14/9/08

1978: detenidos en Argentina, desaparecidos en Uruguay

El papel de la marina en la represión
Militantes de izquierda detenidos en Argentina entre fines de 1977 y mediados de 1978 fueron torturados, asesinados y enterrados en las inmediaciones de la cárcel de La Tablada. Por Samuel Blixen


El viejo hotel estatal ubicado en camino Melilla y Camino de la Redención, donde los consignatarios y troperos solían alojarse cuando conducían sus ganados a la Tablada Nacional, fue confiscado por los militares al comienzo de la dictadura y destinado como depósito y taller de reparación de vehículos asignado al Ocoa (Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas), integrado por oficiales de inteligencia de la Armada, el Ejército, la Fuerza Aérea y la Policía.

La Tablada (hoy “cárcel modelo” y hace unos años establecimiento del INAME) se convirtió a comienzos de 1977 en la Base Roberto, nuevo centro clandestino de detención. Era un momento clave en la organización de la represión: la patota del Ejército que a fines de 1975 relevó a la Dirección Nacional de Información e Inteligencia en los operativos de Argentina, había llegado a un callejón sin salida, un año después, a fines de 1976. El cierre de Automotores Orletti, donde Gavazzo, Cordero, Silveira y otros secuestraron y torturaron a militantes del PVP, de los GAU y del MLN marcó el fin de la asociación con la banda de Aníbal Gordon y sus agentes de la side por desinteligencias sobre los repartos de los “botines de guerra”.

Aunque el OCOA siguió coordinando con equipos de las tres armas, el jefe del Servicio de Información de Defensa (Sid), general Amaury Prantl, dispuso en abril de 1977 el cierre del centro clandestino 300 Carlos que funcionaba a los fondos del predio del Batallón 13. El Ocoa se trasladó así a La Tablada, y es de presumir que el centro clandestino Infierno Chico, que funcionaba en una casa de Punta Gorda, fue sustituido por La Casona, un centro clandestino de detención montado en una propiedad de avenida Millán donde hoy se levanta una cooperativa de viviendas de empleados de Cuctsa.

El cambio de centros clandestinos coincidió con otro cambio sustancial de la represión. A partir de 1977 oficiales de inteligencia de la marina, en especial del Fusna (Fusileros Navales) y de la Prefectura Nacional Naval, sustituyeron a los comandos del Ejército en la coordinación con los aparatos represivos argentinos. Así, mientras La Tablada se convertía en el nuevo foco de torturas, desapariciones y asesinatos, en Argentina el pozo de Banfield y el pozo de Quilmes sustituyeron a Automotores Orletti. Cambiaron los lugares y los nombres, pero las prácticas continuaron idénticas.

La actividad represiva que a fines de 1976 había secuestrado a la mayoría de los militantes del PVP en Buenos Aires continuó en 1977 con la persecución y el secuestro de militantes de los gau, el Partido Comunista Revolucionario (PCR) y tupamaros en el marco de la Unión Artiguista de Liberación (UAL) que pretendía unificar los esfuerzos de los diferentes exiliados en Argentina. Así como antes los secuestrados eran trasladados clandestinamente a Uruguay y eran torturados en el 300 Carlos y en la casa de Punta Gorda, ahora los nuevos secuestrados terminaban en La Tablada, antes de desaparecer definitivamente.


LAS REDADAS DE LA MARINA.
El Fusna y la Prefectura Naval fueron centros de tortura desde 1972 y sus oficiales de inteligencia integraron además el Ocoa. Pero en 1977 su protagonismo cambió radicalmente al asumir el relevo de los aspectos operativos de la coordinación represiva trasnacional. Los marinos uruguayos que pasaron a operar en Argentina coordinaron con la ESMA, con Prefectura y con el Cuerpo 1 de Ejército.

