Cuando la justicia penal reabra el caso del homicidio de Santiago Rodríguez Muela -ejecutado de un balazo por la espalda el 11 de agosto de 1972 en el liceo N° 8-, resultará fundamental la prueba obtenida en un curioso juicio que un ex integrante de la banda presuntamente asesina, el mayor retirado Enrique Mangini, inició contra el periodista Roger Rodríguez. Las declaraciones de los testigos calificados, la documentación presentada ante la sede, y las propias confesiones del militar serán usadas en su contra cuando el Servicio Paz y Justicia (Serpaj) solicite el reinicio de las actuaciones penales archivadas hace 35 años, sin encontrar responsables.
En artículos publicados a fines del año pasado en el diario La República, Roger Rodríguez identificó a Mangini como "uno de los asesinos de Rodríguez Muela". El mayor retirado negó ser el autor del crimen, pero confesó que era militante de la Juventud Uruguaya de Pie (jup), que en calidad de tal había concurrido al liceo 8 el día del asesinato, y que él no estaba armado pero sí otros integrantes del grupo. La jup era una organización de jóvenes fascistas vinculada al escuadrón de la muerte, que asesinó e hizo desaparecer personas al amparo del gobierno colorado de Jorge Pacheco, y luego del de Juan María Bordaberry.
Mangini, que entonces tenía 16 años, fue uno de los detenidos por aquellos hechos y permaneció cuatro o cinco días demorado en la Seccional 9ª. Él mismo se aferra a esas circunstancias para defenderse: si fue detenido e investigado, y luego puesto en libertad, significa que es inocente. Pero el escenario real, y sobre todo el de aquellos días de represión e impunidad, era más complejo. Varios testimonios recogidos por la comisión investigadora que se creó en el Parlamento tras el asesinato dieron claras pautas de que tales detenciones fueron parte de una farsa que sirvió para desorientar, y a la postre obstaculizar, la investigación penal.
IMPUNIDAD
Aquel 11 de agosto fueron detenidas unas 15 personas; algunas eran integrantes de la jup, como Mangini, otras no. Una de estas últimas fue el sacerdote Jorge Osorio, quien el lunes pasado declaró como testigo. Osorio dijo que él y los que no eran de la JUP estuvieron detenidos en condiciones distintas que los ultraderechistas. El trato de los guardias con los detenidos que habían asaltado el liceo era ameno y permisivo; los demás estaban incomunicados. Osorio señaló que en la seccional un policía dijo que "se quedaran tranquilos" porque "la prueba ya estaba arreglada".
El presidente de la comisión era José Luis Veiga, hoy director del Servicio de Prensa de la Presidencia de la República. Al comparecer en la audiencia el lunes 11, Veiga sostuvo que el Liceo N° 8 fue "asaltado por un banda" de la jup y que testigos presenciales, como la profesora María Silveira Zabala, "indicaron con precisión cómo ocurrieron los hechos (e) identificaron a algunos de esos asaltantes que iban armados". Mangini "era una de las personas que los testigos dijeron que estaba armada, incluso con un arma especial", declaró Veiga.
Sostuvo que "todas las armas (eran) de los asaltantes del liceo" y que "la presunta arma homicida fue vaciada en las afueras del liceo", según quedó "expreso en el trabajo de la comisión". El funcionario de la Presidencia señaló que Mangini fue uno de los integrantes de la jup que participó en más de un asalto a liceos de la capital:
"Amparados en la impunidad, se les ofrecía la protección de un sector de las Fuerzas Conjuntas y de la Policía. Incluso en la comisión se debió soportar una actitud del ministro del Interior de la época, Alejandro Rovira, de ocultamiento de información" y de tergiversación de los hechos, agregó. Veiga aclaró que, según consta en las actas, "diez personas fueron detenidas dentro del liceo, entre ellas Mangini, y cinco en el exterior" del local; recordó que "junto con los asaltantes fueron detenidas tres personas que nada tenían que ver con los hechos", conducidas también a la Seccional 9ª.
"Los responsables del asalto estuvieron permanentemente comunicados; se les permitió todo tipo de visitas; fueron instruidos respecto de lo que debían declarar; se les pemitió cambio de ropa y una buena presentación para cuando fueran al juzgado, en un intento de obstruir a la justicia los elementos para poder actuar", detalló.
La detención tuvo lugar el viernes 11 de agosto de 1972. El lunes 14 declararon ante el juez Milton Cairoli, y el martes 15 todos quedaron en libertad. En diciembre de 1972, la comisión, por unanimidad, votó que las conclusiones de la investigación fueran enviadas a la justicia. Veiga consideró que el trabajo fue bueno, aunque hubo elementos coartados por las autoridades de la época. La comisión no pudo determinar con precisión quién fue el asesino material; la sede penal tampoco. Nadie fue preso.
