Aun en medio de esta extraña particularidad que imponía que un grupo partidario pudiera ser mayor a pesar de ser menor, las elecciones de noviembre de 1930 las ganó el doctor Gabriel Terra quien sacó seis veces más votos que el doctor Federico Fleurquin, el candidato del diario El Día y los hijos de Batlle y Ordóñez. El doctor Manini Ríos sacó el diecisiete con cuatro por ciento de los votos colorados, pero no le alcanzaron. De haber obtenido unos pocos más, sus veintiocho mil votantes le habrían bastado para ganar sobre un total de trescientos veinte mil electores. Algunos aspectos de la política de aquellos días, pedían a gritos una consulta psiquiátrica.
En sus primeros días como gobernante, Gabriel Terra recibió la bendición del diario El Día. Pero ésta era un claro reflejo de la situación y su cautelosa carta de crédito debía ser leída muy cuidadosamente. "El doctor Terra es un financista de garra (...) Para aminorar las penurias del Estado no acepta las podas de su presupuesto por entender que nada en él hay de frondoso (...) Su presidencia será una administración de orden, de fiel acatamiento de la Constitución y las leyes. (...) Será un gobierno de democracia, de libertad y de la más amplia tolerancia". Quienes estaban acostumbrados al estilo del diario percibieron las ocultas intenciones. Cuando se refería a la democracia y a la libertad era porque temía por ellas, como si dijera "ojo que te estamos observando". Al referirse que no aceptaría restricciones en el presupuesto, era porque el nuevo Mandatario seguramente iba a ser tentado por las fuerzas conservadoras para una reducción de gastos. En todos los medios políticos y en los del diario El Día en especial, se sabía que Terra no era un batllista ortodoxo, seguidor fiel de las ideas populares de don Pepe Batlle. Más bien se le tenía por un hombre conectado estrechamente a los medios empresariales. Había sido Presidente de la Unión Industrial del Uruguay, predecesora de la actual Cámara de Industrias, estaba muy vinculado al agro por medio de los bienes de su esposa y se estaba al tanto de su influencia en la intermediación con los capitales del exterior. Conocedoras también de todo esto, las fuerzas vivas no tardaron en rodearlo. El 18 de abril de 1931, a un mes y días de asumido, estas ya le habían organizado un fastuoso banquete en el teatro Solís al cual asistieron setecientas personas vinculadas a las grandes empresas del país. Era otro mensaje que significaba "estamos con usted, nuestros fines son comunes". Al presidente saliente no se le homenajeaba, se hacía lo propio con el que entraba como una forma de comprometerlo antes de que empezara su gestión. Casi simultáneamente, el diario riverista La Mañana comenzó a utilizar el término "terrismo" como señalando que ya se estaba en presencia de un nuevo caudillo.
Todo ese proceso terminó de enfurecer a la izquierda, que en ese momento era escasa pero muy barullenta. Sumidas en los radicalismos provocados por la loca irrupción mundial del fascismo italiano, el nazismo alemán y el comunismo soviético, las fuerzas políticas más populistas del país, convencidas que el fin del capitalismo estaba cerca, veían como un peligro el reagrupamiento de la derecha. El diputado comunista Eugenio Gómez (más tarde sometido a una "purga" ideológica por su propio partido) declaraba en la cámara en 1930: "podemos decir sin temor a equivocarnos que esta es la crisis final del capitalismo (...) Y mientras languidece, el proletariado triunfante en Rusia construye victoriosamente el socialismo". Por otro lado el diputado socialista Emilio Frugoni también adoptaba en el Parlamento un discurso parecido: "Esta es una crisis orgánica que denuncia el fracaso fundamental de todo el sistema económico". Los que creían que este no era más que el habitual palabrerío demagógico de la izquierda, comenzaban a preocuparse porque también en los partidos tradicionales había grupos minoritarios que pensaban lo mismo. Para la Democracia Social, una fracción nacionalista que lideraba Carlos Quijano, la crisis del 29 había traído consigo "los heraldos del fin del capitalismo". Y Julio César Grauert, un joven batllista asesinado tres años después por la policía durante el régimen terrista, escribía en su semanario Avanzar: "El capitalismo fatalmente caerá para dar lugar a una nueva sociedad donde la vida más armónica no permita la coexistencia de explotados y explotadores".
