6/7/08

Miedo

Al abrir la puerta los vimos, era una pareja joven, era obvio que ese papelito (que llamaba a resistir, a oponerse a la represión de las FFAA), el volante que G. recogió y miraba perplejo ahora, lo habían pasado ellos, los admiré, (pero acaso, ¿no era lo que nosotros estábamos por hacer?). Nos dirigíamos a otra zona, cercana a La Teja, la cita había sido para volantear.
La tarde invernal pero soleada nos había hecho dudar entre gozar de nuestro amor recién estrenado o salir llevados por nuestro sentido de justicia, de solidaridad.
Ya entonces el miedo se había instalado como una lápida fría sobre nuestras almas y las de casi toda la ciudad. La desconfianza al hablar y opinar sobre los hechos de notoriedad, sobre los comunicados oficiales.
Se palpaba en el aire desconfiado de todos la falta de seguridad: de noche nadie salía y si lo hacía se corría mayor riesgo de ser detenido arbitrariamente.
Estábamos en dictadura, fue después del cierre de la Universidad, nuestra protesta y militancia era de corte estudiantil dentro de un partido no proscrito, pero todos sabíamos que discrepar era considerado un privilegio muy caro y no todo era claro para todos.
Todavía mucha gente pensaba “si se lo llevaron algo habrá hecho”, cada vez que alguien era detenido. La lucha armada contra el Movimiento Tupamaro parecía justificar, para muchos, todos los desmanes de los militares.
Hacía pocos meses que nos habíamos casado, nuestros padres no compartían nuestras ideas y no se nos hubiera ocurrido jamás decirles que seguíamos convencidos de protestar, hacernos oír; probablemente nuestra ingenuidad se debía a nuestra juventud, a nuestros ideales, donde todavía todo era blanco o negro y la falta de experiencia de lo que puede ser un régimen armado desatado y con poder. Pese a las advertencias que nos había hecho mi padre, que precisamente era mil tar: “si toman el poder no lo dejarán fácilmente”.
Despacio cerramos la puerta y de la mano fuimos bajando hasta la parada con miedo, sí, como todos los días pero un poco más aún.
Bulevar España estaba linda para pasear, pero rara, había poca gente y a pesar del sol, algo indefinido se sentía vibrar, era el miedo, no sé si sería el nuestro o también el de las pocas personas que nos cruzamos camino a la parada. Al llegar a la esquina de la Embajada Rusa, por Ellauri, vimos venir rápidamente un “ropero” (aquellos vehículos como camionetas azules que solían usarse para detener a los manifestantes), que se detuvo al instante en forma espectacular, al vernos, en mitad de la calle.
Se habían bajado con gran rapidez tomándonos por sorpresa, armados, rodeándonos y empujándonos contra la pared, las manos en alto y separadas. A pesar de haber participado de varias manifestaciones, para mí era la primera vez que me veía expuesta a esta situación.
–¡Contra la pared! ¡Contra la pared! –Nos gritaron, empujándonos y obligándonos a separarnos, G. aún sostenía firmemente mi mano como para darme ánimo –¡Suelte la mano de la muchacha! –Le decían mientras lo golpeaban para soltar nuestras manos, obligando a G. a separar las piernas y registrándolo.
Nos revisaron como era de rigor, exigiéndonos –“Los volantes, los volantes”. Entonces comprendí desesperada, habían visto a la pareja que dejaron el volante bajo nuestra puerta ¿o alguien los había denunciado?
Pensé en ellos, pensé en nosotros, nadie sabía que salíamos ni adónde, vivíamos solos y nuestras familias tardarían en darse cuenta de nuestra ausencia si nos llevaban.
El milico al que le tocó revisarme me pidió ver la cartera, con temor la abrí lentamente y levanté la cara como invitándolo a que la revisara, me sorprendí ver sus ojos, como los míos, llenos de miedo, ¿de mí o era muy nuevo en esos procedimientos?
Nunca lo sabré, pero no metió la mano, me pidió que le mostrara lo que llevaba dentro de la cartera, de a poco fui vaciándola, había pocas cosas y, por suerte, ningún papel que me comprometiera.
G. tampoco llevaba nada encima que permitiera involucrarlo en nada.
éramos dos ciudadanos comunes, con sus respectivas cédulas no requeridas, ¡como si esto bastara!…

Quedamos esperando, nerviosos ellos, aterrados nosotros, con las armas apuntándonos, viéndolos y sintiéndolos moverse, con rabia y nervios alterados. El tiempo parecía suspendido, pero a la vez mi corazón latía con fuerza, mi cabeza trataba de no pensar en lo que nos podía suceder si nos detenían, no teníamos nada para decir.
Dentro del “ropero” la radio los comunicaba con alguien a quien pasaban nuestros datos físicos, las cédulas, y algo más que el miedo me impedía sentir con claridad.
Pero la orden esperada llegó: –¡Tráiganlos!
Al momento, cuando nos despegábamos como alelados de la pared, silbó de nuevo la radio: “¡los encontramos, ¡los encontramos, pueden dejarlos”!
No podíamos creerlo, ¿suerte?... ¿y los otros?... No podíamos dejar de pensar en ellos mientras llegábamos hasta la parada, la tarde soleada había perdido todo su esplendor, se volvió plomiza de miedo en mi interior. Pensaba que la terrible fatalidad y el horror para aquellos valientes desconocidos resultaba en nuestro egoísta beneficio.
Impactados aún nos dirigimos lentamente a la parada y allí la sorpresa supuso más horror, las personas que estaban esperando el ómnibus y fueron testigos de los hechos, se separaron rápidamente de nosotros, nos miraban con temor, con miedo a contaminarse.
Automáticamente habíamos pasado a ser sospechosos, ¿de qué?
Quedamos aislados y hasta casi avergonzados.
Nos segregaba el temor, el miedo, el miedo que fue creciendo y separándonos a todos los uruguayos durante doce años.

Beatriz Rodríguez Pérez
Memoria para Armar

No hay comentarios.: