18/7/08

Brasil abrirá sus archivos y ayudará a construir la verdad

El periodista uruguayo Roger Rodríguez participó, el 16 de agosto del 2007, en el “1er. Seminario Anistiados do Brasil - Anistia e Dereitos Humanos”, realizado en el auditorio Nereu Ramos, anexo a la Cámara de Diputados. Lo que sigue es su intervención en dicho evento, donde señaló: “Hoy es responsabilidad de nuestros países, de nuestros pueblos, de cada uno de nosotros, encontrar la verdad. Descubrir toda la verdad, revelar todos los secretos, abrir los archivos, indagar judicialmente cada caso, para encontrar la verdad”.


“Señoras y señores, legisladores presentes, autoridades del seminario.

Agradezco la invitación para participar en este 1er. Seminario Amnistiados de Brasil – Amnistia y Derechos Humanos. Me piden que hable sobre el Cóndor, un ave de rapiña de América del Sur, que dio nombre a una represión tan terrible como despreciable…

La sombra del vuelo del Cóndor me cubrió en su oscuridad cuando era casi un niño. Tenía 13 años en 1973 cuando se produjo el golpe de Estado en Uruguay. No sabía entonces ni lo que pasaba, ni lo que había pasado, ni lo que pasaría. Pero fui, como todos los de mi generación, como cualquier ciudadano, una víctima colateral de aquella represión autoritaria.

Fuimos obligados a formarnos bajo un régimen de educación casi espartano. Con libros censurados, con docentes presos, exiliados o destituidos. Obligados a vivir la juventud en el insilio de una sociedad en la que ser joven era delito. No se podía caminar por la calle con más de dos amigos porque era subversivo.

El pelo debía cortarse por encima de la camisa, la falda extenderse por debajo de la rodilla. No se podía hablar, no se podía protestar y lo que se sabía, debía hablarse en voz baja. Esa realidad me llevó a ser periodista. Con el compromiso de revelar secretos, de investigar, de saber qué era lo que pasaba.

Y con los años comenzamos a saber. A saber que lo que pasaba en Uruguay, se repetía en Argentina, en Chile, en Paraguay, en Bolivia y en Brasil. La lucha de muchos logró que se comenzara a burlar la censura. Periodistas brasileños fueron importantes en esa lucha.

Yo enviaba mis notas prohibidas por correo (no había Internet) a mi amigo Jair Krischke en Porto Alegre. El daba la información a periodistas brasileños que reescribían las denuncias y me enviaba las publicaciones. Entonces, yo podía escribir en Uruguay que un diario brasileño había hecho tal denuncia.

Así, pudimos narrar en entrelineas las verdades prohibidas por la dictadura. Así, pudimos ir abriendo espacios de libertad ante la censura, para divulgar la realidad.

Y cuando la censura comenzó a caer junto a la dictadura, pudimos denunciar en nuestro país.

Denunciar el asesinato de Vladimir Roslik, el último muerto de la dictadura en 1984. Escribir, entonces, la primer entrevista a Sara Méndez, una madre a la que le había secuestrado a su hijo cuando fue detenida en Buenos Aires en 1976 y trasladada ilegalmente a Uruguay donde fue encarcelada. Contar la historia de Lilián Celiberti y Universindo Rodríguez Díaz secuestrados en Porto Alegre en 1976 y también llevados a Uruguay para torturarlos y meterlos presos. Narrar la situación de la maestra Elena Quinteros, secuestrada en la embajada de Venezuela y aún desaparecida, en un reportaje con su madre, Tota Quinteros, que me significó una mención de honor del Premio Vladimir Herzog otorgado por los periodistas de San Pablo en 1984. Un honor que aún hoy agradezco.

En ese tiempo, también recibí otra condecoración. La dictadura uruguaya terminó por procesarme y encarcelarme durante un mes por el delito de ataque a la moral de las fuerzas armadas por las notas que escribía. Tengo el honor de ser el último procesado por la justicia militar de mi país y, por eso, fui el primero en la lista de amnistiado, cuando en Uruguay hubo elecciones y presidente electo. Yo también soy amnistiado.

En los últimos veinte años he trabajado en publicaciones que me permitieron seguir investigando. Como otros periodistas de mi país, y de otros países que sufrieron la misma represión. Con organizaciones de derechos humanos. Con militantes de la vida comprometidos con la realidad. Con las madres, familiares e hijos de las víctimas de aquella represión. Incluso con policías, soldados, militares y represores que aceptaron hablar.

Con todos ellos fuimos encontrando verdades. A pesar de las leyes de caducidad, de punto final, de obediencia debida. A pesar de todas las veces que sucesivos gobiernos intentaron silenciar lo que había pasado. A pesar de la corrupción, de las privatizaciones, de la dolarización, de las devaluaciones. A pesar de los pesares, fuimos descubriendo pedazos de la verdad.



Hoy tenemos mucha información sobre lo ocurrido.

En estos años hemos conocido muchos detalles sobre el llamado Plan Cóndor. Podríamos estar días contando historias terribles sufridas por seres humanos.

Sabemos que fue un plan de exterminio genocida contra toda oposición. Sabemos que comenzó a ejecutarse mucho antes de octubre de 1975, cuando en Santiago de Chile, se reunieron servicios de inteligencia de las dictaduras y se bautizó el Plan Cóndor.

Sabemos que se ejecutó bajo el padrinazgo de Estados Unidos, de su Departamento de Estado y de su Agencia Central de Inteligencia. El mismo país que desde los años cincuenta, luego de la Guerra Mundial y en la Guerra Fría , creo, alentó o financió la creación de los servicios de inteligencia de nuestros países.

Sabemos que en los años sesenta instructores norteamericanos llegaron a enseñar la tortura. Sabemos que muchos represores se formaron en la Escuela de las Américas de Panamá. Que luego se instruyeron a los altos oficiales en las Conferencias de Ejércitos Americanos. Sabemos que se sumaron las macabras experiencias de Argelia y de Yakarta.

Sabemos que con militares y policías actuaron terroristas, mercenarios y delincuentes comunes. Desde los miembros de la Operación Gladio en Italia, a los agentes anticastristas cubanos que operaron en Watergate, o los ultraderechistas, los ultranacionalistas, los nazis, los asesinos, los ladrones y todo aquello que pudiese utilizarse para cometer crímenes de lesa humanidad. Sabemos que el terrorismo de Estado, ejercido en los países del cono sur, amparó esa delincuencia y con ella, incluso, compartió botines de guerra.

Sabemos que sus víctimas fueron todo los que llamaron subversión: guerrilleros de izquierda, comunistas de partidos ilegalizados, socialistas, humanistas, democristianos, teólogos de la liberación, libertarios…pero también políticos liberales, intelectuales, sindicalistas, estudiantes, artistas, trabajadores, amas de casa y hasta niños.



Aún quedan cientos de niños por recuperar.

En Paraguay, entre 1954 y 1989 hubo, oficialmente, 70 muertos y desaparecidos, aunque las estimaciones extraoficiales cuentan más de 2.000 víctimas. En Brasil, entre 1968 y 1976, se suman otras 300 victimas. En Uruguay, entre 1973 y 1984, se agregan 157 desapariciones y 131 muertes. En Chile, entre 1973 y 1989, se produjeron 2.095 muertes y 1.102 desapariciones. En Argentina, entre 1976 y 1983, se han comprobado 8.961 muertes y desapariciones, pero las organizaciones de derechos humanos manejan la cifra de 30.000 víctimas.

Casi 35.000 muertos y desaparecidos en la región. Una cifra a la que no agregamos las miles de víctimas de la tortura sistemática o la prisión en condiciones miserables, que también son crímenes de lesa humanidad.

Los líderes políticos fueron uno de los principales objetivos de la represión coordinada. No solo para descabezar a la oposición, sino también para generar un “ejemplo” a sus pueblos. Si a ellos, presidentes, políticos, legisladores, ministros, militares, sindicalistas, reconocidos públicamente les ocurría eso, ¿qué quedaba para los simples y anónimos ciudadanos?.

Así, el Cóndor cerró sus garras sobre la vida del general chileno Carlos Prats en Buenos Aires en 1974. El 20 de diciembre de ese año, en Paris fue asesinado el general uruguayo Ramón Trabal. Lisió en un atentado al ministro chileno Bernardo Leighton en Roma en 1975. Torturó hasta la muerte a los legisladores uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz en mayo de 1976 en Argentina. En Buenos Aires también ejecutó al general boliviano Juan José Torres el 2 de junio siguiente. Y el 21 de setiembre de ese año, en Washington, voló en su automóvil al ministro chileno Orlando Letelier.

Aún resta averiguar si otros dirigentes políticos opositores que fallecieron “sorpresivamente” en esos años no fueron, también, víctimas del Cóndor. En particular, casos como el del derrocado presidente de Brasil, Joao Goulart. Hoy, toda muerte sospechosa en esa época se constituye en un indicio.

Durante muchos años, se pensaba que la dictadura Uruguaya había sido más leve que las otras. Que su represión se había caracterizado solo por la tortura, la cárcel, la persecución, o el destierro, que sufrieron uno de cada cincuenta ciudadanos. Se decía que sólo 26 ciudadanos habían desaparecido, probablemente en un “exceso” de tortura.

Los mandos militares uruguayos, aún hoy, hablan de apremios físicos, pero no aceptan que haya existido una tortura sistematizada. Se negaba la desaparición forzada como método implementado por el terrorismo de Estado. Se decía que ellos no eran como los otros militares de la región. Se negaban los traslados forzados a pesar de las pruebas obtenidas en 1992 con la aparición de los llamados Archivos del Horror en Paraguay. Se negaban a pesar de los múltiples documentos que se fueron desarchivando en Estados Unidos para demostrar la injerencia norteamericana, de su secretario de Estado, Henry Kissinger y de todo el cuerpo diplomático de la época.

Los militares uruguayos negaban todo. Incluso se ponía como ejemplo que un grupo de detenidos en julio de 1976 en Argentina, en el centro de torturas Automotores Orletti, habían sido traídos a Uruguay para salvarles la vida.



Pero en el año 2002 esa falsedad terminó.

El 13 de junio de 1976 en Buenos Aires, una patota ingresó a la casa donde vivía Sara Méndez, quien había dado a luz un niño solo 26 días antes. Ese pequeño, fue arrebatado de sus manos por el coronel José Nino Gavazzo, quien llegó a decirle que la guerra no era contra los niños.

Sara Méndez fue torturada en el centro Automotores Orletti, y aquel 23 de junio trasladada a Uruguay en forma clandestina y vuelta a torturar en otro centro clandestino de Montevideo. Finalmente la dictadura fingió que le había detenido durante un simulado intento de invasión, en un falso operativo realizado en el balneario Shangrilá, de Uruguay.

Sara Méndez fue expuesta ante la prensa como terrorista y, enjuiciada por la justicia militar, terminó presa durante seis años. En 1984 cuando salió de la cárcel pude hacerle su primer reportaje.

Escuché entonces el mayor drama humano al que me había enfrentado. Esa mujer quería recuperar a su hijo. Y luchó por eso durante 26 años en los que los represores, los militares, los gobiernos y el propio Estado uruguayo le mintieron y, para conformarla llegaron a decirle, incluso, que su hijo Simón Riquelo había muerto.

Un represor argentino, integrante de la temible Banda de Aníbal Gordon, nos terminó aportando los datos que permitieron recuperar la identidad al joven Simón Riquelo, aquel niño que en 1976 habían secuestrado de los brazos de su madre Sara Méndez. Y veintiséis seis años después Sara Méndez recuperó a su hijo, gracias al senador Rafael Michelini (hijo de aquel líder político asesinado en 1976), quien terminó de localizarlo.

Simón Riquelo es padre de una niña desde el 18 de abril último. Sara Méndez es abuela.

Aquel informante nos confió otro dato: que a otro grupo de uruguayos secuestrados en setiembre de 1976 y recluidos en Orletti, también los habían devuelto a su país. Eso implicaba que 22 uruguayos que se buscaban como desaparecidos en Buenos Aires, en realidad habían sido trasladados a Uruguay, donde fueron ejecutados masivamente y, seguramente, enterrados en una fosa común. La investigación periodística, durante dos años, permitió denunciar que efectivamente había existido un “segundo vuelo” de Orletti el 5 de octubre de 1976.

Ese trabajo, reconocido en Brasil donde me otorgaron el Premio Derechos Humanos de Porto Alegre (algo que también sigo agradeciendo), recién fue confirmado oficialmente tres años después, en 2005. En el informe oficial que la Fuerza Aérea dio sobre los desaparecidos al gobierno del presidente Tabaré Vázquez, reconoció que había traído a esos desaparecidos.



El Ejército, sigue hoy sin admitir que los recibió y el destino que les dio.

El caso permitió confirmar que la política de traslados forzados fue parte del Plan Cóndor. Existen pruebas de que también otro medio centenar de uruguayos secuestrados en Argentina en 1977 fue devuelto a Uruguay en 1978.

Lo mismo ocurrió con argentinos detenidos en Uruguay, como Oscar De Gregorio o los hermanos Claudio y Lila Epelbaum Slotopolsky. Otro tanto sucedió en Río de Janeiro con los argentinos Horacio Campiglia y Susana de Bingstok el 2 de abril de 1980. Igual que lo ocurrido con Lilian Celiberti y Universindo Rodríguez en Porto Alegre en noviembre de 1978.

Así debe haber sucedido también con otras decenas de desaparecidos sobre los que aún no se ha podido confirmar su “repatriación forzada”.

En Uruguay, se registran casos de traslados ilegales desde 1974, cuando el tupamaro Antonio Viana Acosta fue secuestrados y llevado a la División de Ejército IV donde fue torturado por el entonces general Gregorio “Goyo” Alvarez, cuatro años antes de que fuera dictador.

Treinta años después de lo ocurrido, el único sobreviviente de cinco uruguayos ejecutados en la localidad de Soca aceptó romper el silencio al que lo habían obligado bajo amenazas. Julio Abreu contó como en realidad aquellas personas fueron secuestras en Argentina, torturadas en tres bases clandestinas, llevadas en avión a Uruguay, y alojados en otro centro de torturas, antes de ser ejecutados como represalia por la muerte del militar Trabal en Paris.

No hubo fronteras territoriales, pero tampoco hubo solo fronteras ideológicas. No solo fue una represión ideológica. También hubo detrás un proyecto económico. Un proyecto financiado por grupos económicos nacionales e internacionales en cada país. La “Operación Bandeirantes” no sólo se ejecutó en Brasil. Y mientras se imponía el neoliberalismo en la región y grupos económicos se enriquecían, los represores decidieron hacer lo propio.

Hoy sabemos que en el operativo contra los uruguayos del Partido por la Victoria del Pueblo en 1976 los represores de Orletti “recuperaron” y se repartieron 8 millones de dólares.

Tanto fue el dinero del botín de guerra, que los argentinos los entregaron a sus superiores del Servicio de Información y Defensa (SIDE) que lo elevó al propio general Jorge Videla. El dictador habría decidido repartir un 30 % de dinero entre “los muchachos” y el resto destinarlo a la instalación de una moderna base de inteligencia. El local de la calle Coronel Díaz 2079, frente al coqueto shopping Alto Palermo, donde hoy funciona la sede de inteligencia exterior del Estado, fue creado con el dinero de Orletti.

En Uruguay también hubo reparto con el Estado, al punto que se compraron propiedades para crear bases de tortura, como La Casona de Millán y Loreto, o la Base Valparaíso, último paradero de María Claudia García, la nuera del poeta argentino Juan Gelman. Hasta es posible que el Edificio Libertad, la casa de gobierno uruguayo, pudiera haberse construido con aquel botín.

Pero no solo se repartió dinero, también se repartieron niños. Eso explica por qué los niños recuperados estaban en manos de policías o represores. Así ocurrió con Amaral García, hijo de un matrimonio fusilado en 1974. Así pasó con Simón Riquelo y, entre otras víctimas de la sustracción de identidad, con Macarena, la nieta de Gelman nacida en el Hospital Militar de Montevideo.