Frente a esta actitud de las izquierdas y algunos grupos blancos y colorados, las fuerzas conservadoras vieron que sus posiciones corrían peligro y comenzaron a cavar sus trincheras. En 1929 la Federación Rural fundada no hacía mucho tiempo y dos de cuyos principales propulsores eran el caudillo nacionalista Luis Alberto de Herrera y el conductor del riverismo Pedro Manini Ríos, impulsó la concreción de una asociación permanente integrada por fuerzas afines a los medios empresariales, que fue denominada Comité Nacional de Vigilancia Económica. Se pretendía con ella ejercer un seguimiento de todos los planteos de reformas sociales que pudieran intentar las fuerzas de izquierda declaradas como tales o disimuladas en los partidos tradicionales. Los métodos del Comité eran parecidos a los utilizados por las centrales sindicales: detención parcial de actividades en comercios o fábricas, cierres patronales y presiones de todo tipo. El Comité de Vigilancia Económica (llamado por sus adversarios Comité del Vintén por la forma en que cuidaba el dinero) ya había ejercido mucha influencia durante la presidencia del colorado no batllista Juan Campisteguy que había precedido al de Terra y pretendía hacer lo mismo con el gobierno de éste.
Una segunda organización mucho más peligrosa creada también en 1929, fue la llamada Vanguardias de la Patria. Creada al estilo de los grupos de choque de Adolfo Hitler y Benito Mussolini que estaban de moda en Europa, configuraba una formación de tipo paramilitar integrada por civiles que recibían armamentos, equipos e instrucción y que incluso llegaron a desfilar alguna vez por las calles de Montevideo. En el libro de Raúl Jacob "El Uruguay de Terra" se recuerda que el propio Ministro del Interior de la época general Dubra reconocía que las fuerzas integrantes de las Vanguardias de la Patria eran apenas cuatrocientas "pero que su anhelo patriótico era el de que pudieran desfilar el día del Centenario Nacional veinte mil ciudadanos". Como era de esperar, estas fuerzas paramilitares no se limitaron a una actitud pasiva sino que, tal como estaba ocurriendo en Alemania e Italia en alguna oportunidad pretendieron hostigar los actos de los partidos que no contaban con sus simpatías. Para completar un panorama social más que complicado, ese mismo año 1929 se creó la Confederación General del Trabajo, la legendaria CGT promovida por el Partido Comunista para frenar el avance de dos centrales obreras que controlaban los anarquistas: la FORU, Federación Obrera Regional Uruguaya y la USU, Unión Sindical Uruguaya.
En un mundo cuyas sociedades permanecían convulsionadas por la crisis del 29 y por el ascenso de las ideologías de derecha e izquierda, que condujeron primero al alzamiento de Franco contra la República española y de inmediato a la Segunda Guerra Mundial, Gabriel Terra intentó tomar el timón de nuestro país con mano firme. Ya en los primeros días de su mandato adoptó determinaciones que dejaron a muchos de sus correligionarios con la pulga en la oreja. Comenzó por no asistir a las reuniones de la Agrupación Colorada de Gobierno tratando de demostrar que iba a actuar con independencia de ésta. Cuando tuvo que designar a sus ministros –recuérdese que eran solamente tres de acuerdo a lo establecido en la Constitución, ya que a los otros cuatro los nombraba el Consejo Nacional de Administración- lo hizo sin consultar a las autoridades partidarias y no le interesó si estas los aprobaban o no. Ninguno de los tres eran santos de las devociones del diario El Día: José Espalter, un vierista de vieja data en el Ministerio del Interior, Juan Carlos Blanco un colorado neutral en el de Relaciones Exteriores y Alberto Mañé, que tampoco era batllista ortodoxo, en el de Guerra y Marina. Casi de inmediato, como si estuviera tensando la cuerda para ver hasta dónde podía llegar, propuso a un reconocido opositor al batllismo, el nacionalista Leonel Aguirre, para la embajada en la República Argentina. Aguirre aceptó, aunque es preciso recordar que renunció a su cargo dos años después, cuando Terra dio el golpe de Estado. La última y más resistida de las decisiones del nuevo presidente fue el nombramiento del coronel Alfredo Baldomir, otro colorado no batllista que estaba casado con su hermana Sara Terra, para conducir la Jefatura de Policía de Montevideo. Todas estas medidas irritaron profundamente a los batllistas que entonces eran denominados netos, quienes interpretaron que los tambores de guerra ya habían empezado a sonar.
