30/9/08

CIA, Escuadrón and Company

Detrás del Escuadrón...
El último día del pasado mes de julio, una pareja vio el cuerpo de un hombre que yacía entre las rocas cercanas al parador Kibón en Pocitos. El hombre muerto se llamaba Manuel Ramos Filippini; tenía los brazos quebrados y más de una docena de balazos en el cuerpo y la cabeza. Llevados y traídos por el viento, unos volantes dejados allí por los asesinos proclamaban la autoría de la "hazaña". Decían, simplemente: "Comando Caza- Tupamaros Oscar Burgueño".
La madrugada anterior cuatro personas habían ido a buscar a la víctima en su domicilio; dijeron que eran policías y se lo llevaron. Ramos Filippini, procesado un año atrás por "asistencia a la asociación para delinquir", no olvidó quizás que las garantías constitucionales proclaman que el hogar es un sagrado inviolable, que no puede ser allanado de noche, ni siquiera con orden judicial. Debe de haber pensado, lo mismo que la mayoría de los uruguayos, que hace buen rato que en este país las páginas de la Constitución son poco más que papeles olvidados.



Un descubrimiento: Uruguay está en América Latina
Hasta no hace mucho tiempo las noticias sobre la MANO de Guatemala, el Escuadrón de la Muerte de Brasil, los secuestros de militantes en Argentina o los abiertos malones policiales en otros países de América, eran para nosotros solamente lejanas noticias de un continente oscuro, ensangrentado por dictaduras feroces.
No porque aquí la vida fuera idílica. Ya había comenzado la lucha radical contra la oligarquía y sus raíces de injusticia, y la represión desatada contra todos los sectores populares no se manejaba con guante blanco. El pueblo ya tenía sus perseguidos, sus torturados y sus muertos. Pero en ese enfrentamiento subyacían ciertas normas implícitas: todavía las caras de cada quien eran visibles.
La contienda se desarrollaba en más de un plano. Había en primer lugar un enfrentamiento entre los trabajadores a quienes se les había congelado sus ingresos y patrones satisfechos porque, en cambio, lo que se les había congelado eran sus egresos.
Esta oligarquía mandaba reprimir todo reclamo desde sus sillones en los directorios o desde sus butacas en los ministerios. Trabajadores estatales en conflicto (bancarios, de Ancap, de UTE) fueron militarizados, ultrajados, suspendidos o destituídos. Había también una movilización estudiantil, en combate tanto contra una Interventora que para ordenar instaló el caos, como en acciones solidarias con gremios en huelga. A su frente estaban las brigadas de choque y las chanchitas, las balas y los gases. La muerte de cuatro estudiantes son jalones luctuosos de esas batallas, a las que últimamente se han incorporado los asociados lícitos para delinquir: los miembros de la JUP, que atropellan a mano armada a jóvenes liceales, su retaguardia cubierta por distraídos patrulleros y verosimilmente instruídos e impulsados por los centros del poder. Un inventario de sus desmanes ocuparía demasiado espacio y seguramente sería incompleto.
En este año de elecciones el enfrentamiento se procesa asimismo en el plano político –partidario. Los locales del Frente Amplio y de los partidos que lo integran son baleados e incendiados, los pegatineros son detenidos, los brigadistas son severamente interrogados; algunos de ellos han sido confinados en cuarteles. En este campo también se siente la amenaza de un pueblo que se organiza para competir en el campo y con las reglas de juego del propio sistema.
Por último, se desarrolla una lucha de características distintas de las anteriores: la oposición entre la insurgencia armada y el régimen en su conjunto. Aquí la contienda llega a su clímax de violencia, porque en ella el sistema ve comprometida su existencia misma y lanza sus guardianes a defenderlo con severas consignas de represión. Policías y tupamaros han caído para siempre en el campo asfaltado de batalla. La defensa del sistema ha pretextado la implantación de rigurosas medidas de seguridad e incluso ha derivado, indirectamente, en un conflicto de poderes, al punto de que en estos momentos el Parlamento lleva adelante un juicio político al presidente de la República por haber desconocido el levantamiento de las medidas que decretó la Asamblea General. "Enfrentamos a un poderoso ejército clandestino", adujo como explicación el ministro del Interior brigadier Sena, un hombre duro, fanático de la autoridad, convencido de que su rígida concepción del orden es la mejor manera de encauzar las relaciones sociales.
Con todos los excesos que el desarrollo de todas esas contiendas trajo consigo, había en ellas sin embargo una cuota de claridad en su planteo: los enemigos se conocían por su nombre. Ahora la tortura y la muerte alevosa de Ramos Filippini nos ha instalado de golpe en aquel continente bárbaro a cuyas espaldas crecimos: el Escuadrón de la Muerte ha adoptado la ciudadanía uruguaya. Pero esta vez el fascismo ha llegado demasiado tarde.



