Hoy estoy entresacando de mis recuerdos aquellos que como un pantallazo me retrotraen a otra época, hace algunos años. No tantos como para no tenerlos tan cerca en mis impresiones y en mis emociones. Aún hoy, al intentar este relato, se me escapan lágrimas, quizá contenidas durante largo tiempo.
Salí de mi país en tren, en un tren de pasajeros, hacia el norte. Cruzamos en lancha el río de los pájaros pintados, para llegar a Concepción del Uruguay, en la provincia de Entre Ríos.
Recuerdo que en el tren viajaban tres o cuatro soldados. Estaban sentados frente a mí. Uno de ellos me prestó el capote (era de noche y yo tenía frío, creo que por el susto). Yo viajaba de “incógnito” y me aterraba pensar que esos soldados podían darse cuenta de que yo había salido en la “cadena”.
Nunca había sido detenida, nunca había salido muy lejos del Uruguay. Mi gran delito fue creer que en mi patria se podría decir lo que uno pensaba, tanto en lo político como en lo sindical.
Durante ese largo y para mí interminable viaje, hice un resumen de toda la lucha de todos los compañeros del Hospital de Clínicas; de mis camaradas del partido; del golpe de Estado, que fue un golpe al corazón de los orientales honestos; de la reciente huelga general, apoyada por nuestro pueblo trabajador.
El tren paraba en cada estación. Y algunos nombres me llevaban de la mano a los pacientes que provenían de allí y a los que muchas veces la asistente social tenía que entregarles el pasaje en ferrocarril para volver a sus pagos. Estaba muy fresca en mi memoria esa huelga donde hicimos nuestra primera experiencia de gobernar porque teníamos autodisciplina consciente y voluntaria. Nadie aflojó ni falló. A nuestro hospital venían los vecinos a traernos el paquete de fideos o de yerba. Así se expresaba la solidaridad. Se me representaban escenas de gente llegando a la amplia entrada.
Mi compañero y yo íbamos a cruzar la frontera. No sabíamos a ciencia cierta qué habría más adelante en nuestras vidas. Eso sí, ninguno de los dos obligó al otro a comenzar esta nueva etapa.
El exilio
Unos pasajeros bajaban y otros subían en ese viaje que no me propuse hacer. Es que tuve sólo cinco minutos para salir de mi casa. Estaba pasando la aspiradora cuando comienza la marcha militar y el comunicado en cadena de las Fuerzas Conjuntas. Vengo a enterarme que de una larguísima lista de detenidos que ellos empezaron a vomitar, nombres de compañeros y compañeras de una columna del Partido Comunista del Uruguay, yo, fulana de tal, era la última. La última de la lista y dada por detenida. No ya requerida. Mi familia viajó muchos quilómetros, llamó a los teléfonos, averiguó en donde pudo, creyó que estaba presa. Luego se supo que con mi compañero, con mi entrañable compañero, firme y claro en sus ideales, casi sin hablarnos, emprendimos ese doloroso camino del exilio. Fue en ese momento, en una fecha que no olvidé, el 7 de febrero de 1976, que “ellos” me hicieron clandestina.
Llegamos a Concepción del Uruguay el 9 de febrero. Atrás había quedado tanto. Lo material, los amigos, la lucha, la familia, el barrio, el trabajo. Y un 9 de febrero –recordado día de los comunicados 4 y 7 del año 1973– los “salvadores de la patria” me expulsaron prácticamente de esa “mi patria”.
Con rabia pensaba en nombre de qué nos persiguieron. De qué subversión estábamos hablando. Recordé la pelea por el presupuesto universitario, que sentíamos como nuestra en tanto funcionarios del Hospital de Clínicas. Los paros para que el Ministerio de Economía a través de la Contaduría de General de la Nación librara el cheque a la Universidad, por el que cobraríamos nuestros sueldos (ya a 20 del mes siguiente). Al hospital no se le pagaba los duodécimos con los que hacer frente al presupuesto de funcionamiento. Y como siempre, miles de personas apoyándonos, firmando nuestros petitorios ante el Parlamento, miles de uruguayos valorando su hospital. Pacientes y familiares, vecinos, amas de casa y estudiantes, trabajadores y profesionales. De qué subversión podía hablarse cuando ayudamos a la creación de la Convención Nacional de Trabajadores, orgullo de una única central de los asalariados. Claro que despertamos con la Revolución Cubana. Por eso me viene a la memoria en Concepción del Uruguay, donde frente a la pensión en que nos alojamos, una disquería pasaba “Hasta siempre, comandante” hasta que llegó allí también la dictadura. En el hospital formamos en el año 1959 uno de los primeros comités de apoyo a la Revolución Cubana.
Financiábamos ese apoyo vendiendo fotos de Fidel Castro que imprimía un compañero fotógrafo. Y fuimos delegados a cofe. Y participamos del Congreso del Pueblo. Y pasito a paso fuimos haciendo la rica experiencia sindical y política que nos ayudó a soportar el exilio.
Recordé las interminables horas de intervención quirúrgica a nuestro querido Líber Arce y el hospital todo quedó súbitamente en silencio, un silencio ensordecedor, cuando bajó la noticia de que pese a todos los esfuerzos no lo pudieron salvar. Y el 26 de marzo en la explanada municipal, cuando se realizó el acto del Frente Amplio recientemente creado. Y el día que vino Fidel. Y el día que mataron a Arbelio Ramírez, cuando la bala estaba preparada para matar al Che.
Luego de cruzar el río Uruguay, viene una etapa de nueve años. Nueve años en los que teníamos que hacer una nueva vida. Aunque siempre mirando hacia el paisito. Rehacer todo, desde lo económico para poder subsistir, hasta lo afectivo, lo familiar, el entorno. Toda mi familia, una compleja familia –mi padre, don Aureliano– con sus 17 hijos, había creado una red de sobrinos, yernos, nueras, que como un haz se movió acá para resolver asuntos que habían quedado pendientes. La casa, los enseres, ropa, documentos.
Te sentías doblemente presa
Otra vez estoy en un tren. Esta vez hacia el sur. Estamos en 1984. Vengo a votar en forma semiclandestina porque todavía estoy requerida. Venía a votar y sabía que había proscriptos, muchos compañeros que hubiese deseado que estuvieran ocupando sus merecidos lugares en la conducción del país no estaban en las listas, porque todavía eran ciudadanos de “segunda”.
Por eso, luego de sufragar, me volví para continuar la tarea de denuncia que hacíamos por radio y prensa, por medio de volantes. También trabajamos en la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos. Recogimos firmas que en marzo de 1985 entregamos a la Presidencia de la República solicitando amnistía general e irrestricta. Allí nos apoyaron los concejales locales y personalidades de la cultura. Cuando cae la dictadura argentina formamos con los argentinos un comité de apoyo a la lucha del pueblo uruguayo contra la dictadura. Mientras iba llegando a Montevideo los recuerdos iban para nuestra experiencia más reciente, en esa ciudad litoraleña que tan bien nos acogió. Desde la radio L T 11 –que se captaba en todo el litoral uruguayo– iniciábamos con “Esto es Pueblo Oriental”, audición del Comité de Solidaridad con el Pueblo Uruguayo. Y luego “No tengo más enemigos que los que se oponen a la pública felicidad. José Artigas”. Continuábamos: “Este espacio ha sido cedido gentilmente por L T 11, a solicitud del honorable consejo deliberante de Concepción del Uruguay”. Quizá alguno de los que escuchaba recuerde mi voz. Allí denunciamos que al profesor Jorge Bouton no se le permitió ingresar al país para votar. Un lujo de científico y ser humano (tal vez por ser comunista). Este médico por allá por la década del 50 fue uno de los profesionales que ayudó a salvarle la vida a un estudiante de apellido Porta, oriundo de Bella Unión. Era un caso difícil y Bouton un reconocido clínico. Durante la dictadura a Porta lo detuvieron y “se les fue la mano”, como decía Germán, y lo mataron.
En Argentina, debido al golpe de marzo de 1976, sólo se podía hablar sobre cosas intrascendentes. Hicimos también allí amigos. Buena gente y solidaria. Otra vez el mismo aire de peligros y recelos. Estábamos viviendo a 30 cuadras del Centro en una casita que nosotros mismos construimos. Antes de eso pusimos un boliche, bar y comidas. Yo era el mozo y la cocinera. Teníamos clientes que venían de Buenos Aires y conversaban con nosotros de temas varios. En una oportunidad un profesor de música me dijo que yo debería ser música, porque mi comida era una armonía, a lo que respondí: ¿usted no cree que la vida debiera ser una armonía?
La otra vuelta
Estos recuerdos van y vienen. Pretenden dar una visión de las vicisitudes que pasamos, pero no quiero dramatizar. No somos el ombligo de la resistencia en el exterior. Me sonrío cuando recuerdo que en la audición del 12 de febrero de 1985, decíamos: “Ante la renuncia del general Gregorio Álvarez a su cargo de presidente, el pueblo uruguayo celebra la misma con una caceroleada y posterior manifestación en todas las ciudades del país, en el día de hoy”.
Tengo una superposición de impresiones. Mi vuelta al trabajo en el Clínicas, del que modestamente fui parte del personal que lo inauguró en 1953. Había gente nueva y viejos compañeros. Fue muy emocionante. Y muy lindo.
Simbólicamente, y por casualidad, llegamos por segunda vez y ahora con documentación uruguaya el sábado 19 de abril de 1985. Menudo desembarco, pero ya no en tren. A los dos días ya estaba trabajando.
Debido a que en el año 74 me habían sumariado y en el 75 estábamos destituidas del hospital intervenido, concursé en el casmu y allí ingresé hasta que me hicieron clandestina y tuve que irme.
Esto que hemos vivido, hasta nuestra reincorporación al trabajo, a la actividad, a la vida en el Uruguay, quisiera que los jóvenes que no lo vivieron nos lean estos testimonios para que nunca, nunca más nos suceda.
Una reflexión me cruza por la cabeza: Cuando finalizó el período dictatorial, los trabajadores ganábamos 50% menos que antes. Creo que los explotadores estaban bien cómodos con la represión. O dicho de otro modo: ¿Era para eso que hubo la tal represión? ¿Para engrosar sus márgenes de ganancia?
Cuando vine a votar me enteré que el Numa Moraes había estado exiliado. Como somos del mismo pueblo, lo encontré y lo felicité por ser de Curtina, un pueblo bárbaro allí en Tacuarembó. Un pueblo sin iglesia ni cura. Es que el fundador le puso San Máximo Curtina pero no tenía religión, no dejó lugar para la iglesia. Me enteré que Curtina siempre tiene mil habitantes, porque cada vez que nace un gurí, desaparece el padre.
Esto de Curtina viene al caso porque resulta que recuerdo la biblioteca de la escuela. Maravillosa, completa, donde me perdía entre tanta cosa linda: biografías de sabios, pintores, escritores, poetas. Al cabo de un tiempo la maestra tomó nota de que era la primera alumna que se había leído todos los libros. La Comisión de Fomento resolvió darme un premio: La cabaña del tío Tom. Creo que estas lecturas me ayudaron a comprender que el hombre debe ser hermano del hombre.
Desde aquel exilio, aquella mujer que nunca había salido lejos hoy iaja, trata de ver otros mundos, otras realidades. Cuba, España, Chile. Hace un año estuve en el Museo del Prado. Allí pude ver aquellos cuadros cuyas reproducciones me fascinaban cuando niña. Pude asombrarme con tanta belleza creada por los hombres.
Antes de cerrar este testimonio, estoy recordando un poema que leímos en nuestras audiciones radiales en Concepción del Uruguay:
“He llegado a saber
Que nada muere
Que permanece el hombre y la alegría
Que la noche más negra
Nunca hiere de muerte al claro día.”
Betty Chiz Alar
Memoria para Armar
15/8/08
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