Lo cierto es que Mangini aparece profundamente involucrado en los hechos. El militar dijo ante el juez que él escuchó disparos dentro del liceo, pero que no participó de los hechos específicos que determinaron la muerte de Rodríguez Muela. Fue muy confuso y se contradijo al pretender explicar por qué había ingresado al liceo, junto a otros integrantes de la jup. Primero dijo que la puerta estaba "cerrada", luego que estaba "entreabierta", y posterioremente que "no sabía bien" cómo estaba la puerta. Señaló que se encontraba a la entrada del liceo cuando llegaron las Fuerzas Conjuntas (policías y militares) y los llevaron hasta el fondo del local. Pero luego dio a entender que ya estaba dentro del liceo.
LA MUERTE
En un emotivo testimonio, Susana Escudero, viuda de Rodríguez Muela, declaró en la audiencia que el 11 de agosto del 72 se encontraba junto a su esposo en el liceo N° 8: ella trabajaba en una peluquería y él en ancap, y estudiaban en el horario nocturno.
Ese día se llevaba a cabo una asamblea de estudiantes, junto a los padres agrupados en apal y los docentes, para tratar de adoptar medidas contra las arremetidas violentas de la jup: "Pretendíamos instaurar guardias durante todo el día para prevenir los ataques. Los que más nos preocupaban eran los chiquitos, los de primero de liceo, por eso pedíamos que participaran los padres". Ese día, como si se tratara de una premonición, Susana le había dejado una carta a su esposo para que no fuera a la asamblea, pero Santiago no hizo caso. Rodríguez Muela ya había sido detenido tras un enfrentamiento con la jup en las puertas del liceo Bauzá. Fue encerrado por unos días en la Escuela de Policías, donde lo "golpearon mucho". Ya en manifestaciones del año 1968 había recibido un "sablazo" que le provocó secuelas: ataques de epilepsia. El 11 de agosto, una vez iniciada la asamblea en el liceo N° 8 escuharon "fuertes golpes" en la puerta del local: "Santiago salió corriendo y yo atrás", relató Susana. Así, se desataron "forcejeos en la puerta" con los "asaltantes" que pretendían entrar.
Susana contó que, ante la presión desde afuera, debieron salir corriendo hacia adentro: "Nos metimos en un salón, entrando a la derecha; íbamos tirando sillas. Nos acorralaron -o ésa es la sensación que yo tenía- dos de los asaltantes, que disparaban con armas de fuego. Santiago camina hacia donde habían caído las sillas y vuelve y se cae a mi lado". Susana creyó que le había sobrevenido un ataque de epilepsia, pero Santiago había recibido un balazo en la espalda.
La viuda recuerda que uno de los que estaba en el lugar de los incidentes era un jupista al que le decían el "Manco Ulises", y otro que suele ver hoy "en los alrededores de la Intendencia y que también le ha ido a hacer el aguante al Goyo Álvarez". Dijo que pudo ver el rostro de ambas personas, que los siguieron hasta el salón, pero nunca logró identificarlas con nombre y apellido.
Júpiter Irigoyen fue el padre que levantó el cuerpo de Rodríguez Muela. Hoy tiene 79 años. Ante el juez, y con la voz quebrada, detalló cómo vivió aquel momento en que abrazó al estudiante para que no se lo sacaran de las manos y lo llevó al hospital. Dijo que al otro día vio al asesino sentado en el bar Sirocco, ubicado en 8 de Octubre y Garibaldi. No pudo determinar con precisión si el matador del estudiante fue Mangini. "Pasaron 35 años", señaló en una parte de su declaración, pero contó que no lo citaron a la reconstrucción del crimen y que fue por propia voluntad al juzgado. Cuando se reabra el caso, la justicia deberá determinar, como punto clave, cuál fue el grado de participación de Mangini en el asesinato.
Como premisa queda la frase que Roger Rodríguez le atribuyó a Mangini, de acuerdo a fuentes cercanas al militar: "es una pena tener que gastar una bala en esto". El periodista contó que la fuente escuchó esa frase de Mangini en una reunión social y en medio de copas. Juicio raro. Lo extraño no es que un militar u otra persona mencionada o expuesta públicamente en un artículo de prensa denuncie por difamación e injurias a un periodista. Lo raro es que Mangini, y sus asesores legales, no hayan advertido que el natural desarrollo de ese juicio oral y público implicaba reavivar, y en detalle, aquel hecho delictivo en el que el propio acusador estuvo implicado.
Teniendo en cuenta que el juez del caso es Luis Charles, Mangini debió asumir que no sería fácil obtener una sentencia de condena contra el periodista.
Primero, porque sabía que la investigación de Roger Rodríguez era contundente: se apoyaba en diversas fuentes de primera mano, se ajustaba a los hechos, y eso podía ser demostrado ante el juez.
Segundo, porque más allá de la profesionalidad e independencia del magistrado, se trata del primer juez que procesó con prisión a militares represores de la dictadura; el que mandó a la cárcel al ex dictador Gregorio Álvarez; el primero que aplicó la figura de desaparición forzada, delito contenido en la ley contra crímenes de lesa humanidad. Resulta entonces curioso que el ex militar haya proseguido con el juicio.
Para mayores contras, el día que Iván Paulós (ex jefe del Servicio de Información de Defensa de la dictadura) fue a declarar a la sede penal de la calle Misiones, las cámaras fotográficas registraron a un exaltado hombre bajo y gordo, de entrecano bigote, que había concurrido al juzgado con un arma en la cintura para proteger a su amigo, a punto de ser interrogado por un juez que investigaba crímenes de la época represiva. El hombre exaltado y armado era Mangini. El juez era Charles.