La inteligencia naval, a través del Ocoa, se concentró ese año en desarticular las estructuras del PCR y de los GAU. Las detenciones en Montevideo culminaron en un gran operativo en Buenos Aires (Capital Federal y provincia) que comenzó a mediados de diciembre de 1977 y se prolongó hasta los primeros días de enero de 1978, facilitando la captura de 26 uruguayos, todos desaparecidos (véase BRECHA, 23-V-01).

Entre éstos figuran Eduardo Dossetti, su esposa Ileana García, Alfredo Bosco, Alberto Corchs, Elena Lerena, Julio César D’Elía, Yolanda Casco, Raúl Edgardo Borelli, Mario Martínez, María Antonia Castro, Gustavo Goycochea, Graciela Basualdo, Gustavo Arce y Raúl Gámbaro, todos de los GAU; Ataliva Castillo, Miguel Ángel Río Casas, Eduardo Gallo, Aída Sanz (y su madre Elsa Fernández), del MLN; Célica Gómez, Carlos Cabezudo, Andrés Carneiro da Fontoura y Carolina Barrientos, del PCR; Guillermo Manuel Sobrino, antiguo militante del Partido Socialista, y María Asunción Artigas y Alfredo Moyano, militantes de la ROE.

La mayoría de los secuestrados de esas redadas fueron torturados en el pozo de Quilmes; algunos fueron trasladados al pozo de Banfield y permanecieron allí hasta mayo de 1978 (Martínez murió de un ataque de asma durante una sesión de torturas en Quilmes); se sabe de la presencia de ellos en esos dos centros clandestinos por el testimonio de la argentina Adriana Chamorro. De otros, como Castillo, Casas, Gallo, Cabezudo, Gómez y Barrientos, no se tuvo noticias hasta que otro testimonio permitió saber que cuatro de ellos estaban con vida, en febrero de 1978, pero en Uruguay, en La Tablada, de donde desaparecieron definitivamente.

Comunicándose mediante golpes en las paredes de sus celdas, los secuestrados que eran llevados y traídos entre Banfield y Quilmes pudieron dar a conocer sus nombres y detalles de las sesiones de tortura. Así se logró saber que entre los torturadores había oficiales de la marina uruguaya, uno de los cuales se hacía llamar “Saracho”. Se ha podido confirmar que por esas fechas estaba en Buenos Aires el capitán Jorge Tróccoli y que en enero de 1978 el capitán Juan Carlos Larcebeau viajó a la vecina orilla para “traer prisioneros”, pero al regresar informó que “no se los dejaron traer y que había que trasladar presos a la Argentina”; Tróccoli y Larcebeau revistaban en el Fusna. Se sabe, además, que los oficiales Daniel Maiorano y Eduardo Craigdallie, de Prefectura Nacional, participaron entre diciembre de 1977 y junio de 1978 en intercambios de prisioneros.

A diferencia de lo que ocurrió antes, cuando la coordinación trasnacional estaba a cargo del Ejército, el traslado de prisioneros durante la colaboración entre la Armada uruguaya y la argentina estuvo generalmente a cargo de los argentinos, que utilizaban lanchones para cruzar el río hasta las costas de Colonia o fletaban aviones de la ESMA.

Particularmente los vuelos dependían de los operativos que se realizaban en Uruguay contra montoneros. Un vuelo de un avión argentino despegó en la segunda mitad de diciembre de 1977 llevando a cuatro montoneros que un comando conjunto capturó en dos casas del balneario Lagomar. Otro avión trasladó a Buenos Aires a Oscar de Gregorio, dirigente montonero detenido en Colonia. A fines de mayo de 1978, un avión naval llegó a Montevideo a recoger a un matrimonio argentino, Claudio Logares y Mónica Grinspon, detenidos el 18 de mayo en la calle Fernández Crespo. El 28 de mayo el matrimonio fue visto en el pozo de Banfield, dos días después de que la totalidad de los uruguayos allí recluidos fueron sacados de sus celdas y trasladados con destino desconocido. Sólo permaneció María Artigas, embarazada de seis meses. Una vez que dio a luz, Artigas también desapareció.