Incluso existió la venta de niños y vientres de las desaparecidas. Una lucrativa misión antisubversiva que practicaban el médico Jorge Berges y los represores argentinos Miguel Etchecolatz y Suárez Mason.

Fueron tan terribles los crímenes cometidos durante la represión coordinada que decidieron esconder los cuerpos del delito. Sin cuerpos, creyeron, no habría prueba del crimen.

En Argentina, la Escuela de Mecánica de la Armada ideó los vuelos de la muerte. Inyectaban droga a las víctimas, las subían a un avión y las arrojaban al Río de la Plata para que fueran devorados por tiburones y peces. Pero los cuerpos, atados a bloques de hormigón, igual salieron a flote y llegaron a las costas. La dictadura uruguaya dijo que eran pescadores coreanos que se habrían matado en alta mar. Algunos de esos cuerpos, enterrados por años como NN (No nominados) pudieron ser identificados.

En Argentina se han encontrado fosas comunes, incluso debajo de autopistas construidas sobre los cuerpos para que no aparecieran las pruebas. En Uruguay, las tumbas clandestinas se siguen buscando. Dos cuerpos han aparecido y fueron identificados. Ocho militares y policías detenidos y bajo proceso judicial dan datos falsos sobre los lugares de enterramiento. Juegan hoy a las escondidas con las víctimas.

Incluso se dice que en 1984, cuando iba a asumir el presidente Julio María Sanguinetti, se exhumaron todas las tumbas clandestinas y se volvieron a enterrar en una llamada Operación Zanahorias, que debería su nombre al hecho de que sobre las tumbas plantaron árboles para ocultarlas.

Hoy sabemos mucho del Plan Cóndor. Sabemos que logró su objetivo de retrasar por 20 años el acceso de gobiernos progresistas en la región. Sabemos lo que nos han revelado los archivos desclasificados de Estados Unidos. Sabemos lo que se ha rescatado de la documentación del Archivo del Horror. Sabemos lo que han confesado arrepentidos como el ex militar Adolfo Scilingo. Sabemos lo que nos dicen represores que aceptan hablar bajo el secreto profesional. Sabemos por la memoria que durante años han recuperado las organizaciones de derechos humanos y, en particular, los familiares de las víctimas. Sabemos que las fotos en las pancartas tenían una historia vivida y otra que no pudieron vivir.

Pero todavía queda mucho por saber. No se tiene toda la información. No se ha llegado a la verdad.

Todavía no es claro el origen real de la coordinación represiva que luego se llamó Cóndor. Todavía no es claro cuándo terminó, si es que terminó.

En Uruguay continuó hasta 1992 cuando se secuestro al químico chileno Eugenio Berríos, cuyo cuerpo apareció enterrado en una duna de una playa solitaria. Todavía no se termina de confirmar lo ocurrido con casos como el de la llamada Operación 30 horas que implicaba una invasión de Brasil a Uruguay si ganaba la izquierda en 1971. Todavía no se sabe todo lo referente a la coordinación que ya existía antes y durante el gobierno de Juan Domingo Perón, cuando la Triple A y López Rega ya operaban.

Todavía Estados Unidos no se decide a abrir todos sus archivos y los va revelando de a párrafos. Este mes, en Washington, el desclasificador del FOIA, donde se analizan los documentos por la ley de libertad de información, admitió a un abogado uruguayo que existían documentos sobre un atentado político con vinos envenenados que costó la vida a la esposa de un importante dirigente del Partido Nacional en 1978. Pero agregó que no serían descalificados porque afectaban a la defensa nacional y política exterior norteamericana e implicaban a la CIA , sus métodos y operaciones.

Desclasificar los archivos de los Estados es uno de las deudas que nuestros gobiernos tienen. En Uruguay se hizo un libro sobre la historia de los desaparecidos que incorporó documentos de inteligencia policial y de la cancillería, pero no incluyó los documentos de los militares. La justicia uruguaya que empezó a juzgar lo ocurrido no tiene acceso a esa información capital para encontrar la verdad y hacer justicia.

