14/8/08

Recuerdos fugaces de épocas no tan fugaces

Soy montevideana y me encuentro de visita en la casa de mis tíos, en una ciudad del interior. En aquellos tiempos habían asesinado a un estudiante, Líber Arce, mientras manifestaba junto a otros compañeros; protestar contra las imposiciones parecía ser más grave que cometer robo u homicidio. El autor del hecho, integrante de las fuerzas de represión, no fue identificado, tampoco se realizó la investigación correspondiente.

No recuerdo cómo empezó la conversación, pero hablando con una de mis primas, cuatro años menor que yo, le decía que yo también era estudiante (en esos años cursaba el ciclo liceal).

—No –me responde–, los estudiantes son todos malos.
—¿Quién dijo eso?
—Está en todos los diarios.
—No es así, yo soy estudiante y tú lo serás dentro de poco, porque todo el que estudia lo es, cuando termines la escuela y entres en el liceo lo serás.
—No, yo nunca seré estudiante y eso no es cierto, los estudiantes no estudian, sólo arman líos.
—Lo que hacen algunos estudiantes es reclamar por cosas justas, pero nada más.
Mi tía intervino obligando a cambiar de conversación.

En el interior del país la información sólo llegaba a través de los diarios y la radio local y desde un solo punto de vista, el del gobierno. La televisión que se veía en esa ciudad era la de Argentina.

Montevideo siempre fue el caos para la gente del interior, por eso era preferible, para muchos, vivir alejado de todo, al resguardo en una tranquila ciudad donde todos se conocían y nadie se atrevía a contradecir a la mayoría.

A partir de esta conversación tonta, la relación con mis tíos y primos cambió.
Tengo otros primos en otra ciudad del interior, éstos sí estaban bien informados y por supuesto sus opiniones eran muy distintas. Uno de ellos tuvo que irse a Buenos Aires, su padre fallecido entonces era argentino, y no tuvo problemas para quedarse en el país.
Volvía muy pocas veces, y nunca a su ciudad. Se casó con su novia del liceo.

La poca información que me llegó en esa época fue que como en el interior todos se conocen, al hacer comentarios, fue recibida una denuncia en la comisaría y lo habían detenido, amenazado, y lo de moda en esos momentos, un poco de submarino. Nunca supe que estuviera en ningún movimiento revolucionario, y si fue así lo abandonó. Mis recuerdos son de reuniones de amigos alrededor del tocadiscos escuchando música, mayoritariamente de nuestro admirado Zitarrosa, así como también de otros cantores del momento.

En aquella época la novia que iba detrás de su enamorado era considerada una loca y por supuesto nunca más aceptada por sus familiares y allegados, así que mi futura prima, que para colmo aún era menor de edad, se tuvo que conformar con un amor platónico y furtivos encuentros en un balneario de Canelones.

Mi primo, de mientras debía conseguir trabajo, alojamiento y tramitar el casamiento por poder, que para la mentalidad de la época era más correcto y seguro que viajar la novia a casarse con su enamorado a Buenos Aires. Yo asistía a un liceo privado, donde por supuesto no se hablaba ni de política ni de reclamos sociales comprometidos. Si bien me encontraba apartada del resto del movimiento estudiantil y político del país, no estaba tan desinformada. En mi casa había enciclopedias y libros donde podía interiorizarme sobre las diferentes formas de gobierno, leer sobre los derechos humanos o deleitarme con los grandes pensadores de la época de la Revolución Francesa.

Cuando cursaba cuarto año de liceo hubo huelga en la enseñanza, no había clases en todo Montevideo. Las autoridades del liceo cerraron sus puertas, pero como era privado y no querían que los padres de los alumnos dejaran de pagar sus cuotas, nos hacían ir al gimnasio para retirar y entregar trabajos que algunos profesores dejaban para sus alumnos.
Al poco tiempo se abandonó por falta de concurrencia de profesores y alumnos.

Al año siguiente cursé preparatorios en el Instituto Batlle y Ordóñez (ibo), era público pero sólo de señoritas.
No entendía por qué debía ir allí si venía de un liceo mixto, quería ir al Nº 3, donde irían la mayoría de mis compañeros, o al Miranda, pero según mis padres para el primero no tenía ómnibus (más adelante descubrí que era mentira) y en el Miranda había mucho revuelo.

Nunca se enteraron que en el ibo teníamos asambleas numerosas donde nos informábamos de los últimos acontecimientos y muchas veces vinieron estudiantes del Miranda y del liceo Nº 17 a informarnos de su realidad. La directora, que a pesar de su avanzada edad tenía muy claros los acontecimientos, no le impedía la entrada a las mujeres de los otros liceos, pero los muchachos debían hacerlo a escondidas. Ahora pienso que hacía la vista gorda.

En la tarde concurría a la utu a estudiar administración. Allí era otro mundo, no se hablaba de nada que no fuera trivial, esa era otra forma de sentir lo cotidiano porque se quiera o no estábamos conectados con la realidad del país. Cuando concurría al liceo, en la clase de historia habíamos hablado de un indio americano llamado Tupac Amaru que había luchado por la independencia de su pueblo. Por eso cuando en las noticias se hablaba de los tupamaros enseguida lo relacioné con el espíritu de justicia y libertad.

Los tupamaros en el Uruguay sacaron a la luz muchos engaños, estafas y corrupciones. Se hablaba que lo integraba gente con astucia, de mucha cultura, y que entre ellos había profesionales, todos queríamos un Uruguay mejor.

Cada acción de los tupamaros tenía una justificación, lo que muchos no compartían era el uso de la violencia para sus fines. Lo que se palpaba en el aire era una cierta simpatía por esa gente arriesgada.

Un día me encontraba en la calle Mercedes esperando un ómnibus, en la vereda de enfrente, en una clínica de estudios médicos, estacionó una camioneta de los milicos, bajaron varios con escopetas en sus manos y abrieron la puerta de atrás, empujaron de allí a un hombre maniatado y encapuchado, lo introdujeron a la casa. Quedé muy impresionada y ese lugar no se me ha borrado, ya no existe la clínica, es una casa particular. Había oído sobre arrestos y torturas pero esta sensación no fue la misma.

Aprendí que muchas veces vivimos los sucesos cotidianos de la misma forma que con una película o serial de televisión. Sabemos todos los detalles, hablamos y emitimos juicio sobre los hechos, pero no pasa más allá de un balance intelectual y moral. Cuando los vivimos de cerca, allí entran a jugar las emociones y los sentimientos, ya no somos una computadora analizando leyes sociales o morales, somos seres humanos con un pecho oprimido y un temblor en el cuerpo por la angustia de una realidad que el cerebro ya no puede ocultar más al corazón.

Una mañana me levanté para ir a estudiar, mi madre me dijo que estaban suspendidas las clases porque había un golpe de Estado en el país. Me fui igual, esperaba encontrar en la puerta del ibo a las demás compañeras protestando por lo ocurrido. Éramos sólo cinco, la ciudad estaba desierta, caminamos hasta 18 de Julio buscando grupos de personas protestando pero no había nadie; recién ahora entiendo la razón. Volví decepcionada a mi casa.
Junto con el golpe de Estado se instaló el miedo y el terror.

Había una empresa de ómnibus capitalino que era del Estado (amdet). Los militares se apoderaron de algunas unidades y en la noche hacían el recorrido de los mismos pero con la luz interior apagada, los que no se daban cuenta les hacían seña como a cualquier ómnibus, les paraban y aunque al subir detectaran el error era imposible el descenso. Eran trasladados en masa a la comisaría, donde eran retenidos por unas horas o toda la noche para averiguaciones. Eran las llamadas razzias. Este método fue usado por poco tiempo porque la voz del barrio entró a correr y los únicos que caían eran los incrédulos.