La coincidencia entre la evacuación de uruguayos del pozo de Banfield y el traslado del matrimonio Logares hace presumir que el avión que vino a buscar a estos últimos trajo a Montevideo a los primeros.


UN TESTIMONIO DETERMINANTE.
Ángel Galleros, “Abo”, militante del PCR, oriundo de Mercedes, es detenido el miércoles 18 de enero de 1978 en las inmediaciones de Millán y Raffo, metros antes de llegar a la casa de Ricardo Blanco, otro militante del PCR, sin saber que a éste lo habían detenido junto con Carlos Aguilera el domingo anterior. Lo meten a punta de pistola en un auto Renault. Por radio, “Rojo Alfa” dice: “Aquí base Roberto”. Desde el auto, “Rojo 13” comunica: “Primero lo vamos a llevar a La Casona”. A poco de arrancar lo trasbordan a otro Renault. Ya en La Casona lo desnudan, lo encapuchan, lo golpean, lo cuelgan y le dan picana. “Sandokan”, al parecer un oficial, es muy valiente: lo reta a pelear con él; hace un simulacro de fusilamiento, le pone una pistola en la cabeza, martilla y acciona el disparador, pero antes le cubre la cabeza con una bolsa de nailon, “para que no salpique”. El “enano”, un soldado, se entretiene pegándole con una vara en los testículos y en la cabeza.

Así durante cuatro días, hasta que le permiten dormir en el rellano de una escalera. En ese lugar hay otros dos presos, Aguilera y Blanco. Finalmente, a los tres los trasladan a La Tablada, después de obligarlos a firmar un acta que no pueden leer. En el nuevo local Abo permanece en un calabozo, en la planta baja; pasan los días y parece como si se hubieran olvidado de él, las horas transcurren entre las comidas y las idas al baño. Lo atiende un enfermero, por lo que deduce que lo van a “legalizar”. Pero se equivoca. Al comienzo del Carnaval de 1978, en el calabozo se aparece un joven de particular, canchero: “¿Vos sabés dónde estás?”. No. “Bueno, estás en el infierno. Te aconsejo que cuando te suban por las escaleras, hables.” Abo le informa que ya ha firmado un acta. “No, no, si estás aquí es porque algo te queda. Lo que pasa es que los diablos están de viaje y no andan por acá.”

Los “diablos” de ese infierno regresan días después. Gallero escucha la llegada de varios autos y el movimiento de gente. Y comienza de nuevo la tortura, para él, para Blanco, para Aguilera y para los recién llegados. La radio está prendida a todo volumen, todo el tiempo. Lo suben a una pieza del primer piso donde “Daniel”, morocho, de bigotes, lo tortura y le pregunta por “la otra gente”. Están todos presos, contesta. “No, la otra gente. Vos no me interesás, me interesa la otra gente”, insiste “Daniel”, quien al retirarse le dice: “Cualquier cosa, preguntás por Daniel y hablás conmigo”. Los colegas de “Daniel” le preguntan si sabe andar a caballo: lo sientan sobre un caballete, le dan picana, después tacho, y finalmente lo cuelgan; le queman los pies.

En los días siguientes llegan más prisioneros y la tortura es salvaje. Con los prisioneros –dos parejas– llegan oficiales y personal de la marina, y también oficiales del cuartel de Mercedes. Por encima de la música de la radio y de los gritos de los torturados, Abo escucha un zumbido como de un enjambre de abejas: es el famoso magneto de la marina para los choques de corriente eléctrica. Lo siguen torturando, pero ahora le preguntan por Célica Gómez, a quien no conoce, y por Carlos Cabezudo, a quien sí conoce y sabe que vive clandestino en Buenos Aires, pero finge ignorancia. Las referencias a Cabezudo lo ponen en alerta. Los torturadores hacen referencias a la casa que habitaba Cabezudo en Buenos Aires y que él visitó en algunas oportunidades. Oye comentarios sobre “la bióloga”, a quien torturan en una pieza contigua, donde también es torturada Gómez. Después sabrá que la “bióloga” es Carolina Barrientos, estudiante de bioquímica, compañera de Carneiro da Fontoura.

Escucha los comentarios de los soldados, que se asombran de la forma en que torturan “las milicas de la marina”. Una noche siente movimientos en el calabozo donde está Carolina Barrientos; oye hablar a alguien que podría ser un médico, huele a medicamentos y presume que la joven puede haber sufrido un aborto.

Escucha también cuando desde la planta alta gritan: “Subime a Gallero”. ¿A Gallero o a Gallo?”, y entonces Abo identifica al segundo hombre de las dos parejas que habían traído días atrás. Eduardo Gallo había sido detenido el 30 de diciembre de 1977 junto con Barrientos, Da Fontoura y Cabezudo, después de haber eludido una “ratonera” en una localidad de la provincia de Buenos Aires donde, en el tiroteo, fueron heridos los tupamaros Castillos y Río Casas.

Soldados de la marina (puede ver sus pantalones azules por debajo de la venda que está corrida) lo suben por otra escalera hasta otra parte de la planta alta. Al pasar junto a una pieza oye comentar: “Me cansé, me hizo sudar este hijo de puta. Traeme leña seca”. Y otra voz que advierte: “Tené cuidado, no vayas a prender todo fuego”. Abo mira hacia la pieza y ve a un hombre colgado: es Cabezudo, está seguro. En el momento de entrar a una pieza que funciona como consultorio, escucha alto la radio de comunicaciones: “Va ambulancia”.

El 26 de febrero de 1978 Gallero es conducido junto con Aguilera a La Casona. Nunca más verá a Blanco, a quien asesinaron en La Tablada, junto con Cabezudo, Gómez, Barrientos y Gallo. Unos diez días después, alguien le toca el pecho con el puño y le dice: “Te salvé de la horca, me debés la vida a mí”. Permanecerá después en el Batallón 13, pasará por una unidad de Trasmisiones y finalmente, procesado, lo ingresarán al Penal de Libertad. Su testimonio, ofrecido muchos años atrás, revela que algunos de los secuestrados en las redadas de la marina, a finales de 1977, fueron traídos a Uruguay. Esos nombres aumentan la lista de desaparecidos en nuestro país, se suman a los todavía no identificados del “segundo vuelo” y abonan la convicción de que todos los uruguayos desaparecidos en Argentina –salvo algunas excepciones– fueron asesinados y enterrados en Uruguay.


CEMENTERIOS CLANDESTINOS EN LA TABLADA.
Está confirmado que mientras La Tablada estuvo en funcionamiento como centro clandestino desparecieron los siguientes prisioneros torturados en esas dependencias: Luis Eduardo Arigón, Óscar Baliñas, Óscar Tassino, Amalia Sanjurjo, Sebastián Félix Ortiz, Antonio Omar Paitta y Miguel Ángel Mato, del PCU, y Ricardo Blanco del PCR. La lista se incrementa con el testimonio de Gallero: Cabezudo, Gómez, Gallo y Barrientos. La responsabilidad de estos asesinatos recae sobre el OCOA, que regenteaba el centro clandestino de detención.

Dos testimonios independientes, de personas pertenecientes a instituciones militares, revelan que los enterramientos de los desaparecidos se realizaron en predios de La Tablada, conformando por lo menos dos cementerios clandestinos. Los testimonios fueron recibidos por la militante de derechos humanos y dirigente del Partido Comunista Lille Caruso, quien en 2005 dirigió una investigación que permitió ubicar 35 restos óseos de presuntos desaparecidos en el cementerio de Vichadero, Rivera.