En Brasil, horas antes de que asumiera el presidente Lula se prorrogó por otros 30 años el secreto de la documentación de la dictadura. Abrir esos archivos no es solo una necesidad para la historia de Brasil, lo es también para los países de la región. En particular cuando en estos días el Correio Brazilense ha revelado la existencia de un servicio de espionaje a través del cuerpo diplomático.



Estoy convencido de que Brasil abrirá sus archivos y ayudará a construir la verdad

Es que sin la verdad no se podrá romper la cultura de impunidad en la que nuestros países han quedado sumergidos durante los últimos veinte años.

Cuando hablamos de lo ocurrido durante las dictaduras no conjugamos el verbo de tiempo pasado. No acepto que se hable de la HISTORIA RECIENTE. Yo creo que es HISTORIA PRESENTE. Y es Historia Presente, porque todavía no sabemos todo lo que entonces ocurrió. Es historia Presente porque no se divulgan los documentos de Estado de cada país. Es historia presente porque hay algunos de sus protagonistas, aún vivos, que no dicen todo lo que saben.

Pero sobre todo, porque el delito de desaparición forzada es un crimen permanente. Hoy nuestros países están violando los derechos humanos hasta que no se encuentren los restos de los desaparecidos. Hoy los Estados de Argentina, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay están cometiendo terrorismo de Estado porque son responsables de esos crímenes de lesa humanidad.

La cultura de impunidad nos ha afectado al punto de que cualquier funcionario con poder puede ejercer su impunidad. Como alguna vez dijo un golpeador de mujeres, al que interrogaron de por qué le pegaba a su mujer, respondió “PORQUE PUEDO”…

Es responsabilidad de todos que los impunes no puedan seguir siéndole. Por el bien de nuestras democracias.

Un claro ejemplo de impunidad esta en tierras brasileñas en este mismo momento. En Porto Alegre, alojado en la sede de la dependencia de la Policía Federal, sobre la calle Ipiranga, se encuentra el coronel uruguayo Manuel Cordero. Esta allí detenido esperando una decisión del Supremo Tribunal Federal sobre su extradición, pedida por dos jueces argentinos y uno uruguayo.

Cordero es un terrible engendro del Cóndor. Torturador, interrogador, asesino, ladrón, embaucador, y prófugo de la justicia uruguaya por apología de la tortura. Fue protagonista de las atrocidades de Automotores Orletti en Buenos Aires y sus garras se extendieron hasta Brasil, donde hizo parte de sus estudios militares

En junio de 1973, cuando a Sara Méndez Gavazzo le robaba a su hijo Simón, éste coronel Cordero violaba a otra detenida delante de su compañero, el dirigente sindical León Duarte, para que hablar. Pero no para que dijera solo los datos de su organización política, sino para que dijera donde había un dinero. Ese es Manuel Cordero, a quien reclaman el juez Guillermo Montenegro y el juez Daniel Rafecas de Argentina y a quien también solicita el juez Luis Charles en Uruguay.

Cordero ha llegado a decir que es un preso político y hoy esta pidiendo ser trasladado a una unidad del Ejército o de la Brigada Militar de Santana do Livramento para, desde allí, planificar su fuga a Paraguay, donde también tiene contactos desde los años del Cóndor.

Alguna vez escribí que “la verdad es, la historia puede ser…” Los hechos ocurren y luego sobre ellos escribimos la historia. Y escribimos de la historia lo que pudimos averiguar de la verdad.

Hoy es responsabilidad de nuestros países, de nuestros pueblos, de cada uno de nosotros, encontrar la verdad. Descubrir toda la verdad, revelar todos los secretos, abrir los archivos, indagar judicialmente cada caso, para encontrar la verdad.

Porque con esa verdad escribiremos esta historia reciente - presente. Y de que la historia relate la verdad, depende nuestro futuro. El de cada uno de nosotros, el de cada uno de nuestros pueblos y el de la democracia en nuestros países. Gracias”

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