Cuando el doctor Gabriel Terra inició su gobierno el 1º de marzo de 1931, la Crisis Económica Mundial de octubre del año 29, ya había comenzado a desplomarse sobre el Uruguay. El signo monetario nacional dio muestras de debilidad, aumentó rápidamente la desocupación, los precios derivaron en inflación y la conmoción social fue la consecuencia inmediata de todo el proceso. Como ya se adelantó en la nota anterior, en agosto se produjeron en Rocha los tres primeros muertos, dos policías y un manifestante durante un enfrentamiento entre comunistas y fuerzas de la policía. En manifestaciones políticas similares, hubo dos víctimas más en Carmelo y otra en San Javier. La situación se agravó y se tuvo la sensación que podía llegar a ser incontrolable. Pero el Presidente de la República podía hacer muy poca cosa para solucionar los problemas. La Constitución vigente no le otorgaba facultades en materia económica –que era su fuerte como había sido el de su padre– y ésta quedaba a cargo del Consejo Nacional de Administración, donde existía una mayoría que le era adversa y el cual además, de acuerdo a su propia conformación deliberativa, no actuaba con la rapidez que los hechos requerían. Esta anomalía no prevista por los constitucionalistas, dejaba a la economía nacional sin posibilidades de salir del pantano.
Convencido que no tenía poderes para resolver esta crisis institucional (aunque es de suponer que tenía que conocer sobradamente la Constitución antes de aceptar la candidatura presidencial y debía saber las dificultades que lo esperaban) el presidente se lanzó a una campaña cuyo fin inmediato era reformar la Ley Fundamental para que nuevas disposiciones le otorgaran las posibilidades para gobernar de que estaba careciendo. Pero eso no era legalmente posible porque –también fue explicado en la nota anterior– la Constitución del 17 tenía el cerrojo trancado y no preveía más reformas que las que se podían votar a través de dos legislaturas sucesivas. Resumiendo el encerradero: el presidente estaba maniatado por la Constitución, para trabajar con más amplitud, debía reformarla, pero ésta tenía reglas que lo impedían. Por lo tanto Terra supo desde un principio que la única posibilidad de cambio constitucional era dando un golpe de Estado que le otorgara facultades especiales para hacer efectiva una consulta popular. De esta manera a los pocos meses de su mandato, se convirtió en el único presidente uruguayo opositor a su propio gobierno. Con ese propósito empezó una recorrida por el interior. "No me consideraría digno del puesto que ocupo si no tuviera una sensibilidad preparada para auscultar las aspiraciones de mis compatriotas y la razón de ser de sus angustias. (...) No hay que pensar en violencias ni en situaciones irregulares para reformar la Constitución. (...) En nuestro país nadie gobierna" –dijo en Tacuarembó. Y días más tarde en Salto: "Falta al actual régimen de gobierno la coordinación necesaria para su acción".
Seguramente al iniciar esta suerte de movilización reformista, Terra ya contaba con la aprobación o por lo menos con el guiño cómplice de dos grandes grupos políticos que si bien hasta el momento se estaban manteniendo a la expectativa, más tarde fueron las muletas fundamentales del gobierno de hecho que sucedió al golpe de Estado de 1933: el herrerismo y el riverismo, fracción minoritaria del Partido Colorado que acababa de perder las elecciones por poco más de doscientos votos (ver nota anterior). También tenía de su lado a los grupos de presión que representaban los medios empresariales y la Federación Rural. El 14 de octubre al regreso de una de sus giras reformistas, el presidente fue recibido por una gran manifestación de comerciantes, industriales, ganaderos y banqueros quienes luego de no haber sido recibidos ni por el Parlamento ni por el Consejo Nacional de Administración acudieron a Terra a plantearle soluciones inmediatas. En el libro Gabriel Terra y la verdad histórica Gabriel Terra hijo brindó treinta años después, la versión de los hechos desde el ángulo oficialista. "...se produjo una manifestación reformista contra los poderes públicos que recorrió las calles dando gritos de "¡Abajo las instituciones! ¡Que renuncien! ¡Mueran los ladrones!" y otros más de manifiesta rebeldía. (...) Una delegación expuso a Terra las causas de su actitud: las fuerzas vivas de la población solicitaban la reforma constitucional por un gran número de razones imprescindibles e improrrogables. Terra contestó entre otras cosas: "La República no atraviesa desde hace ochenta años una situación como ésta. Creo que ha llegado el momento ineludible que no puede dilatarse más de suspender nuestras amortizaciones de deudas". Debe observarse otra vez el paralelismo de situaciones en un país que parece empeñado en mirarse eternamente al espejo: en 1931, hace setenta y tres años, ya se había empezado a hablar de la quiebra económica y del no pago de la deuda externa, sólo que entonces ésta era infinitamente menor que la actual. "El público bastante escaso pero entusiasta" –editorializó El País al día siguiente de la mencionada manifestación– "aplaudió a rabiar y pidió dictadura". A los pocos meses de asumido el nuevo presidente, ya se hablaba claramente de la posibilidad de un quiebre institucional.
¿Pero qué opinaba al respecto el Ejército, apoyo natural de todo quiebre? Sin demasiadas manifestaciones públicas, se mantenía a la expectativa. En realidad, el golpe motinero encabezado por el general José Uriburu que menos de un año atrás había sacado de su legítimo lugar al Presidente argentino Hipólito Irigoyen, había obligado a replanteos, comparaciones y definiciones políticas muchas veces contradictorias. El diario La Mañana, que era la voz del coloradismo antibatllista, había aplaudido abiertamente el golpe militar en Argentina. El doctor Luis Alberto de Herrera, por el contrario, lo reprobó e incluso ofreció su propia casa al Presidente Irigoyen, de quien era amigo. El doctor Eduardo Rodríguez Larreta también elogió al movimiento de Uriburu al que calificó de revolución (diario El País del 7 de octubre de 1930) y de igual manera procedió el doctor Juan Andrés Ramírez, cuyo diario El Plata tituló al respecto a todo lo ancho "¡Al gran pueblo argentino salud!". Sin embargo otros grupos, tanto colorados como nacionalistas, discrepaban abiertamente con esos entusiasmos. Entretanto El Deber, un diario que obedecía a los intereses militares y tuvo vida efímera, aprobó sin ninguna vacilación el derrocamiento de Irigoyen. "Como aquí, allí también había pobres miopes, pobres fatuos con título universitario, convencidos que bastaban cuatro tonterías con ribetes bolcheviques para oscurecer el criterio de los militares y hacerles perder la conciencia del deber que tienen los soldados en una democracia. (...) Aunemos nuestros esfuerzos y estemos prontos camaradas al primer llamado. Esta es la consigna de orden: ¡Viva la Patria! ¡Abajo los políticos!". Cualquier parecido entre estas opiniones y las que se manejaron en los mismos medios castrenses durante los meses previos al golpe de Estado del 73 no constituyen una mera coincidencia sino que reflejan una realidad que durante cuarenta años no había variado demasiado. De igual manera también en aquellos años en que se incubaba la primera dictadura del siglo pasado, algunos líderes expresaban su oposición a las Fuerzas Armadas. "No hay fuerzas más antagónicas por sus propias características que nuestro pueblo y el Ejército" –decía el diputado batllista Julio César Grauert en el Parlamento. Y quien fuera años después Presidente de la República, el entonces legislador Luis Batlle Berres iba todavía más allá: "podrá haber militares que sean personalmente muy capacitados, cuyo valor intelectual como personas les permita aportar al Ejército un concurso apreciable, pero la entidad Ejército como entidad científica, hay que admitir que no sirve para nada".
En medio de tales radicalismos, con un Presidente de la República erigido en el líder de la oposición, hubo un hecho que definió más aun a las partes en pugna. Las curiosas disposiciones de la Constitución del 17, que obligaban a la renovación cada dos años de un tercio de los integrantes del Consejo Nacional de Administración y a un tercio del Senado (el Consejo era, recordemos, la otra mitad del Poder Ejecutivo) habían llevado a que en ese momento hubiera en el primero una mayoría de batllistas netos no partidarios de Terra y en el segundo una mayoría de nacionalistas independientes no herreristas. Eso facilitó una alianza política entre ambos grupos que hizo posible la creación de ANCAP y de UTE como monopolios estatales destinados a la refinería de alcoholes, combustibles y elaboración de portland el uno y distribución de teléfonos y energía eléctrica el otro. De inmediato, las fuerzas políticas no comprendidas en el pacto, encontraron el lado flaco del pacto: se renovaban también los directorios de diez entes autónomos los que pasaban a ser designados de acuerdo a la proporción política de la elección más cercana y la medida regía también para quienes ingresaran en adelante a la Administración Pública. En buen romance, quedaban fuera de los cargos de cualquier nivel que fueran, los herreristas, los terristas, los comunistas, los socialistas y los cívicos. Para estos grupos el acuerdo no llevaba a otra cosa que a la institucionalización del reparto. Luis Alberto de Herrera lo calificó como El pacto del chinchulín aludiendo a que se distribuían las achuras entre los participantes y la imaginación popular rebautizó a la sigla ANCAP como Atorrantes Nacionales Colados Al Presupuesto.
El acuerdo que viabilizó ANCAP y UTE y sus inevitables consecuencias de política menor, caldearon más aún al ambiente en medio de la convulsión social generalizada. "Al empezar el año 32" –escribió Gabriel Terra hijo en el libro ya citado– "la crisis se había agudizado. La desocupación y el hambre avanzaban. El mal tenía hondas y fuertes raíces". No había pasado el mes de enero cuando el Presidente dictó la medida anunciada en octubre del año anterior y que a todos había sonado como una amenaza que nunca llegaría a concretarse: la suspensión del pago de la deuda externa. Y a fin de año hizo lo mismo con otra referida a la deuda interna a la que acompañó con la venta de parte de las reservas de oro y quitas en los sueldos de los empleados públicos.
En un clima tan enrarecido, a nadie extrañó que en febrero la sociedad se conmoviera con un intento revolucionario encabezado por Nepomuceno Saravia, uno de los hijos del caudillo nacionalista Aparicio Saravia. Las autoridades de su partido siempre deslindaron responsabilidades atribuyendo la intentona a una actitud personal e inconsulta de Nepomuceno, sin embargo de acuerdo a lo que afirma Eduardo Víctor Haedo en su libro Herrera caudillo oriental "los trabajos revolucionarios estaban bajo el control político del Directorio presidido por Herrera. (...) Se organizó una colecta que permitió la adquisición de armas que fueron introducidas al país por Masoller, Aceguá, Chuy y Nueva Palmira. Herrera personalmente buscó y obtuvo contribuciones y se trasladó a Río de Janeiro donde las adquirió". Una nota editorial del diario El Debate de aquellos días parece confirmarlo: "El ambiente está hecho. Sólo falta la señal para lanzarse a la calle. Cuando agonizan los pueblos, sólo son salvadores los remedios heroicos". El propio protagonista del intento revolucionario da una versión muy diferente en el libro que le dictó a su hijo el doctor Nepomuceno Saravia García Memorias de Aparicio Saravia. "La opinión pública esperaba un movimiento de envergadura suficiente para avizorar mejores días para el país. Concorde a mis ideas, me decidí a poner en marcha el viejo espíritu que animara el nacionalismo en la jornada feliz del 30 de julio de 1916. (...) Desde el primer momento chocó con la incredulidad pública y con el manifiesto repudio de las autoridades partidarias que desautorizaron la primera reunión efectuada en Blanquillos el 19 de enero de 1930. (...) Fue enseguida de esa asamblea que Luis Alberto de Herrera como atacado por un sarampión anticolegialista tomó la bandera de nuestras manos, se apropió de ella y desde su diario comenzó una campaña que supuso desdecirse de todas las bondades que había dicho y escrito sobre el gobierno pluripersonal. (...) La voltereta de Herrera no me merecía la menor confianza". No estaría de más recordar que a partir de estos hechos las desavenencias entre el hijo de Aparicio Saravia y Luis Alberto de Herrera se agravaron sobre todo después que éste se alió a Terra para dar el golpe de Estado del 33. En 1935, Nepomuceno Saravia se adhirió al abortado intento revolucionario contra Terra, que culminó con el combate de Paso de Morlán.
Leer: Gabriel Terra V
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