3/8/08

Gabriel Terra II

Toda esta información debe ser complementada por el contexto económico en el que vivían los orientales de 1930. El alquiler mensual promedial de una vivienda apenas si pasaba los diez pesos, el consumo medio de electricidad, fundamentalmente debido a la luz porque apenas existían los electrodomésticos, era de un peso por mes. El queroseno (que entonces se escribía kerosene) valía once centésimos el litro, la yerba treinta centésimos, el azúcar veintidós, el arroz diecinueve y la carne vacuna dieciséis centésimos el quilo como promedio. Un pan chico valía un centésimo, la leche y el vino suelto casi lo mismo, doce y catorce centésimos y el tranvía cuatro. Quienes tengan la edad adecuada recordarán que con un vintén, es decir dos centésimos, despachaban en cualquier almacén siete caramelos surtidos y a veces uno más de yapa. Lo que no debe olvidarse al hacer esta reseña de precios, es que a partir de la catástrofe bursátil de Nueva York, todos los precios se pusieron en la línea de largada de una feroz carrera que aún no se ha detenido. El día del crac del año 29, el peso uruguayo estaba con pequeñas oscilaciones a la par del dólar, pero tres años más tarde ya valía la mitad: un dólar se cotizaba a dos pesos uruguayos y fracción. Aun así y para que se tenga una idea de la distorsión de los precios, el costo de un diario en 1933, teniendo un tratamiento preferente en el precio del papel y otras materias primas, era de cuatro centésimos, es decir dos centavos de dólar. Hoy sin ventajas cambiarias, un día de semana vale alrededor de un dólar y un ejemplar de los domingos cuesta un dólar treinta. Un quilo de carne promediaba los ocho centavos de dólar y hoy montado en un vertiginoso espiral, es posible que ya haya llegado (porque esto se escribe con una semana de anterioridad) a los dos dólares. El autor de esta nota recuerda que su madre le mandaba comprar boniatos que valían dos centésimos el quilo, es decir, un centavo de dólar y las papas el doble. Los boniatos y las papas de nuestros días cuestan más o menos diez pesos el quilo, es decir medidos en dólares, treinta veces más. Aun teniendo en cuenta que el comportamiento del dólar en Estados Unidos no es el mismo que hace setenta años, la relación de precios parece cosa de locos.

¿Y qué ocurría en el mundo? Casi nada: en Alemania, que empezaba a ser dominada por un canciller de oscuro origen austríaco llamado Adolfo Hitler, se implementaba lentamente el más terrible exterminio masivo de la historia. El mismo día en que Hitler y su ministro Joseph Goebbels daban luz verde a los primeros actos represivos contra los judíos que habitaban en territorio alemán avalando un boicot contra sus comercios, Gabriel Terra asumía su gobierno. Muy pocos –ni siquiera la mayoría de los judíos alemanes– creían entonces en las amenazas nazis, las cuales se tomaban como alardes de poder con fines políticos. En nuestro país, tan alejado en el espacio físico y en las fuentes de información, mucho menos. El día en que se inició el boicot de referencia, los diarios lo mencionaron como un episodio más de los tradicionales disturbios europeos. Solamente el vespertino batllista El Ideal dedicaba al episodio un espacio destacado al reproducir un telegrama de Associated Press que incluso justificaba veladamente las atrocidades. "A las diez de la mañana comenzó el anunciado boicot alemán contra los judíos en represalia por la campaña de atrocidades antisemitas que se realiza en el extranjero. A la primera hora se estableció el primer turno de piquetes encargados de recomendar que no se compre en los establecimientos de los israelitas. (...) Se calcula que el número de piquetes en Berlín llega a mil". No había que leer muy detenidamente para llegar a la absurda conclusión de que el motivo que esgrimía el régimen nazi, era el de que había que cometer atrocidades para que no se siguiera diciendo injustamente en el mundo que se estaban llevando a cabo. Ni lectores ni observadores políticos imaginaron que esto era apenas un terrible principio. Todos creyeron y no solamente acá, que llegado el momento más crítico, la paz entre nazis y judíos sería finalmente negociada. Las escaladas del terror suelen esconder entre paréntesis borrosos, el momento de sus comienzos.

Un año y un mes después de muerto José Batlle y Ordóñez, tuvieron lugar las elecciones. El peso de don Pepe sobre el coloradismo ya había menguado antes de su desaparición. El Partido Colorado tenía varias fracturas y no era casual que los dos últimos presidentes, José Serrato y Juan Campísteguy hubieran sido colorados no batllistas. Tampoco era un dechado de unidad el Partido Nacional, herido por la pugna entre el herrerismo, de ideología conservadora, el Radicalismo Blanco de Lorenzo Carnelli y la Democracia Social de Carlos Quijano en la otra punta y en el centro el Nacionalismo Independiente que ya se había comenzado a separar tajantemente del herrerismo. Los herreristas no le perdonaban a Carnelli haber votado fuera del lema en 1926, ya que los mil quinientos votos con los que Herrera había perdido la presidencia eran menos que el caudal electoral de Carnelli. Y las izquierdas ni siquiera disimulaban sus enconos. En abril de 1921 de acuerdo a la bases propuestas por la Tercera Internacional se había producido la separación entre el Partido Comunista y el Partido Socialista nucleado alrededor del doctor Emilio Frugoni. Adelantándose a borrascas posteriores el semanario comunista Justicia había despedido a Frugoni y al nuevo socialismo tratándolos con un lenguaje no demasiado florido de "gangrena oportunista".

