14/1/08

UN TERRIBLE PERIODO DE VIOLENCIA

Los tres asaltos en veinte días que conmovieron la ciudad de Montevideo

En los primeros diecinueve días del lluvioso julio de 1961, un sorprendido Montevideo se vio asolado por una ola de asaltos violentos que sacaron a la población de su amodorramiento. Probablemente se trataba del comienzo de una familiaridad con el delito que se agravaría considerablemente en el transcurso de esa década y que apoyada en los deterioros sociales que sobrevendrían en los siguientes cuarenta años, harían que episodios sangrientos de esas y otras características se volvieran trágica costumbre en el paisaje de la capital. Pero aquella no era una época de grandes sobresaltos y sin duda por eso al comenzar el mes, el robo a la agencia Aguada del Banco de Crédito provocó una inusitada conmoción. Los titulares de los diarios oscilaban entre el asombro y la alarma. "Treinta personas dominadas durante quince minutos". "Se llevaron un cuarto de millón de pesos". "Estaban enmascarados". "Una audacia sin límites". Las informaciones consignaban que a mediodía, dos personas con sus cabezas cubiertas por medias de mujer debajo de las cuales los rostros habían sido además desfigurados con pinturas, habían penetrado en el local obligando el gerente Ruben Seijas, al jefe de sección Carlos Dicona y al cajero Santiago Bonifacino a que les abrieran las puertas que custodiaban el Tesoro. Una vez llenados los bolsos, habían huído en un Ford Prefect por la calle Lima. La Policía estaba convencida que los autores obedecían órdenes del famoso pistolero porteño Jorge Eduardo Vilariño o que por lo menos habían pertenecido a su banda ya que una vez localizado el auto se encontraron en él colillas de cigarrillos argentinos.

En los días inmediatos sobrevino una calma chicha apenas alterada por hechos aislados: dos secuestros de taximetristas a los que abandonaron encerrados en la valija de sus autos, un atraco a una sucursal de Manzanares en el cual sus autores obtuvieron un magro botín. Algunos pesquisantes avezados sospechaban que todo estaba encadenado, pero no había pruebas. No se encontraba a los ladrones y el pulso de país siguió sin alterarse demasiado. Una prueba categórica de ese estado de ánimo: el 6 de julio el diario El País informaba que en doce días habría de inaugurarse el Túnel de 8 de Octubre y como al pasar recordaba que su construcción había demandado tres años, mientras que Brasilia con su complicadísima infraestructura había empezado a levantarse en la misma época y llevaba más de un año de inaugurada oficialmente. Recién el 12, volvió a recordarse el episodio del Banco de Crédito al pasar por Montevideo el pistolero Vilariño apodado El Rey del Boleto quien luego de ser capturado en San Pablo era conducido a Buenos Aires para ser juzgado por numerosos delitos incluyendo en ellos asaltos y homicidios. Sonriente, de barba mal afeitada, sombrerito rabón y un cierto parecido con Cantinflas, Vilariño negó toda incidencia en el episodio policial de la sucursal Aguada y dio una explicación convincente: ese día estaba preso. No obstante la Policía local continuó creyendo que los autores de aquel robo eran miembros de su banda que actuaban por su cuenta. Pocas horas después lo confirmarían.
El mismo miércoles 12 mientras Vilariño era fotografiado desde todos los ángulos, dos personas detuvieron un taxi. A las pocas cuadras ascendió otro pasajero quien luego de sentarse al lado del conductor del vehículo, lo encañonó. Walter Evaristo Ciapessoni fue metido en la valija como en las otras dos oportunidades mencionadas con la recomendación de no hacer el menor ruido. Mucho después se enteró que su coche había sido detenido en la calle Colón, próximo a la rambla donde estaba el Cambio Paganini. Los detalles complementarios los leería en los diarios. Los asaltantes se retiraban con ochenta mil pesos cuando pasó por allí un patrullero con personal de Hurtos y Rapiñas. A uno de los policías no le olió bien la presencia del taxi frente al cambio y se bajó a investigar. A través del vidrio reconoció al pistolero argentino Alberto Viña, perfectamente identificable por un bulto que tenía en la frente, una especie de protuberancia que pese a la media sobre la cabeza, también habían recordado los testigos del asalto a la sucursal del Banco de Crédito. También pudo reconocer a otro ladrón contumaz a quien la policía seguía los pasos: Carlos Alberto Mycio Marticorena. Al verse sorprendidos, los delincuentes intentaron abrirse paso a tiros y en el intercambio de disparos con los integrantes de la patrulla, cayó herido de muerte el oficial Pedro Píriz mientras sus compañeros Ruben dos Reis y José María Blanco también eran blanco de las balas. Libres ya de la policía, los asaltantes se fugaron en el mismo coche que los había llevado abandonándolo más adelante con el taximetrista siempre preso dentro de la valija. Llamaron luego a un remise de la empresa Martinelli, repitieron la operación de captura del conductor al cual dejaron en Aparicio Saravia y Casavalle sin lastimarlo y abandonaron finalmente el vehículo en Tajes y Mendoza. Dentro de él fueron encontrados una boina y un portafolios vacío que fueron utilizados como elementos de rastreo por los perros de la policía, aunque con escaso éxito.

Exactamente una semana más tarde, tres personas asaltaron a un remesero de Impuestos Directos y se llevaron casi un millón de pesos. En esa oportunidad incidieron en partes casi iguales la audacia de los malhechores y la increíble imprevisión de las autoridades de la oficina recaudadora que todos los días enviaban a un portero munido de una valijita con dinero y valores, para que cruzara la calle Valparaíso custodiado apenas por un agente y la depositara en una agencia del Banco de la República. Poco les costó a tres delincuentes aguardar el paso del funcionario, arrancarle a viva fuerza la valija y huir en un auto robado, no sin antes herir de un balazo a su custodia, el agente Medina. Burlada nuevamente, la Policía emprendió una búsqueda frenética revisando cada rincón de la ciudad. Uno de los lugares allanados fueron las ruinosas instalaciones del Hospital Fermín Ferreira ubicado en el lugar actual del Shopping Montevideo y donde en aquellos años se alojaba a los tuberculosos y a los enfermos del mal de Hansen. En ese operativo que tampoco dio resultado, participaron personalmente el Consejero Nacional Benito Nardone, el Ministro del Interior Nicolás Storace Arrosa y el Jefe de Policía coronel Mario Aguerrondo. En el hospital, persiguiendo supuestas luces misteriosas que se encendían y apagaban y ante el asombro de tísicos y leprosos, tampoco pudieron ser localizados los ladrones que se suponía eran los mismos responsables de los atracos anteriores. El desconcierto de la opinión pública se reflejaban en los diarios. El 21 de julio, la página policial de El País decía al respecto: "Si bien es cierto que los asaltos se han estado repitiendo con una precisión matemática (los miércoles asalto, ha dicho ya alguien) no lo es menos que muchas personas están viviendo en una verdadera psicosis en materia de asaltos y de asaltantes. (...) En estos momentos interesa sobremanera capturar a los peligrosos maleantes internacionales que han huído de Buenos Aires y que han venido aquí para demostrar con sus hechos que tenía razón Vilariño cuando afirmó que "operar en Montevideo era una papa".

La implacable búsqueda tuvo su primer cosecha al día siguiente de escritas aquella líneas. Un taximetrista denunció a la policía la actitud poco clara de una presunta dama que había transportado hasta a las oficinas de la empresa CAUSA que hacía el servicio con Buenos Aires. Pensando que se trataba de una mujer sospechada de contrabandista, los funcionarios portuarios y los policías de investigaciones le solicitaron sus documentos a lo que respondió exhibiendo una cédula de identidad chilena a nombre de Lucía Alvarez Samorano. Como sus movimientos bruscos y su falta de costumbre de llevar polleras llamaran nuevamente la atención, la condujeron al baño de señoras para ser revisada. Allí su resistencia se desmoronó admitiendo ser el famoso Ruben Adhemar García, apodado Varelita y uno de los más seguros participantes de los tres asaltos consecutivos que tenían a mal traer a las autoridades. Varelita que era hincha de Boca Juniors y debía su nombrete a su devoción por el jugador uruguayo Severino Varela pudo verse el día siguiente en El País al pubicar este diario una foto en la que se le veía dando una vuelta olímpica vestido de particular y a poca distancia de su ídolo. Cuando se descubrió su verdadero sexo estaba perfectamente peinado y maquillado, tenía senos falsos y llevaba una pollera escocesa, un tapado de color violeta y un pañuelo de seda en la cabeza. Algún diario brindó la información un tanto burda, que había sido descubierto porque al pretender ir al baño, había penetrado llevado por la costumbre, al de caballeros. Sin embargo la verdad es la ya relatada. Al ser revisado por una empleada de CAUSA ya que no había policía femenina, Varelita se despojó de un arma que tenía oculta en su ropa interior (¿femenina?) y se entregó rogando que no le pegaran. Quien esto escribe lo vio esa misma tarde en la Jefatura de Policía, luciendo su atuendo femenino, de cabeza gacha y exhibido como el trofeo que realmente era, en el transcurso de una nota para la revista Reporter. Parecía un travesti triste.