Las marionetas y sus hilos
Salvo espaciados períodos en que los intereses populares estuvieron sino representados, por lo menos contemplados por los gobernantes, el Uruguay vivió siempre institucional y políticamente enajenado. Los hombres de gobierno fueron, alternativamente, capitanes de industria, terratenientes y banqueros, o fieles representantes de la clase dirigente. Los políticos ejercieron con eficacia su papel de delegados del poder económico y sus servicios fueron largamente recompensados. En los últimos años, coincidiendo con un período en que a la desaparición de caudillos populares sucedió la emergencia de una promoción de oscuros oficiantes, la oligarquía desplazó a sus mandatarios y se sentó en los puestos de comando.
Con una crisis estructural que hace crujir su andamiaje, con una dependencia externa que deja márgenes de maniobra cada vez más reducidos, el Uruguay no puede ya ser más lo que era. Mientras el deterioro económico se agudiza, irrumpe un hecho nuevo: los sectores populares, los más castigados por la crisis, adquieren una conciencia política firme y comprometida. A la oligarquía gobernante se le plantea un dramático problema: ¿cómo subsistir, cómo sobrevivir en la misma condición de siempre? La respuesta es fría y objetiva; la misma que se dieron a sí mismos los capitalistas arruinados de la Alemania de los años treinta. El equipo que ejerce el dominio económico y político debe nazificar el país para que la rosca pueda seguir exprimiendo. La furiosa arremetida contra los movimientos populares no refleja sólo el odio visceral del opresor hacia el oprimido ni la mera concupiscencia del poder; representa la elección del único medio posible para que la clase dominante continúe instalada en las claves del mando.
No a otra cosa responde la "violencia de arriba". Las élites comerciales e industriales, los grandes banqueros como Peirano o Ferrés, los latifundistas como Martinicorena, Gallinal o Touron, no pueden tolerar siquiera un horizonte cargado de amenazas. Mucho menos un contorno presente de seguras agresiones a su predominio hasta ahora incuestionable e incuestionado. La consigna, sostienen, es "mantener el orden".
En realidad no existe un orden a mantener; existe un "Nuevo Orden" a instaurar. A su establecimiento concurren la convulsión permanente en las calles y en los centros de enseñanza, los allanamientos indiscriminados, los atentados a clubes políticos, la censura de prensa, la represión sindical y, ahora, los escuadrones de la muerte.
Pero el proceso de los mecanismos de la reacción fue más lento que el despertar de los desposeídos. Ya es tarde para ellos y los caminos históricos que transitamos son irreversibles. No obstante, sus instrumentos siguen actuando.



Los instrumentos del poder
Las fuerzas policiales –nos referimos, claro está, a los cuadros menores de ese cuerpo- aún no han tomado clara conciencia de su carácter de instrumento del nuevo orden. Actúan con cierta impunidad, por lo menos en el plano de las responsabilidades penales. La prensa ha destacado, sin embargo, algunos hechos significativos. En ciertos procedimientos exitosos de la policía contra la organización armada, se ha descubierto que ésta posee un registro minucioso de los efectivos de aquélla. Todo hace suponer –y cruentas acciones de represalia lo confirman- que, a través de su fichaje, la impunidad a que hacíamos referencia, válida en el orden judicial, no opera con igual eficacia en el terreno de los hechos.
Esa relativa invulnerabilidad se asienta además en otro poderoso instrumento del sistema, tan dependiente de los grupos de poder como el jerárquicamente subordinado que es el instituto policial. Los medios de difusión masiva económicamente poderosos –voceros de hombres con pocos votos y muchos millones- aceptan gustosamente la censura y las limitaciones impuestas por el gobierno a su deber de informar, pero sobre todo acuden a la mentira desembozada, ocultando o deformando los hechos al gusto de sus mandantes. Los casos más clamorosos de esa retorcida manera de encarar la información son bastante recientes. Elegimos dos, elocuentes por su particular dramatismo.
Cuando el militante anarquista Héber Nieto cayó abatido por la bala de un francotirador apostado en la terraza de la Caja de Jubilaciones, la prensa "seria" divulgó con especial destaque el informe que de inmediato elaboró la D.I.I., que atribuía claramente la autoría del crimen a los propios compañeros del pequeño obrero-estudiante. El informe del médico forense, que demostró lo absurdo de aquella presunción, no mereció ciertamente ni los titulares ni los análisis que el documento merecía. El caso del agente Kazlauskas, aparentemente asesinado en medio de un turbio episodio que no hay por qué seguir divulgando, fue presentado de inmediato como una venganza de los "tupamaros"; la misma policía, que ha inaugurado un sistema de información subjetiva y comentada, echó a rodar la bola de nieve con el impulso solidario de periodistas complacientes.
Los ejemplos podrían ser más numerosos, pero ya la desinformación grosera es pan de cada día para el lector. Lo malo estriba en que lo es tanto para el prevenido como para el dsprevenido. La prensa grande, como la televisión enajenada y enajenante, como muchas radiodifusoras, son también engranajes del régimen, y al régimen apuntalan pues sólo con él pueden sobrevivir como empresas del engaño cotidiano. Más sutil que la represión en sus procedimientos, los medios de difusión masiva constituyen otro instrumento –insidioso, penetrante, persuasivo- de perpetuación de las estructuras de un sistema corroído y condenado.



Una función a dignificar
Por su parte, la imagen de la policía uruguaya se ha deteriorado vertiginosamente. El pueblo no la siente como su aliada o su defensora, porque -con excepciones que sería injusto ignorar- la policía ha perdido la confianza de ese pueblo cuya seguridad le compete custodiar. El más inocente de los ciudadanos siente aprensión ante las chanchitas erizadas de fusiles. La gente ya no habla en voz alta; se teme al vecino del ómnibus, que tras su ingenua apariencia de lector de un diario puede ocultar a un "tira"; en el estadio no conviene criticar al gobierno porque cualquier "hincha" puede ser un agente de investigaciones; los pasillos de la Jefatura hierven de funcionarios vestidos de civil, y allí tropiezan como hormigas la "estudiante" de minifalda con el "vecino" que habitualmente va a tomar un copetín al café del barrio. La oligarquía, asustada, fomenta la delación y se rodea de guardias pretorianas. Pero esos guardias, a su vez, también se asustan. El miedo que provocan es la proyección de su propio miedo.
Son gentes de carne y hueso, como usted y como yo. Sufren nuestras mismas o peores carencias. Por un sueldo de hambre deben acatar las órdenes de alguien a quien no conocen y cuyos intereses ignoran. Si protestan por el atraso en el pago de sus asignaciones, se acude a su "espíritu patriótico". Han elegido un trabajo sin prestigio, impulsados por la desocupación y la miseria. Sólo cuando uno de ellos cae en esa guerra implacable la prensa recuerda su pobreza y el desamparo de sus hijos, el señor presidente concurre a su velorio y ante su cuerpo sin vida se dicen discursos compungidos.
La institución policial debe recuperar su prestigio. No es actuando contra los humildes, no es protegiendo a la JUP como habrá de recuperar el cuerpo la dignidad y el respeto que deben serles implícitos. No es llevando presos a pegatineros del Frente Amplio, que son sus iguales en la pobreza y que luchan por un mundo mejor también para los agentes policiales, como servirán la causa del pueblo de donde provienen y ante el cual, tarde o temprano, todos deberemos rendir cuenta de nuestros actos o de nuestras omisiones. Y si no bastaran esas razones, debieran bastar las de un instinto de conservación naturalmente orientado para modificar radicalmente la forma y el sentido de sus procedimientos.
En Brasil y en Guatemala son policías los integrantes de los feroces escuadrones clandestinos. Pronto se sabrá –en este país, en este Montevideo, hay secretos que no duran más que un lirio- si aquí se repite el mismo fenómeno. Ojalá que no sea así, porque de lo contrario será de otro signo el impulso pacificador de un pueblo decidido a cambiar.
Un pueblo que ha elegido un instrumento político –el Frente Amplio- adecuado a sus legítimas ambiciones y que defenderá, como sostuvo el general Seregni, el derecho a votar en noviembre bajo el recuerdo de quienes lo obtuvieron lanza en mano en las cuchillas de la patria.



Publicado en revista Cuestión
AÑO I, Nº 5, 10 de junio de 1971

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