Martín Almada es el hombre que desnudó la Operación Cóndor, agavillamiento criminal de las dictaduras suramericanas durante la década de 1973/1983. Cóndor Uno, su jefe, era el dictador chileno Augusto Pinochet. Ésta es una breve historia –un recuerdo más bien– de cómo en ocasiones buscar justicia conforma un relato al estilo del más fiel realismo mágico.
El sociólogo Martín Almada, paraguayo, fue arrestado en Asunción en noviembre de 1974. Fue llevado a la jefatura de Investigaciones de la policía, donde el jefe –un tal Pastor Coronel– lo interrogó en una sala de audiencias, una especie de tribunal de inquisición. Lo presentó como el “terrorista” más peligroso de Paraguay. El doctor Almada reconoció entre los presentes a altas autoridades políticas y militares de su país. Pero había también militares con uniformes extranjeros. Llevaban gafas oscuras.
Un mes estuvo en ese recinto, sometido a crueles tormentos. Entre los interrogadores estuvo un chileno –el coronel de aviación Jorge Oteíza López– y un argentino, el comisario Héctor García Rey. En ese mes, vio ser torturados a unas mil 200 personas en ese cuartel.
Llevaron luego al doctor Almada a la Comisaría primera de la capital del Paraguay, asiento de la Interpol. Allí había 43 presos políticos. Cada detalle se registró a fuego en su memoria. Si lograba sobrevivir iba a necesitar hasta del más minúsculo de esos recuerdos para saber dos cosas. Uno, cómo y quiénes mataron a su esposa. Dos, quiénes fueron sus torturadores.
Compartió celda con un policía, el comisario Mancuello, quien había caído en desgracia por no informar a la policía política que su hijo Carlos fue miembro del centro de estudiantes de Ingeniería de la Universidad de La Plata.
Se lo preguntó al comisario Mancuello:
–¿Por qué fui interrogado por un militar chileno y por un comisario argentino?
–Martín Almada, estamos en las garras de Cóndor –dijo Mancuello en tono grave.
–¿Cóndor? ¿Ese bicho?
–No, hablo de Pinochet y de Contreras –dijo refiriéndose al dictador chileno, Cóndor Uno, y al jefe de su aparato represor, el coronel Manuel Contreras.
Fue la primera vez que Almada oyó de la Operación Cóndor. Era marzo de 1975. ¿Cómo es que el comisario Mancuello sabía? Porque formó parte del equipo de telecomunicaciones de la policía paraguaya. Y le dio otro dato al doctor Almada: “Si logras salir vivo, puedes saber todo con sólo leer la revista mensual de la policía paraguaya”.
La tercera estación de la pasión de Almada fue la Comisaría Tercera, llamada Sepulcro de los vivos. Los presos eran tratados como muertos, es decir, no existían. Las condiciones eran infrahumanas.
Lo pusieron en la celda del Partido Comunista paraguayo, acusado de “subversión intelectual”. En la celda vecina estaba el abogado argentino Almincar Latino Santucho, quien le dijo que en su interrogatorio habían participado los agregados militares de Argentina, Brasil, Chile, Uruguay, Bolivia y Paraguay. Le habló también de la Operación Cóndor.
Cuando ya se cumplían casi dos años de prisión, en septiembre de 1976, Almada fue llevado al campo de concentración Emboscada. Allí había más de 400 presos políticos. Y un año más tarde, agosto del 1977, hizo una larga huelga de hambre que movilizó a Amnistía Internacional. Pudo recuperar su libertad y, tras un mes de hospital para recuperarse, se asiló en la embajada de Panamá.
Hasta ahí es la historia de un sobreviviente más.
La invisible espada de la Justicia
Lo peculiar comienza cuando, en mayo de 1989, decide interponer una querella criminal contra el general Stroessner, sus cómplices y sus encubridores. Acababa de terminar la dictadura de 35 años. Aún así, era tan peligrosa la misión justiciera que se había propuesto, que decidió dar cada paso con la máxima publicidad posible. Si lo mataban, que les costara caro, se dijo el doctor Almada.
Y fue en diciembre de 1992 cuando, al visitar uno de los lugares que aparecían fotografiados en la Revista Policial (dato que le fue dado en prisión), ocurrió el milagro. Se le acercó, caminando lento, una anciana de más de 80 años. Y le habló en guaraní, la lengua de los indígenas paraguayos:
–Te saludo a ti, el educador combatiente...
El doctor Almada se la quedó mirando, sorprendido por la solemnidad de la anciana. Se acercó, abrió los brazos y ella rozó con suavidad la palma de sus manos.
–Los que se fueron, vuelven como héroes. Los que se quedaron, siguen sufriendo –sentenció la mujer.
–¿Y qué significa eso, señora? –preguntó él.
–Mire esa propiedad. Era mi casa, hasta que vino el jefe de la policía y me exigió vendérsela...
El doctor Almada se acercó más, para escuchar mejor.
–Yo me negué. Tomaron a mi hijo mayor. Lo torturaron. Dijeron que era comunista. Y yo tuve que hacer el trueque: el cuerpo de mi hijo a cambio de entregar la casa...– La anciana, hablando en guaraní, lo decía con tal certeza y claridad que su palabra no podía ser puesta en duda.
–Hijo mío, le aconsejo que no se acerque a ese lugar cuando hay “amenazo”...
–¿Amenazo? ¿Qué es eso, señora? –preguntó el doctor Almada.
–Cada vez que va a llover, los argentinos lloran, los chilenos lloran, los brasileños lloran, los uruguayos lloran...
–¿Dice usted que hay, en esa casa, chilenos, argentinos, brasileños?...
–No, hijo, no entiendes. Son sus almas que penan. Las almas de los torturados...
El doctor Almada se quedó mirando la casa largo rato después que la anciana se alejó del lugar. ¿Qué significaba todo eso? No tuvo la respuesta en ese momento. Dos semanas más tarde, consiguió que el tribunal ordenara el allanamiento al cuartel central de la policía. Objetivo: buscar los archivos. Poco antes de que se iniciara la diligencia, una voz de mujer –en el teléfono– pidió verlo con premura. El aceptó.
–Los papeles que usted busca no están en los archivos de la policía central –dijo ella, lacónica. –¿Dónde están?
–Fuera de la capital. Ahí tiene un plano –dijo al tiempo que le daba un papel.
El doctor Almada miró el plano mientras la mujer se alejaba. ¡Era la casa de la anciana!
No había duda alguna.
Le encajaron las piezas y entendió el mensaje. Corrió donde el juez y fue tan convincente que logró el cambio. Al punto que el juez aceptó realizar un allanamiento en un lugar que ni siquiera tenía dirección, por razones de seguridad.
A las once de la mañana llegaron a la remota comisaría, en las afueras de Asunción. Era el 22 de diciembre de 1992. La reacción policial fue muy violenta. El juez se impuso finalmente y el grupo ingresó a la comisaría de Lambaré. En el fondo del patio, cinco toneladas de documentos. Cinco toneladas de papeles que documentaban medio siglo de represión paraguaya, la conexión nazi, el tráfico de armas y todos los papeles de la Operación Cóndor.
El general Augusto Pinochet –llamado Cóndor Uno– jamás imaginó la afición del general Stroessner por archivar papeles. Y quizás nunca sepa que una anciana que hablaba en guaraní blandía una invisible espada de justicia.
Mujeres hoy
07/01/05
Ver también:
Los Archivos del Horror del Operativo Cóndor
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