Al aproximarse el final del mes, las intensísimas batidas por diferentes barrios de Montevideo y una mejor suerte con los informantes, precipitaron una serie de logros de las autoridades policiales. El 27 de julio, algunos individuos de mal vivir bruscamente enriquecidos y entregados a una vida de copas finas y mujeres del ambiente, que eran vigilados discretamente, culminó en un tiroteo y dos detenciones importantes. Allanado un departamento de la calle Ramón Anador donde aparentemente se efectuaba una espectacular orgía, los hombres que participaban de ella recibieron a la policía a los balazos, huyendo luego. Uno pudo escapar pero otro fue capturado en la calle, completamente desnudo aunque con calcetines puestos. Un tercero más friolento, cuando se entregó tenía un sobretodo sobre la piel y corría descalzo. Los delincuentes fueron identificados como Ramón Corral y Jesús Fernández. El fugado era José Prado, alias Bananita coautor del asalto al Cambio Paganini, de peligrosísimos antecedentes. Las mujeres, que trabajaban en clubes nocturnos, también estaban en ropas de combate. Todos se encontraban en estado de intoxicación alcohólica.

Menos de cuarenta y ocho horas después, se produjo otro apresamiento en Santa Bernardina, cerca de Durazno. En esta oportunidad el delincuente Nicanor Noguera tuvo poca suerte. Mientras caminaba como un linyera por la ruta 5, al pasar por el puente sobre el río Yi, fue a preguntar cómo podía llegar a Tacuarembó justo a la casa de un policía que estaba franco. A éste no le gustó la cosa, fue hasta la comisaría más próxima y una comisión detuvo, al caminante, quien en la refriega fue herido de un balazo en un hombro. Ya en el nosocomio de Durazno, se comprobó que llevaba encima dos pantalones, debajo del último un piyama y más abajo tres calzoncillos, uno de éstos largo. Además portaba tres camisas superpuestas. En sus numerosos bolsillos se encontraron billetes de distintos orígenes, correspondientes al hurto del Cambio Paganini.

El día 30, el famoso Bananita fue identificado transitando con un amigo por la calle 8 de octubre. Seguido por un agente, se le vio entrar a una casa de la calle Marcos Sastre y Argerich. El final es fácil de imaginar. Rodeada la vivienda e intimaa la rendición uno de sus ocupantes, el asaltante Pablo Rada se entregó y proporcionó el lugar donde se encontraba Florencio Betancourt quien también fue capturado. En cambio José Prado, alias Bananita prefirió el enfrentamiento y terminó sus días acribillado por doce disparos. Los dos primeros confesaron ser los autores del asalto al Banco de Crédito. Faltaba el cuarto integrante del grupo apodado El Tito, el cual fue ubicado y preso en una ciudad del este del país de la cual no se proporcionaron datos. Quedaban por caer todavía los malhechores que junto a Noguera habían asaltado el Cambio Paganini, considerados los más duros de todos. Eso ocurriría apenas un día más tarde.