Si algo hay que reconocerle al presidente Terra es que en ningún momento ocultó sus intenciones. Sin escuchar a las agrupaciones conservadoras que le soplaban medidas en el oído y lo cubrían de elogios permanentemente, dictó un par de decretos de extrema sensibilidad, encarando problemas a los que otros gobiernos nunca le habían hincado el diente. Por uno de ellos se prohibió el uso de cadenas y bolas de hierro para sujetar las piernas de los presos, una medida que aunque no se crea, todavía regía en 1930. Por otro, se permitió el ingreso de los ciudadanos de raza negra a los cuadros de la policía. La permanencia en 1930 de esta discriminación casi cien años después de la abolición de la esclavitud, resulta hoy incomprensible. Otras de las medidas populares de Terra fue la prohibición de la ya comentada organización paramilitar Vanguardias de la Patria, intuyendo seguramente el peligro social que representaba. Sin embargo en ese primer año de gobierno, no fueron esas las disposiciones más controvertidas. La que despertó más resistencias fue una ley de junio que pretendía controlar la inmigración. Radicalizada al extremo como estaba la sociedad, resultaba hasta cierto punto lógico en que en algunos sectores se percibiera una fuerte corriente xenófoba que buscaba impedir la llegada al país de extranjeros a los que se llamaba en algún diario "escorias humanas" con el argumento de que se trataba de indeseables que venían de Rusia a expandir la revolución y que además quitaban mano de obra a los trabajadores nacionales en un momento de real falta de trabajo. Tanto el Comité de Vigilancia Económica como la Federación Rural, que apoyaban decididamente a Terra, propugnaban por soluciones que controlaran el ingreso de personas. No eran actitudes simpáticas y los demás partidos recordaban sin pausas que el Uruguay a partir de los últimos años del siglo XIX había sido creado por otros inmigrantes. En el volumen 1 del libro de Gerardo Caetano y Raúl Jacob titulado "El nacimiento del terrismo" se trae a la memoria que el proyecto que limitaba la entrada de extranjeros fue detenido en 1930 y volvió a tomar impulso al año siguiente. En 1931, durante el XVI Congreso de la Federación Rural, el señor Máximo Casciani Seré presentó un borrador de proyecto de ley que decía: "serán considerados inmigrantes indeseables: 1)Los enfermos crónicos, tarados, defectuosos e inferiores mentales de cualquier nación. 2) Los delincuentes y extremistas de todos los partidos políticos que predican la violencia y el exterminio de clases. 3) Los inmigrantes de los Balcanes y de la Europa Oriental. a) Por no tener afinidad con nuestra raza de origen latino. b) Por ser esas razas universalmente consideradas de nivel mental inferior (ya que) al establecerse estos elementos entre nosotros y procrear no harán más que perpetuar indefinidamente todas las lacras y los odios ancestrales del infrahombre europeo. Serán la minoría sedienta de sangre que sobre las ruinas humeantes de nuestra sociedad brindarán con Bakunin por la destrucción de toda ley y orden y por el desencadenamiento de las malas pasiones".
Ni la ley que limitaba la inmigración fue finalmente aprobada ni el texto precedente sirvió felizmente de modelo para nadie, pero el episodio constituye un excelente ejemplo de las tensiones sociales que se vivían en nuestro país al inicio de la presidencia de Gabriel Terra.
