11/7/08

Farolitos por la calle

Una boca de lobo debía ser Montevideo en los días coloniales.
"Figurémonos una población en tinieblas, con mas huecos, zanjas, albañales, estorbos y desperfectos que otra cosa, en que para salir de noche era preciso hacerlo con linternas para evitar tropezones, porrazos y caídas, por cuanto uno que otro farolito en la puerta de alguna esquina, no suplía las necesidades de alumbrado en las calles".
Así describe Isidoro de María las negruras del primerisimo Montevideo, sin ningún servicio de alumbrado todavía.

Y así fue de tenebroso hasta 1795, en que nuestro Cabildo se apiadó del vecindario a oscuras, y ofreció en pública subasta el servicio de alumbrado, a ver si aparecían interesados en tomarlo a su cargo. Y pronto aparecieron. "Los asentistas adjudicatarios - cuenta Alfredo Castellanos - la dotaron de altos faroles de hierro y cristales, de forma ovalada, adosados a la pared por largos pescantes también de hierro, a tres varas de altura del suelo (unos dos metros y medio), a razón de tres faroles por cuadra, "de manera que con ellos, y el de la esquina de la cuadra que sigue serán cuatro", a la distancia de 28 varas uno del otro. La iluminación se hacía con velas de "buen sebo de pabilo correspondiente al grueso que tenga la vela".

Era obligación encender el alumbrado público "desde media hora después de la oración hasta el amanecer del día siguiente", rezaba la disposición. Pero había una hermosa excepción: si la luna alumbraba, no hacía falta poner iluminación en las calles, "a menos que por demasiada cerrazón no este la noche con la misma oscuridad que cuando no hay luna". También se ordenaba que durante las noches en que la luna se pusiese después de las doce, no se encendieran los faroles callejeros: ya se sabía que nadie transitaba después de esa altísima hora ... El costo de este servicio público era de dos reales al mes, por cada puerta. Y así fue hasta 1810, en que el alumbrado público quedó a cargo del Cabildo mismo. Desde ese momento, el impuesto correspondiente, debían pagarlo los propietarios, sin hacerlo recaer sobre los inquilinos. Y este sistema de alumbrado - y de abonarlo el vecindario - se prolongó hasta 1850, en que Montevideo modernizó su iluminación callejera, pasando a ser a gas.

En aquel poblado a velas que fue el nuestro hasta la mitad del siglo pasado, era común ver aparecer en las noches reducidos séquitos alumbrados con faroles, atravesando presurosos las calles. Eran las familias que, por cierto antes de las diez, se atrevían a vérselas con aquellas oscuridades para llegar hasta algún hogar vecino que los había mandado invitar para gastar juntos la velada, conversar, tomar chocolate, jugar a la lotería de cartones, bailar los jóvenes ... Allá marchaban, adelante las niñas y los niños de la casa, detrás los mayores, a los flancos algún par de esclavos sosteniendo los farolitos de mano, dentro de los cuales temblequeaba algún candíl incierto, pero suficiente para evitarle a la familia tropezar y darse un golpazo en los pozos, charcos, yuyales, que menudeaban ...

Sin embargo, en algunas ocasiones contadas, aquel Montevideo casi a tientas sabía resplancecer con fulgores que parecian mágicos. Era en las fiestas religiosas o patrióticas, cuando la policía invitaba a las familias a que cooperaran con los festejos "realizando luminarias", esto es, encendiendo profusión de luces en las mismas casas para contribuir al embellecimiento nocturno de la ciudad.

Las ventanas se abrían de par en par, los zaguanes deponían todo recelo, y a todo lo ancho de las aberturas se apostaban faroles, candelabros de tres y cuatro brazos o en su defecto simples candeleros con vela de sebo en su interior. De esa manera las casas y calles relumbraban como nunca, y el poblado todo se empedraba con aquellos módicos destellos multiplicados, que a nuestro vecinos - malacostumbrados como estaban a las tinieblas de cada noche - les parecerían efectivamente luminarias de festividad real ... Y mas en casa de ricos, donde en vez de los rústicos y olorosos candiles criollos, se empleaban los llamados de esperma, que eran verdaderamente los de lujo, costando lo que para el montevideano medio representaba una pequeña "fortuna", y porque rebrillaban con fulgores mas vivos, duraban mas rato y molestaban menos con su fetidez.

Alguna vez que otra, la noche montevideana veía también cruzar por sus oscuridades a una fantasmagórica procesión iluminada con velas. Pero ya no eran las familias, de ida o de vuelta de las tertulias. Estos eran cortejos de andar mas acompasado y solemne. Al verlas venir, los vecinos que se cruzaban con ellos se descubrían reverentes, se arrodillaban a su paso, los seguían con unción. Componían lo principal de estas comitivas, cuatro o cinco hombres alumbrados con faroles solemnes, marchando detrás de un sacerdote de porte sobrecogedor. Es que se dirigían a la casa de un moribundo, a recoger la confesión postrera del agonizante y a administrarle la extremaunción. De lejos llegaba un tañido funeral: eran campanas de la misma iglesia de donde había salido el Viático, no bien los familiares del enfermo corrieron a pedirle al sacerdote su asistencia.

"Boulevard Sarandí" de Milton Schinca.
(Los días de la fundación y la colonia - 1726-1805)
Anécdotas, gentes, sucesos del pasado montevideano.

No hay comentarios.: