El general Benito Bignone admitió 8000 desapariciones, aunque asignó 1500 al gobierno justicialista. Detenido por el robo de bebés, dijo que la tortura fue aprobada por la Iglesia. El último dictador también formuló su propia doctrina penal: 1: “La única forma de evitar que le pongan una bomba es matar antes al tipo que se la va a poner”. 2: “El delincuente tiene que saber que en la comisaría por lo menos una pateadura se va a ligar”.
El ex dictador Benito Bignone admitió que los instructores franceses enseñaron a los militares argentinos el método del secuestro, la tortura y la ejecución clandestina de personas y dijo que el Episcopado argentino aprobó esa práctica. En una entrevista con la periodista francesa Marie-Monique Robin, contenida en el documental Escuadrones de la Muerte. La Escuela Francesa, que se emitirá el 1º de septiembre en la televisión de París y en otra docena de países, Bignone dijo que los derechos humanos tienen valor distinto según la persona de quien se trate. En una asombrosa extrapolación de épocas, homologó las torturas aplicadas durante la dictadura militar con el maltrato a detenidos por la policía en el presente y dijo que los delincuentes que entran a una comisaría deben recibir por lo menos una pateadura. Bignone está bajo arresto domiciliario a disposición del juez federal Jorge Urso, en la causa por el robo de bebés dados a luz en cautiverio. Durante la entrevista, que fue filmada con una cámara oculta, Bignone dijo que sólo padece el “daño moral” de su detención y describió las envidiables condiciones en que la cumple, con salidas diarias autorizadas por la Justicia.
Según Bignone no hubo diferencia alguna entre la denominada Batalla de Argel y la guerra sucia militar contra la sociedad argentina. “Fue una copia. Inteligencia, cuadriculación del territorio dividido por zonas. La diferencia es que Argelia era una colonia y lo nuestro fue dentro del país. Era una diferencia de fondo pero no de forma en la aplicación de la doctrina. Los [instructores] franceses dictaban conferencias y evacuaban consultas. Para algo estaban acá. No cobraban el sueldo de gusto”, dijo. Quien introdujo en la Argentina el interés por la guerra revolucionaria fue el coronel y luego general Carlos Jorge Rosas, quien cursó la Escuela de Guerra francesa a mediados de la década de 1950. “El trajo la inquietud de que toda la preparación de la guerra clásica no servía, porque la guerra moderna, la guerra revolucionaria, era totalmente diferente. Fue subdirector de la Escuela de Guerra y subjefe del Estado Mayor y el gestor de que tuviéramos una asesoría francesa.”
El caso Moro
Respecto de los interrogatorios con torturas, Bignone contó una reunión que mantuvo en 1977 con tres obispos de la Iglesia Católica. Se trató de “un almuerzo para hablar de estos temas”. El 7 de mayo de ese año, el Episcopado firmó una carta pastoral en la que expresó “serias inquietudes” por las desapariciones y secuestros, las detenciones sin proceso y las torturas, que atribuyó en forma bizantina a que “el gobierno no ha logrado aún el uso exclusivo de la fuerza”. Bignone no identificó quiénes fueron sus interlocutores eclesiásticos, pero contó el diálogo que dijo haber sostenido con ellos. El militar les formuló un dilema hipotético:
–Como representante del Estado argentino, sea juez o general, tengo en mi poder al señor Juan Pérez. Es un subversivo que sabe dónde está una señorita que sé que está raptada por la subversión y de la que yo soy responsable, porque tengo la obligación de protegerla. ¿Hasta dónde llega mi potestad como Estado para que aquel señor me diga dónde está esta señorita, de modo que yo la pueda salvar?
–Su pregunta es muy difícil, general –dijeron al unísono los tres obispos, según Bignone. Pero luego, “el más viejo, que ya murió, dijo que ensayaría una respuesta:
–Creo que su potestad llega hasta cuando ese hombre hable con dominio de su mente”.
Para Bignone ello implica que los obispos “estaban de acuerdo con buscar la manera de que [el detenido o secuestrado] me diga dónde está la persona que necesito salvar”. A su juicio la disyuntiva correspondía a un “casotípico”, que ejemplificó así ante la cámara: “Aldo Moro estaba preso y al mismo tiempo estaba preso el jefe de las Brigadas Rojas. ¿Usted cree que no sabía dónde estaba Moro? ¿Qué era más importante, los derechos humanos de ese sinvergüenza o los derechos humanos de Aldo Moro?”. La democracia italiana respondió a ese dilema de un modo opuesto al de la dictadura argentina.
Cuando el jefe de policía, general Carlo Alberto Dalla Chiesa, recibió la sugerencia de torturar a los detenidos para llegar a Moro respondió: “Italia puede permitirse perder a Aldo Moro, pero no puede permitirse implantar la tortura”. Moro fue asesinado por las Brigadas Rojas en mayo de 1978 pero Italia conservó un gobierno democrático y derrotó a los brigadistas sin cometer las atrocidades que hasta el día de hoy han dejado una huella espantosa en la sociedad argentina.