Tampoco servía como buen marco para una gestión presidencial –ya se adelantó algo al respecto– la relación personal que tenían entre sí los conductores políticos de aquellos años. Había ciertamente una gran falta de diálogo, pero a eso se agregaban en muchos casos el lenguaje indecoroso e insultante, la burla que no se detenía en tachas ni defectos, el mote despreciativo en incluso la intromisión en la vida familiar de los adversarios. Las notas editoriales de algunos diarios eran temibles por su mordacidad. A modo de ejemplo, el diputado de la época Ricardo Paseyro en su libro Pasado y Presente reproduce un artículo periodístico firmado por el político colorado Francisco Ghigliani cuyo título era "Herrera está loco", en el cual se expresaba la siguiente opinión del máximo caudillo nacionalista. "Luis Alberto de Herrera debe estar loco, loco de manicomio, porque sólo así se explica que en momentos en que el país sale de la crisis política y se agrava la económica, quiera transformarse del tipo de opereta que es, en actor principal de una tragedia revolucionaria que traería para el país oprobio, desolación, sangre y luto. (...) A mí no me extraña que se haya vuelto loco. (...) Su locura es de aquellas que tratan de convencer que se está frente a un cuerdo". Como prueba de que los vaivenes políticos de aquellos años no se daban tregua, cabe recordar que en 1933, Ghigliani fue junto al doctor Alberto Demicheli uno de los dos soportes colorados más importantes de la dictadura de Terra. En muy poco tiempo se olvidó que poco antes, había reclamado el tiranicidio en caso de que se llegara a un golpe de Estado. También tenía la memoria frágil con relación a la supuesta demencia que había atribuido al doctor Luis Alberto de Herrera, quien como ahora era el principal aliado político de Terra, pasaba a ser su hermano de ideales. De cualquier manera Ghigliani no fue el único de lengua ligera en aquellos años turbulentos. Los diarios El Debate y La Tribuna Popular no se ahorraban diatribas contra El Día ni éste con aquellos. Y las izquierdas no se quedaban atrás. El semanario comunista Justicia definía a los socialistas "falderillos de la moral burguesa que no lograrán embaucar a la masa por él traicionada". Tampoco se salvaban las reputaciones ni las conductas morales. El Día solía divertirse recordando que Carlos Roxlo cuando se refería a Luis Alberto de Herrera lo llamaba Bijou o Cariño y no tenía empacho en asociarse a sus rivales en el periodismo y en la política del diario El País, cuando éste se regocijaba refiriéndose a la protección que Herrera recibiera de Diego Lamas en la Revolución del 97, de acuerdo a una carta que éste le había enviado a un familiar. "La carta ha dado lugar"- agredía El Día- "a que El País conjeture que el ex jefe civil del nacionalismo prestaba servicios en el Escuadrón Mamita". En El Debate y La Tribuna Popular por su parte, se referían a José Batlle y Ordóñez con el mote de El Buda sin perdonar siquiera su muerte reciente y era frecuente que hablaran de uno de sus hijos, César Batlle Pacheco haciendo bromas con su desaliño personal, su fealdad y hasta con sus supuestas caídas en la homosexualidad. Merece un párrafo más largo la relación de los ya nombrados primaces del coloradismo no batllista Alberto Demicheli y Francisco Ghigliani, para corroborar que en la época no se andaba nadie con chiquitas. Ambos fueron golpistas de la primera hora junto a Terra. Al primero el presidente ya convertido en dictador, lo distinguió con el Ministerio del Interior. Al segundo le otorgó toda su confianza nombrándolo director de su diario El Pueblo y luego también ministro. Lentamente, como consecuencia de una disputa interna, los dos lugartenientes de Terra se fueron distanciando. Los agravios fueron cada vez más gruesos hasta que Demicheli, en una nota editorial publicada en el diario Uruguay que acababa de fundar, le atribuyó a Ghigliani una relación sentimental con una joven a la que presentaba habitualmente como hija adoptiva. Fuera de control Ghigliani fue al Parlamento y le disparó varios balazos por la espalda a Demicheli. Al poco tiempo, con su moral ya más calmada, Ghigliani se casó con la joven a la que presentaba como su hija, lo cual resultó a todas luces peor. Demicheli a quien los gobiernos no democráticos parecían atraerlo, llegó a ser Presidente de facto de la última dictadura uruguaya, al ser designado por los militares luego de la caída en desgracia de Juan María Bordaberry. Ghigliani ya había fallecido y en su momento su muerte se vio rodeada de un profundo misterio aún no aclarado. Unos últimos datos para quienes piensen que la violencia en las calles fue solamente un triste privilegio de los años previos a la dictadura iniciada en 1973. La tensión política de aquellos años, también tuvo sus víctimas. Un año y medio antes del golpe de Estado de Terra, un acto del Partido Comunista en San Javier había culminado con un muerto y varios heridos. Una de las personas lastimadas fue quien con el tiempo llegara a ser senadora y figura fundamental de las primeras décadas del comunismo criollo: Julia Arévalo de Roche. También en Carmelo una concentración herrerista había concluido con el triste saldo de dos muertos. Y en Rocha, un enfrentamiento con la policía luego de un acto organizado por el Partido Comunista, había sido disuelto con el saldo trágico de un trabajador de apellido Lujambio, un oficial y un subcomisario fallecidos todos por heridas de bala. En los primeros años del treinta, los hornos no estaban para bollos y en muchos de ellos se soñaba con cocinar a la Constitución del 17.
Leer: Gabriel Terra IV
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