos Perdidos del Palacio Legislativo. Una nota editorial aparecida en su diario lo definió como "Un dios para la muchedumbre acongojada... una cumbre... un símbolo" y lo comparó con Artigas. Como suele ocurrir con los grandes conductores políticos, Batlle no dejó sucesores y es probable que no haya querido hacerlo. Tremendamente personalista, dueño siempre de la última palabra, la que expresaba a través de su diario, era muy difícil que alguien pudiera crecer a su sombra. Quienes se habían atrevido a desafiar su autoridad dentro del batllismo ortodoxo ya no tenían influencia: Feliciano Viera había muerto en 1927 y Julio María Sosa declinaba en su poderío político. ¿Quiénes podían tomar en sus manos la bandera del Partido Colorado Batllista? Uno era Baltasar Brum, que ya había ejercido la Presidencia de la República y tenía un inmenso prestigio. Otro, Julio César Grauert, un hombre de ideas avanzadas, marxista convencido y partidario de la socialización de los medios de producción. Otro, el todavía demasiado joven Luis Batlle Berres, sobrino de don Pepe y padre del actual Presidente Jorge Batlle. Por último estaba Gabriel Terra, un antiguo ministro de Brum e hijo de un ministro de Santos, de cuya inteligencia se hablaba tanto como de sus ambiciones políticas. Dividido, enconado y desconcertado por la muerte de su máximo conductor, el batllismo se preparó con esos candidatos para las elecciones del año inmediato. Debía enfrentar además al riverismo, el partido acaudillado por el doctor Pedro Manini Ríos, que venía soplándole en la nuca y con el cual se había obligado a transar varias veces.

¿Cómo se vivía en aquel Uruguay que el mismo año de las elecciones festejaba el primer Centenario de su Constitución? El país tenía un millón ochocientos mil habitantes, de los cuales un tercio vivía en Montevideo. Al revés de lo que ocurre hoy, el crecimiento demográfico era muy grande, al punto de haber hecho vaticinar con exceso de entusiasmo al doctor Luis Caviglia, un vierista integrante del Consejo Nacional de Administración, que en 1960 los uruguayos iban a ser cinco millones. Salvo los trabajadores del campo, que generalmente quedan fuera de toda estadística, muy pocas personas trabajaban en doble horario y las costumbres habían relegado el acceso a las mujeres a todo empleo más allá de sus hogares. Los primeros indicios de la Crisis del 29, tampoco habían frenado los descansos anuales. Además de las licencias, los días de Carnaval y Turismo y los feriados tradicionales existían varios días más en rojo que correspondían a las fiestas patrias de otros países y a los cuales la holganza rendía también los honores: el 20 de setiembre día de Italia, el 2 de mayo día de España, el 14 de julio, día de la Humanidad, el 25 de mayo día de América y el 4 de julio día de la Democracia.

Leer: Gabriel Terra II

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