Ocho mil desaparecidos
Bignone admitió la desaparición de personas detenidas pero puso en duda su cantidad. “Nuestro presidente habla de 30.000, pero sólo fueron 8000, de los cuales 1500 bajo el gobierno de ellos” [los justicialistas]. Hace una década, en su libro El último de facto, redactado por el escritor fantasma militar Héctor Simeoni, Bignone consideró que “hubiera sido un error trágico” publicar una lista de muertos por la dictadura militar, porque “después vendrían los interrogantes: ¿quién lo mató, dónde está el cadáver, por qué lo mataron?”. Dijo que los secretarios generales de las tres Fuerzas Armadas “llegamos a la conclusión de que no era conveniente”. Pero aun luego de haber admitido ante Marie-Monique Robin la responsabilidad castrense por la desaparición de entre 6500 y 8000 personas, Bignone repitió las inconsistentes explicaciones de los años de su gobierno. “Es un tema tabú, es una exageración lo que dicen acá. Es un tema muy difícil de explicar. La esencia es que los primeros que optan por desaparecer son ellos. No es como en el caso de Argelia. En el caso nuestro, ellos pasan a la clandestinidad, desaparecen. Se ponen nombres de guerra, tienen documentos falsos y obran en la clandestinidad. O sea, para la sociedad no existen. ¿Nos vamos a preocupar después nosotros por identificarlos? Llevaban una pastilla de cianuro en el bolsillo. En la guerra clásica también hay desaparecidos”, dice, acumulando incoherencias.
Entrevistado para el mismo documental, el ex comandante del Cuerpo de Ejército II general de división Ramón Genaro Díaz Bessone reconoció que la dictadura militar hizo desaparecer a 7000 personas y que no se animó a fusilarlas por temor a la condena papal. Marie-Monique Robin le preguntó a Bignone si tales métodos le habían costado “algunas preguntas éticas al principio”. Su respuesta: “¿Qué le parece? Uno vive haciéndose preguntas éticas. Yo creo que la reacción que vino después contra la Argentina, contra Chile y Uruguay fue precisamente motivada para que nadie se anime en el mundo a hacer lo que hicimos nosotros, porque ésa es la única manera de terminar con la subversión. No es lo mismo que convivir con la subversión, como convive Colombia o España con la ETA, o que ser derrotado por la subversión, como fue con Cuba o pudo ser El Salvador. Porque nosotros terminamos con la subversión. Que después perdimos políticamente es otra cosa. Pero militarmente terminamos con la subversión”. El ex dictador ni siquiera sospecha que aquello que el mundo condena son los crímenes de lesa humanidad cometidos en forma sistemática desde el Estado para lograr fines que la camarilla gobernante definió por sí y ante sí como deseables para la Patria.
Ayer, hoy y mañana
La atrocidad de esos procedimientos y su incompatibilidad con cualquier forma del derecho, civil o militar, aparece en toda su extensión cuando Bignone intenta fundamentarlos en una doctrina contrainsurgente: “Si usted quiere que no le pongan una bomba en su casa, por más guardia que tenga igual se la van a poner. La única forma de evitarlo es matar al tipo que le va a poner la bomba antes de que la ponga”.
–En mi país se habla abiertamente de estos temas, que antes eran tabú. Se discute si había que utilizar la tortura o no y qué técnicas se aplicaron –dice la periodista francesa.
Bignone responde que leyó las declaraciones del general Paul Aussaresses, cuyo libro Services Speciaux Algérie 1955/57 sacudió a Francia hace dos años porque narró en primera persona y con detalle las torturas y ejecuciones clandestinas cometidas por sus Fuerzas Armadas en Argel, donde 3024 personas desaparecieron, según el cálculo preciso del renunciante jefe de Policía de la ciudad, Paul Teitgen. “Israel tiene reconocida la tortura. Todas las policías del mundo. ¿O somos tan hipócritas para decir que no? A la policía hay que tenerle respeto y si no, miedo. El delincuente tiene que saber que si entra a la comisaría por lo menos una pateadura se va a ligar. Aquí en nuestro país pasa lo contrario. El policía le tiene miedo al delincuente”, agrega Bignone, en una notable extrapolación cronológica.
La picana eléctrica se utilizó siempre “en todos lados”, dice, y en la Argentina comenzó a utilizarse “en tiempos de Perón”. La principal enseñanza de los franceses fue el uso de la inteligencia, que Bignone describe como “la piedra angular de la lucha contra la subversión”.
También cuenta que leyó Los Pretorianos, Los Mercenarios y Los Centuriones, de Jean Lartéguy, que los instructores franceses recomendaron a sus discípulos argentinos. Curioso cruce de ficción y realidad: los libros de Lartéguy son novelas apologéticas. En uno de ellos, Los Centuriones, el personaje Boisfeuras está inspirado en Aussaresses, el torturador y ejecutor. Ex paracaidista él mismo, Lartéguy retrata a Boisfeuras/Aussaresses en forma despectiva. Le atribuye “espíritu tortuoso, gusto por la intriga, falta de escrúpulos y palabra de honor, necesidad monstruosa de poder, que sólo conseguía satisfacer a la sombra de personas de grado superior, lo cual lo tornaba al mismo tiempo cauteloso y amargo”. A la inversa, el documental muestra cómo la película ítalo-argelina de ficción La batalla de Argel, dirigida por el comunista Gillo Pontecorvo para denunciar los métodos utilizados por el Ejército colonial francés, fue luego utilizada en la instrucción de los oficiales estadounidenses y latinoamericanos que los replicaron en el Cono Sur y en el Sudeste Asiático.
Al comparar la experiencia francesa en Argelia con la de la dictadura argentina, Bignone dijo que en ambos casos habían ganado la batalla militar y perdido la política. También mencionó su amistad con el instructor francés Robert Servent, un veterano de Indochina y Argelia que formó parte de la misión militar en Buenos Aires. Bignone recuerda el furibundo antigaullismo de Servent, quien no perdonaba el abandono de Argelia decidido por Le Général. Bignone es comprensivo con el ex jefe de Estado. “Lo entiendo a De Gaulle. No se podía seguir así en este mundo. En nuestro caso era distinto, porque estábamos en nuestro propio país, no se podía decir al final les vamos a regalar dos provincias para que se queden tranquilos”. Ni se le ocurre que por la misma distinción que intenta, nunca debieron acudir en su propio país a los métodos infames de un Ejército colonial.
Bignone conoció a Servent en Madrid, en la Escuela de Estado Mayor español. “Nos hicimos muy amigos, entre 1962 y 1964. En Madrid empezaba a despertarse el interés [por la guerra revolucionaria]. Yo llevé el planteo de un ejercicio teórico que se hizo en el segundo año. Transcurría en una colonia francesa imaginaria de Africa.” La importancia que ya entonces asignaba el Ejército argentino a la experiencia colonial francesa se desprende de otro de los recuerdos de Bignone: el oficial que obtenía las mejores calificaciones en la Escuela Superior de Guerra era enviado a los cursos de perfeccionamiento en París, que incluían un período de práctica de un mes en Argelia. “La guerra contrarrevolucionaria interesaba, y la cuna de esto era Francia. En España el interés no estaba tan actualizado como acá. Allá la enseñanza estaba más volcada a la guerra clásica, y muy poquito de la guerra revolucionaria” dijo Bignone.
En su promoción, el destino en París le correspondió a su compañero Juan Carlos Gutiérrez Morcchio. Antes que él realizó el mismo curso el entonces teniente coronel Alcides López Aufranc, quien también es entrevistado en el documental. Al regresar, López Aufranc dirigió en Buenos Aires el Primer Curso Interamericano de Guerra Contrarrevolucionaria, en el que participaron oficiales de catorce países. Hasta entonces “la doctrina nuestra era la vieja doctrina alemana, después la americana. Nuestros reglamentos eran extraídos del Ejército de Estados Unidos, que casi no tenían doctrina en esta materia. La Escuela de las Américas de Panamá era la única que tenían. Los demás que iban a Estados Unidos era para estudiar la guerra clásica”.
“Muchos menos”
El ex dictador repite en el documental una frase que hizo célebre en 1980 el general Santiago Omar Riveros, quien fue su jefe en el Comando de Institutos Militares y en la Zona IV de Seguridad y que, igual que Bignone, ahora está bajo arresto domiciliario por el robo de bebés cuyas madres, detenidas-desaparecidas, dieron a luz en el Hospital Militar de Campo de Mayo. “Peleamos con la doctrina y con el reglamento en la mano”, dicen ambos. Pero además Bignone explica cuáles fueron esa doctrina y aquellos reglamentos: “La manera de oponerse a la guerra revolucionaria fue encarada a partir del modelo francés que íbamos conociendo por publicaciones y oficiales que realizaban cursos en institutos galos. A fines de la década del ‘60 aparecieron los primeros reglamentos para la lucha contra la subversión, LC82 Operaciones contra las Fuerzas Irregulares, tomos I, II y III, hechos por nosotros copiándolos de los franceses. La influencia francesa fue la que nos dio todo. Nuestra doctrina se volcó en los reglamentos y fue lo que aplicamos después”.
Por eso, agrega, “cuando vuelve la democracia el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas dictamina que las órdenes para la lucha eran inobjetables. Allí fue donde en un exabrupto político le quitaron la causa al Consejo Supremo y se lo pasaron a la Cámara Federal aduciendo demora”. A sus 75 años, el general ni se arrepiente ni vacila: “Los que dicen que hicimos una guerra sucia, no es cierto”, se enoja en un momento. “El gran error nuestro fue admitir llamarle guerra sucia”, dice en otro, como si el problema fuera semántico. “Ninguna guerra es limpia. En la guerra clásica todos los que mueren o la inmensa mayoría son inocentes. No eligieron ir, los mandaron a la guerra. En la guerra revolucionaria, ellos eligen ir a la guerra. Es mucho más sucia la otra que ésta, porque los inocentes que mueren en la guerra subversiva son muchos menos que en la otra donde todos, salvo el que llevó el país a la guerra, son inocentes”, afirma.
Horacio Verbitsky
Página 12
01/09/03
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