15/6/08

Octubre de 1933: asesinato de un líder político (II)

A los 90 años, la viuda de Grauert aún reclamaba el castigo para los asesinos


Según su viuda, Grauert no sabía manejar armas, no las tenía en su domicilio y ni siquiera era aficionado a ir de caza. El primer comunicado de la policía dijo que los ocupantes del auto se habían herido a sí mismos aturdidos por los gases lacrimógenos.


El 26 de octubre de 1933, tres ex legisladores batllistas expulsados del Parlamento por la dictadura del doctor Gabriel Terra, al regresar de una reunión política en Minas, fueron cercados a la altura de la ciudad de Pando por policías de Montevideo, Canelones y Lavalleja. Se produjo entonces un confuso tiroteo. Según las víctimas sobrevivientes, solamente tiraron los elementos uniformados. De acuerdo a la versión oficial participaron ambas partes. Lo real es que los únicos heridos fueron los ex diputados doctores Juan Francisco Guichón y Julio César Grauert. Trasladados en pésimas condiciones sanitarias a una comisaría donde se les hizo dormir en el suelo, la herida de Grauert en un muslo que en principio no revestía gravedad se gangrenó y a las pocas horas lo condujo a la muerte. Este sangriento episodio, el segundo que conmovió a la ciudadanía de aquellos años luego del suicidio del doctor Baltasar Brum ocurrido el mismo día del derrumbe de las instituciones, fue tomado como bandera por las fuerzas políticas que se oponían al gobierno de facto del doctor Terra, es decir los batllistas "netos", los nacionalistas independientes, los comunistas, los socialistas y los cívicos. Grauert fue conducido al cementerio acompañado por una multitud de los partidos opositores estimada por el doctor Emilio Frugoni en su libro "La revolución del machete" en diez mil personas, la que intentó hacer un acto frente a la Plaza Libertad, muy cerca del Palacio Santos, en Dieciocho y Cuareim donde en aquel momento tenía su despacho el doctor Terra. No alcanzó a hacerlo porque la policía cargó con bombas lacrimógenas, sablazos y golpes de machete produciéndose entonces una terrible refriega de la cual resultaron numerosos heridos. Finalmente el féretro logró llegar a su destino, pero el episodio quedaría grabado para siempre en la memoria de los presentes. Uno de los claveles rojos depositado sobre el cajón no cumplió su destino. Recogido por mi apaleado padre fue guardado celosamente como un invalorable símbolo y hoy se encuentra dentro de un sobre encima de mi biblioteca.

En la nota pasada, ofrecimos las versiones brindadas en su momento por dos de los protagonistas, Minelli y Guichón. Otros testimonios publicados en los días inmediatos y declaraciones contradictorias como la del hijo del doctor Terra y el de la viuda del doctor Grauert, tomados para una nota publicada por el autor en el semanario Búsqueda en octubre del 91, servirán para configurar una idea más aproximada de lo ocurrido.

Pocos días después de la muerte de Grauert, el diario La Mañana que respondía al riverismo, fracción colorada que apoyaba a Terra, le hizo un reportaje al Jefe de Policía de Montevideo, coronel Alfredo Baldomir, indicado por los partidos opositores como responsable de la orden de tirar formulada a los comisarios intervinientes en el tiroteo. Este respondió textualmente:

"El doctor Minelli hizo un disparo contra Cavassa y al éste arrojarse a una cuneta para evitar el impacto, los agentes policiales creyendo que había sido alcanzado por un proyectil, abrieron fuego contra el automóvil, el que fue contestado por los viajeros que alcanzaron a hacer doce disparos." El entonces Jefe de Policía optando por la brevedad y la prudencia, procuraba cubrir la mala impresión causada por un comunicado policial apresurado que al dar una interpretación absolutamente pueril del episodio, en vez de aclararlo no había hecho más que aportar incredulidades y dudas. "La policía no disparó un solo tiro" —expresaba la versión inicial— "Las heridas recibidas por los insurrectos fueron provocadas porque en el desvanecimiento que les provocaron los gases, dejaron escapar tiros de sus revólveres."