Cuando se cumplían exactamente tres semanas del primer asalto, cayó el grueso de la banda. Luego de docenas de batidas y allanamientos, su presencia quemaba y se les hacía difícil ocultarse. Desesperados, buscaron refugio en los caños de entubamiento del arroyo Malvín donde se les buscó, por denuncia de un ladrón conocido que les había llevado comida. Sin embargo al llegar la policía ya habían escapado. Comenzó entonces el rastrillaje por los alrededores, incluída la Cantera de los Presos, una zona que uno de delincuentes perseguidos, Mycio Marticorena, conocía al dedillo. Acortado el cerco y abandonados ya por la suerte, una persona, familiar de un agente, reconoció a dos de ellos caminando por la calle Isla de Gaspar. La policía fue alertada y doscientos elementos al mando del Jefe Aguerrondo y los comisarios Coolighan, Esteva Gomensoro y Castiglioni los rodearon en un rancho de la calle mencionada, alojamiento de un ladrón conocido como El Negro Braida. En el lugar se entregaron sin ofrecer resistencia los hermanos Adalberto y Ebelio Viña, Oscar Sarlenga y María Mileta, la compañera de El Mincho Mycio Marticorena. Este, que había salido a buscar agua, logró fugar al percibir el movimiento. Su fortuna le duraría solamente cuarenta y ocho horas más. El viernes 4 de agosto de 1961, pocas horas antes del comiezo de la Conferencia del CIES que reuniría en Punta del Este a las principales autoridades económicas del continente americano, El Mincho fue abatido en la cancha del club Salus. Nunca podrá ser ya reconstruído el recorrido que lo llevó a cruzar la ciudad, de Malvín Norte a Nuevo París ni quienes guiaron sus pasos hasta ese lugar. Se supo que había penetrado al local del canchero por una ventana convenciéndolo que lo dejara pasar la noche "porque había tenido una pelea con el cuñado". Luego le había entregado dinero para que fuera a comprar algo de comer, cigarrillos y grappa, diciéndole que se quedara con el vuelto "por la gauchada". De pronto el canchero habló de más o el comerciante desconfió. Lo cierto es que a las dos de la mañana alertaron al subcomisario Domingo Ganduglia. Este informó al Director de Investigaciones Inspector Balparda y éste finalmente se comunicó con los jefes de la Metropolitana capitanes Alberto Balestrino y Uruguay Genta. Todos los efectivos armados con equipos lanza gases y ametralladoras llegaron hasta Yugoeslavia y Carlos María Pen y rodearon la casa del canchero que también oficiaba de vestuario. Encendieron los focos de los autos en dirección a ella y conminaron a Marticorena a que saliera con los brazos en alto. Quien lo hizo fue el propio canchero que se entregó afirmando que El Mincho le había dicho que ofrecería resistencia. Le arrojaron entonces gases lacrimógenos y al salir a la puerta haciendo fuego fue acribillado por más de treinta balazos, no sin dejar herido de gravedad a uno de los agentes. De esta manera trágica se cerró el episodio de aquella ola de hechos delictivos que durante veinte días atemorizó a Montevideo en julio y agosto de 1961.

A los dos días de la muerte de El Mincho quien intenta recrear estos hechos, entrevistó para la revista Repórter a su madre y a su hermano en la pobre casa que habitaban en 20 de febrero y Camino Carrasco. "Mi hijo siempre fue medio loco" - expresó la señora en aquella oportunidad-"Desde chiquito era desequilibrado. (...) Tenía una agilidad como yo nunca he visto. Por eso todo el barrio lo conocía por Tarzán. También le decían El loco Mycio, pero Mincho no lo llamaba nadie. De botija no había nadie que lo aguantara. Una de las bromas que le gustaba hacer era llenarle los zapatos de agua a su finado padre". El hermano de El Mincho que tiene un increíble parecido con el delincuente abatido corrobora: "Cuando estábamos comiendo había que estar con siete ojos porque al menor descuido le echaba leche a los platos de sopa o vino al guiso o sal al café. Por muchas palizas que le dieran no cambiaba". Criado en un hogar obrero y católico, El Mincho llegó a ser monaguillo en la iglesia de Acevedo Díaz y Rivera, pero sus contínuos desarreglos de conducta hicieron que los padres lo llevaran al Vilardebó donde le aplicaban shocks eléctricos. A los dieciséis años se fue de la casa y nunca más regresó. Su último recuerdo fue un regalo para el Día de la Madre, un cuadrito que en ocasión de aquella nota todavía estaba colgado en su casa y decía: "Madre, tu amistad me brinda todo lo que me fortalece para vivir: ternura, confianza, serenidad".

César Di Candia

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