Se decía que cada milico debía llevar para averiguaciones un determinado número de personas al día y recurrían a cualquier método para conseguirlo.
No se podía salir sin la cédula de identidad a ningún lado. Una mañana mi madre salió a hacer los mandados, se alejó de mi casa sólo dos cuadras, cuando volvió habían cercado nuestra manzana y todo el que pasaba debía exhibir sus documentos, ella no los tenía, debía ser detenida. Luego nos contó que había dicho que tenía un bebé en la casa (no era verdad) y que le llevaba la leche mostrando la bolsa, que no podía dejarlo solo mucho rato. La dejaron pasar. No sé si le creyeron, pero se decía que no todos los milicos disfrutaban sintiéndose poderosos frente a los demás, algunos no se olvidaban que tenían familia y sólo por el temor de padecer lo mismo que el pueblo acataban las órdenes de sus superiores.

Una noche en que mi novio me acompañaba a mi casa, nos detuvieron en una esquina poco iluminada. Había una camioneta llena de milicos, nos separaron y nos pidieron la cédula de identidad. Oí al que estaba junto a mi novio decir en voz alta “¿Qué es esto?”, para que todos escucharan, y exhibiendo unas hojas en la oscuridad, lo entró a empujones a la camioneta. Pude ver que allí había más personas. Volví a su casa asustada a avisarle lo sucedido a su madre, no sabía qué podía ser lo que tuviera que fuera tan horrible, fuimos con ella a la casa de unos amigos a avisar, por las dudas que fuera alguna lista de direcciones o teléfonos que en esa época eran muy codiciadas.

Sabía de una muchacha del barrio a quien habían ido a buscar a su casa porque su nombre estaba en el cuaderno del liceo de una compañera que habían arrestado. Al poco tiempo la tiraron desde una camioneta militar en la puerta de la casa totalmente destrozada, no hablaba ni parecía conocer a nadie. Recibieron una llamada anónima pidiendo disculpas, se habían equivocado. Como no dio ninguna información porque no la tenía la torturaron hasta dejarla media muerta.

Volví a casa y prendí fuego a todo lo que podía ser considerado por la poca mentalidad de algunos como subversivo. Al día siguiente me enteré que no le habían encontrado nada, lo que exhibieron en la oscuridad era la cédula de identidad que en ese momento rompían.
Lo llevaron a la comisaría Nº 13, donde los policías protestaban porque le llenaban los calabozos de gente. En la mañana estaba de regreso en su casa y pronto para tramitar una nueva cédula de identidad porque la actual estaba destrozada.

Tuve que esperar un año para entrar a la facultad porque los cursos se habían atrasado. En ese tiempo busqué trabajo y me presenté a varios concursos para empleos. Me anoté en el Instituto Taquigráfico del Uruguay (itu) para practicar la taquigrafía que había aprendido en la utu. Si lograba velocidad suficiente podía dar concurso como taquígrafa para el Palacio Legislativo. Había muy pocos alumnos, habían desertado debido al cierre de las cámaras ocurrido por el golpe de Estado. En esa época todavía pensaba que esto duraría poco. Cuando me convencí de lo contrario yo también abandoné.

En el año 1975, por intermedio de un concurso dado el año anterior, entré a trabajar en una mutualista, también ese año ingresé a la Facultad de Odontología.

En la entrada de la facultad habían puesto varios cajones con divisiones, había que dejar la cédula de identidad en ese lugar antes de entrar y retirarla al salir. Custodiaba las mismas la Policía de Investigaciones. A la salida del segundo día mi cédula fue entregada en mis propias manos anunciando mi nombre con sonrisa burlona por uno de los policías.

Querían demostrar que ellos también estudiaban, memorizaban caras y nombres para poder ubicarte donde fuera. Era una forma de amenaza solapada, o así lo sentí yo.
Comenté lo sucedido a algunos compañeros, dijeron que a ellos también les había pasado pero nadie quiso hacer ningún comentario. Todos de algún modo desconfiaban de los otros. No se sabía bien con qué tipo de personas uno trataba, podía haber espías ocultos y por unas palabras de más pasarla bastante mal.

En mi trabajo me agremié al sindicato de trabajadores. Al año siguiente intervinieron la mutualista. Mis patrones pasaron a ser militares de carrera. Se disolvió el gremio. Si bien el contacto con los nuevos dueños prácticamente no existía, cambió bastante el sistema de trabajo. Muchas jefaturas, presionadas o no, se olvidaron de algunas cláusulas del reglamento de funcionarios. Aquellos compañeros que tenían familiares presos o desaparecidos, o los que opinaban diferente, o los que no gozaban de la simpatía de los jerarcas fueron acosados y muchos tuvieron que renunciar.

Se propuso las ocho horas diarias de labor en forma voluntaria, con un aumento en el sueldo y para los administrativos pasar de las 35 horas semanales a las 40 o 44.
Algunas personas aceptaron; otras, como yo, decidimos que si había una conquista gremial anterior no teníamos derecho, por sólo una mejora económica temporaria, a derrotarla tan fácilmente. Los que no aceptamos tuvimos varias limitaciones en nuestro trabajo. De a poco fue aumentando el número de adhesiones al incremento de horario.
Lo que en un comienzo quiso aparentar ser una oferta terminó mostrando su verdadera cara: la opresión.
No se realizaron más concursos ni para ingreso de nuevos funcionarios ni para ascensos, todo era a través de acomodos.

Me quedó grabado de estos tiempos las marchas escuchadas en la radio y televisión de los comunicados de las Fuerzas Conjuntas.

Me quedó grabado el significado de la letra de nuestro himno patrio, al que desde niña me habían enseñado a memorizar (como tantas otras cosas) con el criterio erróneo de que es más sano y útil que aprender a interpretar y razonar. Todo lo que puede traspasar la frontera del tiempo de su creación, para convertirse en un principio, nos cuestiona las reglas de una sociedad que bajo la cortina de la tranquilidad quiere tener todo bajo control.

Y sobre todo, me quedó grabado lo que puede ser capaz de hacer un ser humano cuando tiene el uso indiscriminado del poder. El poder de dejar sin trabajo a familias enteras llevándolas a la pobreza, el poder de amenazar, de inculcar el terror, de separar familias, de combatir vidas, de trasmitir dolor. Aquel deseo de poder que saca a luz la discriminación que ha sido reprimida por mucho tiempo, pero que está, la discriminación social, cultural, económica, religiosa, sexual, de nacionalidad, de ideas o simplemente por el aspecto físico.

El poder hace olvidar los valores culturales y sociales, desarrolla la creatividad en la perversión mostrando los más bajos instintos. Dependiendo de la posición social o laboral de quien lo posee se notan sus diferentes matices.

En estos tiempos sentí el poder en el abuso en las funciones laborales, usando como justificación ficticia la protección hacia ellos y los demás. También lo vi en mayor medida en no pocos milicos de bajo rango, que siempre estuvieron pisoteados por sus superiores y ahora podían vengarse en los inocentes, desatando su furia contenida sin el menor castigo y hasta a veces buscando la alabanza. Lo vi en aquellos militares de alto rango que se sentían los dueños del país y de cada uno de sus habitantes.

La historia algún día contará sobre los años de la dictadura, cómo y por qué empezó y terminó, las consecuencias políticas y sociales, pero los sentimientos y las razones de determinadas actitudes posteriores, frente a nuestra familia y al resto de la sociedad, sólo los podremos saber quizás nosotros mismos.

En el Río de la Plata hay un dicho popular que pretende utópicamente protegernos; es el “no te metás”, significa que veas pasar las cosas a tu alrededor como si no existieran, así estarás libre de problemas. El dicho tendría que decir “no te metás porque ya estás metido”,vivimos en la misma ciudad, en el mismo país y en el mismo planeta que el resto de los seres humanos y, aunque no podamos apreciarlo, nuestra visión frente a los hechos está y se verá reflejada en el futuro de la sociedad. No somos tan insignificantes como creemos.

Cuando mis hijos me cuentan de compañeros que sienten miedo de acercarse al centro de estudiantes o de concurrir a una marcha, pienso en el poder del terror que puede transportarse a través de las generaciones. Pienso en sus padres y abuelos que los deben amar igual que yo, pero que no pudieron separar su dolor de la educación y formación de sus hijos. Pienso en el amor filial de esta juventud que para no asustar más a su familia acepta poseer el mismo temor. Quizás compartiéndolo sea menos doloroso.


Ana Mª Carminati
Memoria para Armar

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