Días después, el propio Ministerio del Interior inició un sumario procurando desentrañar la verdad de lo sucedido. Sin embargo sus conclusiones no aportaron nada nuevo y no hicieron referencia a la parte sustancial del incidente: de qué lado había comenzado el tiroteo. En sus partes principales decía lo siguiente: (...) III) A la altura del quilómetro 35 de la carretera Maldonado fuerzas policiales de los departamentos de Lavalleja, Canelones y Montevideo interceptaron el paso del automóvil en que viajaban las personas nombradas. IV) Al procederse a la detención de los doctores Minelli y Grauert y el señor Guichón mediante la aplicación de gases lacrimógenos, se produce un tiroteo a consecuencia del cual resultaron heridos el doctor Julio César Grauert y el señor Juan Guichón. V) El automóvil tipo voituret o cabriolet que ocupaban presenta cuatro perforaciones producidas por proyectiles de armas de fuego. VI) El vehículo de la policía presenta asímismo dos perforaciones producidas por los proyectiles disparados desde el interior de la voituret. VII) El examen pericial de las armas pertenecientes a los Dres. Grauert y Minelli y señor Guichón denuncia que fueron utilizadas aunque no pudo comprobarse el número de cápsulas detonadas. VIII) Está probado en autos que los empleados policiales que intervinieron en el procedimiento, hicieron disparos con sus armas sobre el vehículo de los señores Minelli, Grauert y Guichón. IX) No existen en los obrados elementos de convicción en el sentido que los disparos hayan respondido a ninguna orden de los superiores que dirigieron el procedimiento explicándose esos disparos como una reacción espontánea de los empleados policiales subalternos cuyo ánimo había sido prevenido por la actitud de los señores Minelli, Grauert y Guichón al resistir enérgica y prolongadamente la acción policial. XIV) Los funcionarios superiores que intervinieron en el procedimiento, omitieron adoptar medidas para individualizar a los empleados policiales que habían hecho disparos con armas de fuego."

Envuelta en el palabrerío, la responsabilidad oficial parecía quedar a salvo. Quedaba un diputado muerto y un senador herido, pero como en la nerviosidad de aquellos momentos, nadie sabía quienes habían dado la orden ni recordaba quienes habían tirado, no podían ser identificados los culpables. Tampoco se realizaron investigaciones posteriores. Desde entonces, el asesinato de Julio César Grauert, dejado gangrenar en el piso de una comisaría, pasó a ser un expediente burocrático más. De nada valieron el dolor inmediato ni las ceremonias recordatorias que se hicieron durante un tiempo y luego dejaron de ser convocadas. La voz que quedó reclamando y que en 1991, cuando concedió a este periodista el único reportaje de su vida, todavía seguía haciéndolo, fue la de su viuda ya fallecida, Maruja Iglesias de Grauert, que en ese momento andaba por los noventa años. "Mi marido no fue armado, no tenía armas ni sabía manejarlas. Ibamos al campo con frecuencia y jamás acompañaba a la gente a cazar. No le gustaban las armas, jamás había tenido una entre las manos. Julio era por encima de todo un soñador. ¡Las veces que discutí con él sobre este tema! El creía que el mundo, que la sociedad tenía que cambiar, que al capitalismo si no se le podía eliminar, había que suavizarlo. Sabía el peligro que corría en las giras pero también sabía que vivo era más útil que muerto. Nunca pensó que su sacrificio pudiera servir de guía a las masas. Muy poco tiempo antes (Baltasar) Brum se había matado ¿y qué había conseguido con su ejemplo? Que yo sepa, nada." Contestataria aún pese a su ancianidad, la viuda de Julio César Grauert no solamente seguía preguntándose por qué razón los asesinos de su marido nunca habían sido castigados, sino que continuaba masticando el feo sabor dejado por la inutilidad política del suicidio del doctor Baltasar Brum.

¿Cómo fueron las horas posteriores al baleamiento? Minelli quedó desvanecido en el auto a causa de los gases lacrimógenos, Guichón con un brazo fracturado por un disparo y Grauert con el muslo desgarrado y un pie atravesado por una bala, fueron trasladados a la comisaría de Pando y abandonados a su suerte. En una entrevista que pude efectuarle en 1962 para el semanario Hechos, Guichón recordó aquellos momentos y no coincidió con las reflexiones amargas de Maruja Iglesias. "Nos metieron a cada uno en un calabozo. El mío no tenía cama ni colchón y tuve que acostarme en el suelo. Al cabo de unas horas me llevaron al hospital de primeros auxilios y allí me encontré con Julio (Grauert). Las heridas de ambos, aunque dolorosas no eran graves. Julio bromeó: "¿cuándo hacemos la próxima gira?" La última impresión que tuve de él fue la de un hombre optimista, seguro de sí mismo, convencido que su sangre, nuestra sangre iba a manchar a la dictadura y a provocar la reacción de las masas."

Es probable que luego de enterados del incidente y de la falta de gravedad de las heridas, los hombres del gobierno y los dirigentes partidarios opositores, en especial los que provenían del batllismo neto y del nacionalismo independiente que representaban a gran parte de la ciudadanía, hayan confiado en que todo podía solucionarse con una negociación conversada, que fuera capaz de evitar en el futuro la irritación policial y controlar la represión. Las consecuencias sin embargo, escaparon de las manos de todos. Cuando el doctor Julián Zavala Muniz, hermano del futuro Consejero de Gobierno Justino Zavala Muniz, pudo ver a los legisladores heridos y advirtió al doctor Peluffo quien había efectuado las primeras curaciones, sobre el riesgo de una gangrena gaseosa provocada por la excesiva cantidad de tiempo que habían permanecido vendados, ya era tarde. El balazo en el muslo de Julio César Grauert había estado tapado durante cuarenta horas, impidiendo la exposición de los tejidos sanos al aire. El error era ya irreparable. Trasladado de apuro al Hospital Militar, llegó en un estado desesperante al que agravó su constitución física, debilitada por el alcohol y la bohemia. Recién allí le fue sacada la incomunicación y al final del día lo pudo ver su esposa. "Cuando entré en la habitación"—recordaría ésta— "vi que todo estaba perdido. Julio me reconoció, pronunció mi nombre muy bajito y me tendió la mano. La gangrena le impedía hablar. Le rogué al doctor Albo un médico del hospital que era amigo nuestro, que intentara cortarle la pierna, pero me contestó que ya era tarde." Cinco horas después, a las cuatro y media de la madrugada, Grauert moría y pasaba a convertirse en el segundo símbolo con que la oposición fustigaría por años a la violencia terrista. No fue precisamente el último. A mediados del año siguiente, los partidos que integraban la resistencia, programaron para el 11 de agosto un mitin nacional "por la libertad", que luego fue suspendido por la falta de garantías. En una de las asambleas de apoyo realizadas en el interior, concretamente en la ciudad de Dolores, la columna cívica fue baleada desde la imprenta de un diario que apoyaba a Terra, falleciendo el ciudadano nacionalista independiente Manuel Sanguinetti. Tal vez por tratarse de un hombre común y no un dirigente político, muy pocos lo consideraron el mártir que realmente fue y casi nadie recuerda ya su nombre.

Tres generaciones después de aquellos sucesos desgraciados ¿es lógico atribuirle la responsabilidad de los mismos al régimen de facto que encabezaba el doctor Gabriel Terra? Obviamente si no se hubiera vivido en un clima de violencia latente no habrían ocurrido, pero el presidente electo en 1931 quien gracias a un golpe de Estado había prorrogado su mandato tres años más, no puede ser considerado culpable directo. Alfredo Terra, uno de sus hijos mayores, entrevistado en 1991 para un trabajo similar a éste, me dijo textualmente: "A comienzos de los años sesenta, tuve una conversación profesional con el entonces senador Héctor Grauert, hermano del difunto. Al salir el tema de la muerte de Julio me dijo y esto lo aseguro por mi honor: "nosotros siempre tuvimos la convicción que fue consecuencia de la fatalidad y que el doctor Gabriel Terra no tuvo nada que ver." En su mensaje a la ciudadanía pronunciado a finales de ese mismo año 1933, el propio doctor Terra explicó los hechos como una consecuencia del caos político que se vivía. "Tengo la conciencia tranquila de no haber hecho un solo día en todo el año el papel de dictador y si alguna vez en la forma más suave posible salí de los procedimientos estrictos de la ley fue por la necesidad ineludible de mantener el orden y la tranquilidad públicas. (...) Esos cinco policías de Pando podrán siempre alegar en su defensa que si ellos, ignorantes e inconscientes cometieron delito, delincuentes fueron también los provocadores de la tragedia, de la aventura insensata en la que cayó el doctor Grauert."

El presidente convertido en dictador no escapó en su alocución a las emociones que sacudían al país. Si grave suena hoy el calificativo "delincuentes" para los policías que acribillaron el auto, más todavía lo era aplicado a los tres ex legisladores baleados a mansalva. En el correr de los primeros dos tercios de este siglo, el Uruguay experimentó crisis sociales y políticas graves aproximadamente cada treinta años. Tuvo una en 1904, cuando la última revolución de Aparicio Saravia, otra en 1933 en ocasión del golpe de Terra y la última en la década del sesenta, como consecuencia de la guerrilla tupamara que condujo a otro quiebre de las instituciones. En todas, las pasiones dividieron y cegaron a los hombres contribuyendo a obstruir toda posible salida dialogada. Ni los dirigentes ni la prensa contemporáneos al terrismo (la opositora con la desventaja de la censura previa) dejaron en ningún momento de aportar su ira y su subjetividad. De esa manera el diario El Pueblo propiedad del doctor Gabriel Terra se encargó de añadir más leña a la hoguera informando sobre los hechos con ligereza y añadiendo una advertencia sumamente dura que fue tomada por la oposición (diarios El País y El Día y órganos de prensa de las minorías) como una declaración de guerra:"Los señores Grauert, Minelli y Guichón iniciaron el desacato y la agresión contra la policía. Así les ha ido y así les irá a cuantos pretendan imitarlos." Y el diario El Debate" cuya prédica contínua a favor de "una revolución urgente, inevitable, tres veces santa", había precipitado la disolución del Parlamento, escribió el día inmediato a la muerte del diputado Grauert atacando duramente a los batllistas netos: "No caemos en el sentimentalismo sensiblero de quienes olvidan que los actores de este suceso pertenecieron a un grupo que (...) antes del 31 de marzo había preparado la liberación de todos los penados de Punta Carretas y la paralización de la Usina Eléctrica para que a oscuras la ciudad al realizarse el mitin anunciado para el 8 de abril (nota: se refiere a una manifestación herrero-terrista pidiendo la reforma inmediata de la Constitución que los hechos posteriores impidieron se llevara a cabo) los fascinerosos ejecutaran la masacre humana más brutal e infame que habría conocido América."

Ha pasado mucho tiempo de todo aquello. Más que las siete décadas transcurridas, otras violencias mayores, otras agitaciones sociales, otros hechos políticos que nadie hubiera imaginado en los años del primer golpe de Estado de este siglo, han ido desdibujando el símbolo que significó Grauert para su generación. Otro tanto ocurrió con el de Baltasar Brum. Los ejemplos primero se congelan y luego se van gastando hasta quedar recluidos para siempre en imágenes desvaídas y un poco tristes colgadas de las paredes en los locales del Partido. Esa es precisamente nuestra condena: habernos acostumbrado a devorar nuestro pasado como si jamás hubiera sucedido. Al cumplirse un mes de la muerte de Brum, Julio César Grauert había escrito un editorial en su publicación Avanzar en el que, paradojalmente y sin sospecharlo, se estaba refiriendo al martirologio que meses después se desplomaría sobre su propia vida: "Su página más brillante como estadista la escribió con su sangre." Fue lo mismo que, utilizando palabras menos académicas, me dijo su viuda Maruja Iglesias quien pasados ya los noventa años estaba de vuelta de los discursos partidarios cada vez más raleados y sólo percibía un creciente olvido que iba borroneando la imagen de su esposo asesinado.

"Mi marido era un batllista convencido y radicalizado. Levantaba en vilo a las masas con su oratoria. Nadie como él crecía tanto entre la gente opositora al gobierno de facto de Gabriel Terra. Era un peligro para el régimen y no convenía que continuara viviendo. Por eso lo balearon a mansalva y luego lo dejaron morir gangrenado por omisión de asistencia. Por eso su muerte careció de responsables."

César Di Candia

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