16/6/08

Memorias de la calle Del Portón

Un paseo por la calle 25 de Mayo es siempre una deleitable lección de historia. En el siglo pasado era ésta la calle principal de Montevideo, porque desde los años coloniales -aquellos tiempos en que la ciudad vestía su cinturón de murallas- el Portón de San Pedro, ubicado en las proximidades de la actual esquina de Bartolomé Mitre, le marcó un destino de "gran vía", con el tráfico de entrada y salida del reducto edificado, con sus opulentos negocios, con su vecindario que se preciaba de representar al gran comercio de lujo.
Calle de la Cruz se llamó en la primera nomenclatura capitalina. Se debía este nombre a una cruz que tenía emplazada en su terreno -en la esquina donde hoy está la Librería Barreíro y Ramos- el primer sacristán de la Matriz, Antonio Garcia de Avila, poblador canario. Después, cuando el Cabildo resolvió, en 1778, valerse del Santoral para adjudicarle a cada Santo una calle, tocó ésta en el reparto a San Pedro, seguramente porque su Portón de alguna manera recordaba las celestiales puertas cuya custodia se atribuía a ese Santo.
En 1843, y, al aplicarse el nomenclátor proyectado por Don Andrés Lamas, le correspondió la denominación de 25 de Mayo. Una calle tan eminente debía memorar un evento igualmente eminente de la gesta revolucionaria, debió razonar el autor del proyecto. Pero también se le conocieron otros nombres populares: Calle del Portón la llamaron comúnmente los montevideanos mientras existieron las murallas y su portón. Y Calle de las Tiendas la llamó el cronista Don Isidoro De María. porque, siendo en aquel tiempo el principal centro comercial de la ciudad, albergó las tiendas más consagradas.
Podría suponerse que a partir de 1829, cuando se dispuso la demolición de las murallas que embretaban a Montevideo, porque el gobierno patrio quería que la piqueta borrara uno de los vestigios materiales más notorios de los años de vasallaje a la corona española, la vieja Calle del Portón empezó a perder su rectoría. Sin embargo, no fue así, y es posible afirmar que hasta ya entrado el siglo que corre, 25 de Mayo mantuvo intacto su empaque señorial, su aire de calle tradicional y elegante, como en la época en que, sirviendo de conexión con los extramuros, sólo se admitía en ella un tránsito calificado: peatones y aguateros, y nada más. Para carretas y cargamentos pesados la ciudad amurallada tenía otro portón: el de San Juan, en la zona Sur de las murallas, que funcionaba como una especie de entrada de proveedores.
Sin los muros, la capital pudo bien pronto cambiar su fisonomía. No tardó en nacer la Ciudad Nueva, más allá de lo que hoy es la Plaza Independencia, y aunque la Ciudadela permaneció todavía en pie por varios años -transformada en mercado hasta su demolición definitiva durante el gobierno del Coronel Latorre- los accesos a la Ciudad Vieja variaron radicalmente y se hicieron posibles por cualquiera de las calles que corren de Oeste a Este.
No obstante, en medio de aquella verdadera revolución urbanística, 25 de Mayo no declinó su arrogancia. Un episodio nada casual. acaecido en 1872 en ocasión de iniciarse los trabajo de colocación de los rieles para la circulación de los tranvías, bien puede servir de ejemplo de lo que fue la mentalidad de la gente que habitó en aquella calle.

Así lo relata el historiador Don Eduardo Acevedo: "El vecindario de la calle 25 de Mayo resolvió impedir la acción de los obreros obstruyendo la circulación con carros y carretillas, mientras recurrían ante Juzgado de lo Civil, ante el Ministerio de gobierno ante la Comisión Permanente, agotando así todos los recursos de que podían echar mano. Los firmantes de la protesta, que eran casi todos los propietarios, comerciantes e industriales de esa calle, invocaban dos razones en apoyo de su actitud: que el tranvía dificultaría la circulación de carruajes y el movimiento de carga y descarga de mercaderías en una calzada que no excedía de siete y media varas de acera a acera, y que las concesiones de tranvías debían ser acordadas por la Asamblea, y no simplemente por el Poder Ejecutivo". (1).
¡Tranvías no! clamaba indignada la antigua calle del Portón. Igual, un buen día, los tranvías aparecieron circulando por toda la Ciudad Vieja. Pero aquella curiosa protesta -"Por efecto de prejuicios coloniales, que ningún fundamento tenían", comentó Acevedo- cumplió sus propósitos y las obras debieron paralizarse, por lo menos momentáneamente. Cabe presumir que las razones invocadas fueron meras leguleyerías y que el fundamento del incidente no debió ser otro que una renuencia bastante reaccionaria a aceptar cambios que implicaban una modernización. Cerrada y conservadora, la calle que representaba los prestigios comerciales más antiguos se negaban a despegarse de sus tradiciones.
Si en los albores de la ciudad fueron los propietarios de los solares de esta calle los modestos vecinos pobladores Felipe Pérez de Sosa, Isidro Pérez de Rojas, Antonio García de Avila, Juan González Amaro, Esteban Durán, Juan Delgado Melilla (2), ya en los años cisplatinos de la Calle de San Pedro está consagrada como el primordial centro comercial de la ciudad. De los documentos de entonces surgen los nombres de los propietarios de los principales negocios: Miguel Conde, Bartolomé Melis, Fermín Balparda, Juan Domingo y Francisco de las Carreras, Gonzalo Rodríguez de Brito, Juan Jackson. (3).

Pero los cambios son inevitables. Y la calle que se preciaba de su rancio abolengo los sufrió con el paso del tiempo, y muy hondos . Hoy 25 de Mayo es una estruendosa romería en el horario bancario y judicial. Después hacia la noche, la van ganando el silencio y la soledad. Sin peatones, con un tránsito mínimo, la calle bosteza a esa hora la fatiga de todo un día de ajetreos al son de la cotización del dólar, las inversiones bursátiles, los pleitos, las sentencias, los embargos...
Otro fue el panorama cien años atrás cuando el atardecer renovaba las elegancias que tomaban el rumbo del Teatro San Felipe o de la vieja Confitería Oriental, donde Don Julio Herrera pontificaba rodeado de una tertulia que integraba lo más exclusivo de la juventud política e intelectual de aquellos años. En la esquina de Juan Carlos Gómez -entonces llamada Cámaras-, la Librería de Barreiro conoció también tertulias inmortales, en las que una discusión por una trivialidad literaria o por la sesuda interpretación de un texto clásico podía tener como protagonistas a Don Juan Zorrilla de San Martín o Don Samuel Blixen.
Eran los tiempos en que cualquier montevideano podía toparse por 25 de Mayo con una celebridad de las letras. Y es explicable porque también moraban allí los diarios: El Siglo tenia su sede frente al Hospital Maciel, y EL DIA en Bartolomé Mitre, a menos de media cuadra de la calle 25 de Mayo. Pero EL DIA se mudó y El Siglo desapareció hace ya muchos años, como también desapareció el San Felipe para dar lugar a la construcción de uno de los palacios más suntuosos de esta capital: el Taranco. Hoy, con seguridad, los poetas ya no pasean por 25 de Mayo.

La piqueta ha sido implacable con la Calle del Portón. Hace pocos meses se llevó la espléndida casona de Jackson, entre Juan Carlos Gómez y Bartolomé Mitre, por muchos años sede de la Suprema Corte de Justicia. Terminada esta faena, la emprendió contra la tradicional esquina del Bazar del Japón y en seguida contra el edificio contiguo, palacete finisecular levantado en el lugar que antiguamente ocupaba la casa de Pérez Castellano, donde Montevideo tuvo su primera biblioteca pública, donada por aquél.
Pero, no obstante la fiebre demoledora, no puede la Calle del Portón quejarse de su destino. Son unos cuantos los monumentos arquitectónicos que mantiene en pie, remozados o no, y algunos todavía prestando funciones útiles a la comunidad. Una rápida revista de los edificios históricos de 25 de Mayo permite comprobar que se conservan incólumes el Hospital Maciel, el centro hidroterápico que construyeron los arquitectos Parcus y Siegrist (ex Ministerio de Defensa Nacional), la casa de Garibaldi, el palacio Taranco, la primitiva casa de la familia Taranco (ex Unión de Bancos del Uruguay, en la esquina de Zabala), la casa de Supervielle (entre Zabala y Misiones), la casa de Montero (actual Museo Romántico), la antigua farmacia de Cranwell, hoy transformada en bar (en la esquina de Misiones, con su decoración art-nouveau de azulejos verdes, increíblemente intacta), la casa de don Agustín de Castro (hoy Consejo del Niño), la casa de la familia Gil, contigua a la anterior, la Librería Barreiro, la mansión de don Francisco Gómez (ahora Junta de Vecinos), la casa de Oribe (en la esquina de Bartolomé Mitre, en lamentable estado de ruina y pidiendo a gritos la restauración), y alguna otra que quizás haya quedado en el tintero.
Los sofisticados delirios de la belle époque apuntaron con especial predilección hacia la calle 25 de Mayo. La empresa que comandaba el soñador Emilio Reus pretendió instalar en Montevideo un lujoso palacio de termas romanas, bajo el rótulo de establecimiento hidroterápico. Hacían furor en ese tiempo las curas por medio del agua, y Reus encargó, allá por la década de 1890, a dos notables arquitectos alemanes: Parcus y Siegrist, la erección, entre Pérez Castellano y Colón, del edificio hasta no hace mucho ocupado por el Ministerio de Defensa Nacional, construcción monumental como quimera que fue, no pudo sostener su primitivo destino.

Fueron también los sueños de grandeza el fundamento de la prodigalidad ojival del palacete de la Junta de Vecinos, en la esquina de Juan Carlos Gómez, construido por Ignacio Pedralbes, hace casi cien años, para don Francisco Gómez, ejemplo harto perfecto -y harto recargado- del estilo neogótico con que los fúcares de entonces impactaban a sus coetaneos. Igualmente recargado, aunque la balconada ininterrumpida del piso alto, el almohadillado y las series de balaustres le dan una apariencia de mayor levedad, fue el barroco con que se concibió la primitiva casa de los Taranco, edificada en la esquina de Zabala, hacia 1890, por Luis Andreoni.
Veinte años después, los dueños de esta casa deslumbraban a la capital inaugurando, una cuadra más allá, el esbelto palacio de estilo francés clásico que los arquitectos Chifflot y Giraut les construyeron en la pequeña manzana que da por sus fondos a la Plaza Zabala, donde estaba el viejo teatro.
En cambio, en un estilo más severo y más sereno desarrolla su seductora arquitectura la casa de don Agustín de Castro -obra de Juan Alberto Capurro- , sobria y depurada muestra de lo que pudieron producir aquí los epígonos vernáculos del renacimiento italiano. Y más severo y sobrio aún es el estilo de los más antiguos monumentos, conservados desde las épocas del viejo Portón, como el Hospital Maciel, cuya fachada de 25 de Mayo procede de los años cisplatinos, o la casona que ocupa el Museo Romántico, levantada en 1831 para residencia de don Antonio Montero donde los bustos de mármol de la baIaustrada de la azotea y la decoración, también de mármol, de las aberturas del frente, dan un toque inconfundible al apuesto edificio que Montevideo conserva como muestra de sus tradiciones patricias.

Hay veredas que hablan de historia. Y cuando las de la calle 25 de Mayo cuentan la suya los nombres históricos van surgiendo sin querer. Jacome Cleramboux, soldado y constructor, compró en 1738 su solar en esta calle -entre Juan Carlos Gómez y Bartolomé Mitre, donde muchos años después edificó su palacete don Juan Dámaso Jackson-, con el cargo de una misa perpetúa que debía ser rezada cada año a la Santa Cruz de la Pasión, extraña y curiosa manera de mezclar las cosas sagradas con los negocios profanos. Edificó allí una casa con sala, alcoba y "un cuarto alto de ladrillo cocido por fuera, y por dentro crudo", tasada en mil pesos en 1751, verdadera opulencia si se la compara con la vecina vivienda del sacristán García de Avila, estimada sólo en doscientos pesos en la misma fecha. En la esquina de la que hoy es Juan Carlos Gómez, en el ángulo que mira hacia el sureste, el poblador Felipe Pérez de Sosa tenía el plantío de hortalizas. 25 de Mayo -que aún ni soñaba llamarse asi algún día- vivía entonces su edad agrícola.
No tardó el progreso en hacer su irrupción. Las murallas generaron el famoso Portón; el Portón generó la importancia mercantil de la calle y su tránsito tan movido; la importancia y el tránsito generaron el empedrado -el primero que conoció Montevideo- y la iluminación, también la primera que conoció calle alguna de esta capital, y naturalmente que a vela…
En el solar de García de Avila, don Antonio Barreiro y Ramos abrió hace ciento diez años su librería. En el solar contiguo -el que había sido de Cleramoux- los Jackson levantaron su morada solariega. Y al lado de ésta, levantó la suya don Alejo Rossell y Rius, hoy también desaparecida. Eran primos políticos Rossell y Rius y Juan Dámaso Jackson, cuyas mujeres, además de vecinas, fueron primas hermanas. De la misma manera, y por primas sus mujeres, fueron primos políticos otros dos ilustres vecinos de esta cuadra: don José Serrato y don Juan José Amézaga, ambos Presidentes de la República. Las veredas enlazan moradas y personajes. Hay gente a la que no le importan éstos ni aquellas. Hay otra gente. en cambio, que sabe valorar lo que atesoran las viejas veredas cuando, como éstas, pueden contar la historia de la ciudad y son la memoria viva de un devenir de dos siglos y medio. Tal vez sea por eso que hay quienes montan empresas de demolición y quienes se especializan en restauración de antigüedades.

Ricardo GOLDARACENA
Suplemento Dominical EL DIA

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