Y por si fuera poco, Mangini ha escrito artículos en el sitio de Internet envozalta. net, base operativa mediática de los militares represores presos en la cárcel de Domingo Arena, detrás de la cual operan los presuntos responsables de los recientes actos de espionaje contra la fiscal Mirtha Guianze.
Ahora se espera documentación solicitada por el juez a organismos públicos, sobre todo el expediente radicado en el antiguo Juzgado de Instrucción número 5, cuyos casos se dividieron entre los juzgados penales de primero y sexto turno. Por ahora el expediente no aparece. Dentro de unos días se escuchará el pronunciamiento de la fiscal Diana Salvo, y a posteriori la sentencia del juez Charles. Luego habrá que estar atento a Mangini y a sus amigos represores. Volver al índice.
LA JUP Y EL ESCUADRÓN DE LA MUERTE
La historiadora Clara Aldrighi fue testigo clave en el juicio oral y público de esta semana, y lo será en la investigación por el asesinato del joven Santiago Rodríguez Muela. Aldrighi presentó ante el juez documentación desclasificada de los servicios de inteligencia de Estados Unidos, y un borrador de un capítulo de su próximo libro (*).
Allí explica los nexos entre la Juventud Uruguaya de Pie (JUP) y el Escuadrón de la Muerte, y afirma que estas organizaciones recibían el apoyo de la CIA -que contó con el trabajo de 363 funcionarios en Uruguay- y estaban amparadas por el gobierno colorado de Jorge Pacheco. El siguiente es un pasaje del borrador entregado a la justicia:
"La creación del Escuadrón de la Muerte en agosto de 1970 fue una consecuencia directa de la ejecución de [Dan] Mitrione. Un estudio del Departamento de Estado revela que a causa de la muerte del instructor policial (de la cia en Uruguay), en esa fecha se escucharon en los servicios de inteligencia de la Policía y las Fuerzas Armadas ‘ominosas conversaciones', que sugerían ‘la perspectiva de formación de escuadrones de la muerte y organizaciones paramilitares de vigilantes'.
La nueva organización se configuró como un racimo de grupos compartimentados, que efectuaron entre 1970 y 1973 varios asesinatos y centenares de atentados con armas de fuego, artefactos explosivos e incendiarios. Los objetivos de estos últimos fueron las viviendas de abogados y familiares de guerrilleros, de docentes, intelectuales, personalidades de la izquierda y del centro político. También se atacaron iglesias, imprentas, librerías y sedes partidarias.
En los años previos a la dictadura, los funcionarios de la cia que operaban en Uruguay, en su mayoría adscriptos a la embajada de Estados Unidos bajo ficticia cobertura diplomática, estaban estrechamente vinculados a la Policía uruguaya. Por ello no podían desconocer sus actividades ilegales, desde el uso de la tortura hasta la creación del Escuadrón de la Muerte. Los servicios de inteligencia de la Policía y las Fuerzas Armadas proporcionaron los hombres para las escuadras clandestinas.
El gobierno de Jorge Pacheco, a través de los ministerios de Interior y Defensa, garantizó la impunidad y suministró armas, explosivos, locales, vehículos y dinero. Algunos civiles uruguayos y extranjeros se sumaron a los grupos del escuadrón. Se hallaban vinculados al Estado a través de los servicios de inteligencia o de altos funcionarios como (el subsecretario del Interior) Armando Acosta y Lara.
Dos de los estrechos colaboradores de este último, durante el período en que se desempeñó como interventor de Secundaria -Miguel Sofía y Ángel Pedro Crosas Cuevas- fueron miembros del Escuadrón de la Muerte y participaron por lo menos en uno de sus asesinatos. Ambos eran organizadores o militantes de la Juventud Uruguaya de Pie. Los jefes de los grupos militares y policiales del escuadrón estaban vinculados por lazos de camaradería y conocían en sus rasgos generales las actividades terroristas de sus camaradas.
En un nivel superior, gobernantes y altos funcionarios tejieron una red subversiva que los amparó y dirigió. Involucró a los ministerios de Interior y Defensa, la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, el Servicio de Información de Defensa (SID) , la Inteligencia Naval y la Presidencia de la República.
El escuadrón se constituyó como organización criminal del Estado por decisión del gobierno de Pacheco. Así lo reconoció Danilo Sena, ministro del Interior, el 27 de setiembre de 1971 al embajador de Estados Unidos, Charles Adair. No se trataba de franjas autónomas y desviadas de los servicios secretos, como argumentaron algunos políticos oficialistas en 1972 ante la evidencia proporcionada por Bardesio y otros testimonios. Eran terroristas de Estado que ponían en prácica directivas del gobierno colorado".
(*) La intervención de Estados Unidos en Uruguay (1965-1973). Tomo II. La construcción de un sistema represivo (inédito).
Walter Pernas (Brecha)
Enrique Mangini Usera con el brazo levantado, deja al descubierto una pistola ceñida a su cintura
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