Son las 23 horas de una noche calurosa de principios de enero de 1975, estoy aprontando el paquete para llevarle a mi compañero detenido en el penal de Libertad como preso político; mis padres y mi hijo Marcelo están durmiendo, de repente la puerta de calle pareció estallar con fuertes golpes. “¡Abran!”, y seguían los golpes. “¿Quién es?” –pregunté. Pero ya lo sabía, me venían a buscar las Fuerzas Conjuntas. Las estaba esperando desde que desaparecieron varios familiares jóvenes de presos políticos. “Está detenida –me dijeron–, tiene que venir con nosotros, ¡póngase esto!” Era una capucha mugrienta, maloliente, que anula, aísla, ahoga y tortura.
Me hicieron subir a una camioneta, había otros detenidos, ¿quiénes serán? –pensé. Mi mente iba a mil por hora, sentí una mano amiga que intentaba comunicarse por medio de señas de letras en mi brazo, ¡era la Peti!
Mientras la camioneta arrancaba lentamente, nos topamos de frente con una caravana que festejaba con gritos y bocinazos que el cuadro de básquetbol del barrio había salido campeón. Nos hicieron tirar al piso de la camioneta para que no nos vieran. Pensé, ¡si supieran! Hoy, aunque han pasado más de veinte años, recuerdo lo que sentí en esos momentos, sentí rabia, impotencia, dolor ante tanta violencia, prepotencia e injusticia encerrados en una pequeña camioneta y cuánta alegría afuera, sólo por un campeonato.
Contradicciones de una cruel y cruenta dictadura.
Seguimos nuestra marcha en silencio total; ellos no hablaban, a nosotros nos lo prohibían, casi pegada a mi nuca empecé a sentir una fuerte respiración agitada; la petisa desesperada seguía intentando comunicarse con señas en mi brazo. ¡No te muevas, es un perro! ¡Te puede atacar! Inmóviles, encapuchadas y después de más de media hora de viaje que pareció medio siglo, llegamos a nuestro lugar de destino, un cuartel (Artillería 1, “La Paloma”, en el Cerro), que sería por casi un año el lugar donde tendríamos que sobrevivir.
Nos hicieron bajar, con el tiempo supe que en la camioneta estaba Peto, un querido amigo. La petisa y Peto fueron salvajemente torturados, al extremo que Peto se tenía que arrastrar por el piso para ir al baño, al no poder pararse de tantas patadas en los testículos. Nuestro delito, ser jóvenes, familiares de presos políticos y ser de izquierda. Peligrosos, muy peligrosos.
El cuartel, por aquella época, estaba abarrotado de presos, detenidos en represalia por la muerte del coronel Trabal en Francia, a fines de diciembre de 1974. Nos hicieron subir por una escalera, era aproximadamente medianoche, inmediatamente me invadió un fuerte olor a orines y materias fecales todo mezclado. ¡Repugnante! Como las celdas estaban todas ocupadas nos dejaron de plantón a tres en el pasillo y a dos en otro, enfrente. ¡No se muevan ni hablen!, nos dijo el guardia. En el silencio de la noche sólo se escuchaban afuera los grillos, adentro respiraciones temerosas y quejidos.
A las 7 de la mañana, y después de permanecer inmóvil y parada por más de seis horas, me hicieron bajar la escalera, pensé estoy frita, era exactamente debajo de los calabozos en que estábamos detenidos, era la sala de torturas. Me hicieron sacar la capucha, por primera vez, en muchas horas, estaba en un recinto grande, cuadrado, con poca luz; miré a mi alrededor, con miedo de no poder captar todo para poder trasmitir lo que allí había. Como una gran contradicción, en una de las paredes una foto del comandante Che Guevara, respiré hondo, por lo menos un compañero, no estaba sola.
Estaban en ese recinto todas las “herramientas de trabajo” de los oficiales, “el tacho”, un mugriento medio tanque lleno de agua podrida y orines con sus bordes forrados de arpillera, otra contradicción, ¿para que los torturados no se lastimaran con el borde cuando le hacían el submarino?; el “caballo de madera”, un caballete de madera de más de un metro de altura, con una viga de diez centímetros de ancho, filosa en sus bordes, con otra viga clavada en un extremo, “el cuello”, donde había en la parte superior una cuerda para atarle las manos al torturado, inmovilizándolo. Este sistema de tortura le provoca a la víctima graves desgarramientos en las ingles después de estar sentado desnudo en “el caballo” por varias horas. “La picana”, un aparato con dos cables y en sus extremos dos polos conectados a la corriente eléctrica, lo tenían sobre una mesa que estaba a su vez dentro de una construcción o pequeña habitación dentro de ese recinto, en una de sus paredes tenía una abertura de aproximadamente un metro y medio de ancho con un tejido de malla de plástico, detrás de ella se sentaban los oficiales para practicar el interrogatorio. Dentro, una silla, la mesa, la picana y en la pared encima del tejido tres focos de auto, ¡para verte mejor! Volví al pasillo después de varias horas, había transcurrido mucho tiempo, no recuerdo cuánto, el sueño me vencía, de repente alguien me pateó y me dijo: “¡Parate!, así que vos sos la mujer del ‘Comandante’, ¿sabés por qué no te torturé anoche? Porque me fui enfermo de tanto que torturé a tu amigo”. ¿Quién es este loco? –pensé–. “Sacate la capucha y mirame!”
Tenía ante mí a un oficial al que nunca había visto, de estatura mediana, enjuto, cabello castaño, ojos marrones chicos, duros, sin alma, no le tuve miedo nunca; tenía ante mí al hoy coronel de artillería Jorge Silveira, alias “Chimichurri”, alias “Pajarito”, responsable, junto al hoy retirado coronel Gavazzo y otros oficiales del cuartel, del centro de torturas que allí existía. Este oficial acusado de torturar a cientos de uruguayos es nombrado para ocupar un puesto de confianza en el estado mayor personal del comandante en jefe del Ejército. Varias noches, ese hombre concurría a mi calabozo, tratando de convencerme de que era un “amigo”, él hablaba, yo escuchaba y lo observaba; esto me permitió ver a un ser traumado, lleno de complejos y de odio, violento con el débil en el afán de demostrar su poder. Este oficial que justificaba su tortura, invocando como tantos otros defender a su patria, a la de Artigas, no hacía otra cosa que transformarla en una gran cárcel, donde todos los derechos estaban conculcados, todo lo contrario de lo que hizo Artigas.
A su lado un equipo de esquizofrénicos, “los especiales”, soldados entrenados para torturar y reprimir a los detenidos, que dependían del S 2 (inteligencia militar).
En casi un año de detención arbitraria podía contar miles de detenciones y anécdotas terribles y otras no tanto, otras de solidaridad, de compañerismo, de valentía, de heroísmo, de luchas a brazo partido por la vida y la conciencia, defendiendo ideas, de fraternidad de compañeros de alma y adversidad, con algunos ni siquiera nos conocíamos; hoy los recuerdo a todos con mucho cariño: Peti, Ale, el Gordo Carlitos, la Maestra, Bigote, Hepatítico, Jorge, el Soldado, el Profe, la Enferma, el Viejo, Mario el albañil, Cabecita, Raba, el Sindicalista, Víctor y todos los compañeros que traían al cuartel para torturar.
En abril vivimos una situación muy particular, querían saber dónde estaba escondida la bandera de los 33 Orientales, el cuartel se llenó de detenidos que fueron salvajemente torturados, cuando nos llevaban al baño de la enfermería pudimos ver compañeras jóvenes, desnudas y tapadas solamente con frazadas duras de sangre seca.
Hubo otros casos, como el de Víctor, a quien en la tortura le volcaron un frasco de ácido en los testículos y lo sacaron del cuartel semi muerto, donde los propios soldados se manifestaban asombrados de que volviera vivo y recuperado, eso sí, te recuperaban para volverte a torturar.
El Gordo Carlitos, cinco días consecutivos en la tortura y no dijo nada, no pudieron con él, pero lo hicieron rebajar a prepo como 50 quilos, se le caía el pantalón. Mario, el albañil, que un día me dijo con ojos llenos de lágrimas: “Elena, no pude aguantar la tortura más que tres días”, pobre Mario, murió de cáncer al páncreas a raíz de las torturas, según los médicos.
Todos los compañeros que traían del penal de Libertad, ya procesados, para volver a torturar, puestos de a dos en un calabozo de un metro de ancho por dos de largo, durante varios días, tenían que turnarse, mientras uno estaba parado, el otro se sentaba y dormía. ¡Qué forma tan sutil de tortura!
A este personaje, el coronel Silveira, responsable de todo esto y mucho más, agente del imperialismo, agente de la oligarquía, agente del horror, torturador de mujeres y hombres de su patria; uno de los principales responsables de las desapariciones de mujeres, hombres y niños uruguayos en la Argentina, ahora, yo acuso.
Autora: Elena Lequio
Memoria para Armar
30/11/07
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