Batlle murió sin haber indicado un candidato de su preferencia, pero todos sabían que no quería a Gabriel Terra, quien era declaradamente anticolegialista y había desobedecido su autoridad en más de una oportunidad. Otros encontronazos habían agravado la situación. En 1926, el diario El Día bajo el título aparentemente casual de Actualidades le había criticado el haber participado en una ceremonia católica como padrino del casamiento de una de sus hijas. La observación que hoy parece pueril no daba ni para ser discutida. Terra que era un notorio masón había asistido a la Iglesia para cumplir con una obligación familiar. Luchas públicas o encubiertas como la que se acaba de contar, abundaban en aquellos años al impulso de las intolerancias y las posiciones dogmáticas. A veces aparecían en la superficie y otras se escondían debajo. Cuando en 1930 Gabriel Terra apoyado mayoritariamente por los grupos colorados antibatllistas ganó las elecciones de noviembre contra el grupo del diario El Día y los hijos de Batlle que patrocinaba a Federico Fleurquin, su primer acto de gobierno implicó una desobediencia a la Agrupación de su partido controlada por la fracción rival, cuyas decisiones nunca se discutían. Desde ese momento la guerra se volvió total y comenzó a ser disputada en todos los frentes.

El primero de marzo de 1931, el doctor Gabriel Terra asumió la Presidencia de la República en medio de un ambiente político que vaticinaba borrascas y al cual enfrentó con decisión. Siempre había sido un hombre de proceder correcto pero medio respondón, como su padre. Don José Ladislao Terra era amigo personal del dictador Máximo Santos y hasta había ejercido el Ministerio de Hacienda durante su gobierno. Cuando su nombre sonaba como candidato para las elecciones siguientes, Santos le condicionó su apoyo preguntándole si llegado el caso lo designaría a él Capitán General con mando sobre todas las fuerzas. Ladislao Terra le contestó que no porque ese cargo de acuerdo a la Constitución le correspondía al presidente y Santos, a quien no le gustaba recordar las disposiciones vigentes que podían perjudicarlo, olvidó su palabra. El padre de Terra fue entonces electo senador en una campaña política que le costó el resto de su fortuna. Murió al comenzar el siglo XX abrumado por su falta de recursos económicos y por la responsabilidad de criar a dieciséis hijos de dos matrimonios. Uno de ellos, Gabriel, que heredó su carácter, también le había dado con la puerta en la cara a su líder José Batlle y Ordóñez como su padre le había hecho a Santos. Primero se opuso a la segunda candidatura presidencial de Batlle (aunque después confesó que había sido un error), Luego se negó a firmar el documento con el que algunos legisladores colorados se comprometían a derogar el voto secreto y finalmente, fue tenaz adversario de la reforma colegialista.

Triunfar en las elecciones del 30 no le resultó fácil a Gabriel Terra. Don Pepe Batlle, apretado entre los dientes de una tenaza: impedir que ganaran los nacionalistas y frenar la sangría de las fuerzas coloradas no batllistas que eran las que en definitiva le aseguraban las mayorías del país, ya había cedido en múltiples oportunidades. Los dos últimos presidentes, como ya se dijo en la nota anterior, habían sido dos colorados no batllistas: Serrato y Campisteguy. Se asegura que fue el propio Batlle quien poco tiempo antes de su muerte buscó solucionar el problema con una fórmula tan alambicada que dejó sin aliento a los expertos electorales. Esta consistió en ofrecer un acuerdo a los colorados riveristas por el cual si alcanzaban a cubrir el diecisiete y medio por ciento de los votos partidarios, quien hubiera sido legalmente electo presidente debía renunciar a favor del candidato de este sector. El doctor Pedro Manini Rios, que era quien encabezaba la fórmula riverista vio que de esa manera no le sería difícil llegar hasta la Primera Magistratura, pero a Terra no le hizo ninguna gracia. La letra fría -y mirada hoy absolutamente insólita- de este acuerdo interno colorado, que fue denominado handicap llevaba a que si el doctor Manini sacaba un voto más del diecisiete y medio por ciento del total del Partido Colorado, se estaría imponiendo a quien había sacado muchos más. En resumen, el candidato ganador habría perdido y el perdedor, ganado.

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