Según uno de los testimonios, los enterramientos clandestinos en La Tablada comenzaron en fechas tan tempranas como 1975; ese testimonio se refiere a la afirmación, sobre esas prácticas, del entonces capitán de corbeta Héber González, oficial que revistaba en el Fusna, destinado desde el comienzo de la dictadura al Estado Mayor Conjunto. El otro testimonio afirma que a partir de 1977 personal de La Tablada, adscripto al OCOA, realizaba enterramientos en un predio cercano al arroyo Pantanoso que cruza el predio de la hoy cárcel modelo.

“¿Qué querés, que te entierren en La Tablada, como le hicieron a otros?”, habría dicho el capitán González a un ex marinero del Fusna. González, además de pertenecer al Esmaco, del que dependía el ocoa, era vecino de la zona.
Testimonios de sobrevivientes de La Tablada coinciden en que los oficiales del Ejército y la marina que conducían las torturas, reiteradamente amenazaban: “Hablá, porque si no te arrojamos al pozo”. Según las indagaciones de Caruso, el pozo sería el sótano del antiguo hotel de La Tablada, que se desplazaba longitudinalmente por debajo del bar-comedor hasta el fondo, donde estaba ubicada la cocina. En ese sótano se guardaban las bebidas del hotel, y se accedía por una pequeña abertura, levantando una tapa de madera con bisagras, en el piso a la entrada del bar, al costado de la escalera. Cuando el ocoa desmontó el centro clandestino, en 1983, el pozo –la entrada al sótano– fue clausurado. También rellenaron el terreno de los fondos, donde en tiempos de las tropas de ganado había unos cubículos techados pero abiertos, para el descanso de peones y troperos; el relleno del terreno eliminó un desnivel, entre el frente y el fondo, de por lo menos un metro y medio de altura.

Un segundo cementerio clandestino estaría ubicado, según la información que maneja Caruso, en unos cañaverales que a finales de los setenta estaban ubicados a unos 200 metros del portón de entrada de La Tablada, a un costado del antiguo Camino de las Tropas. En ese punto se habrían realizado numerosos enterramientos clandestinos, de acuerdo con las revelaciones de allegados a un militar. Los desaparecidos que estuvieron prisioneros en La Tablada fueron detenidos entre junio de 1977 (Óscar Baliñas) y enero de 1982 (Miguel Ángel Mato).

Si, como se confirma ahora, La Tablada fue el “destino final” de militantes del PCR, del PCUy del MLN, y la lista podría incrementarse si se confirma que los 19 prisioneros restantes de las redadas de la marina a fines de 1977 y comienzos de 1978, que permanecieron hasta mayo de ese año en Banfield, la mayoría de los GAU, fueron también trasladados; entonces el añejo hotel de los troperos guardaría en sus entrañas varios cementerios clandestinos.

Guardianes de los secretos de La Tablada son el general Gregorio Álvarez, miembro del Esmaco desde 1975 y comandante del Ejército a partir de enero de 1978; los actuales oficiales superiores de la marina, que en el período revistaron en el Fusna, en Prefectura y en los servicios de inteligencia; el hoy procesado coronel Ernesto Ramas, jefe del ocoa hasta 1979; y el mayor aviador Gustavo Adolfo Taramasco. También puede aportar revelaciones –sin necesidad del suero de la verdad– el procesado Jorge Silveira, denunciado como uno de los oficiales del Ejército que torturaba en La Tablada.

Los elementos que confirman la presencia en La Tablada, en febrero de 1978, de cuatro uruguayos detenidos en Buenos Aires, dejan en evidencia al ex comandante de la marina, vicealmirante Tabaré Daners, quien en su segundo informe al presidente Tabaré Vázquez, de setiembre de 2005, afirma que “probablemente efectivos de un organismo policial argentino hayan dado muerte a Luis Fernández Martínez Santero… No se descarta que los restantes uruguayos detenidos a finales de diciembre (de 1977) hayan seguido el mismo proceso”. La presencia de Cabezudo, Gallo, Gómez y Barrientos en la Tablada lo desmienten: difícilmente hayan sido asesinados por policías argentinos.

Semanario Brecha

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