El Café Británico se fundó en 1896. Sus propietarios eran los hermanos Tramontano. Estaba ubicado en la antigua Pasiva (entre Juncal y Ciudadela). Se constituyó en un centro proliferante, que nucleaba en su época de mayor esplendor a escritores, periodistas, ajedrecistas, jugadores de dominó, socialistas, ácratas, teósofos y vegetarianos, e incluso morfinómanos. Hay todavía memoriosos que recuerdan las multitudinarias partidas de ajedrez que allí tuvieron lugar, y la visita de los mitos vivientes de ese juego como Alekhine y Capablanca. Se cuenta que el primero jugó una partida simultánea con varias decenas de desafiantes -ubicados en diferentes mesas del café, e incluso a lo largo de la misma Pasiva- para lo cual tenía que desplazarse en cada vuelta por lo menos una cuadra.
Mesas de mármol blanco con sillas de viena poblaban el enorme y alargado salón. En las paredes se destacaban las alegorías de “las cuatro estaciones” pintadas por Casanovas, que fuera maestro de dibujo del gran pintor Rafael Barradas. Su parroquia fue innumerable, pero entre los más notorios es posible recordar a los narradores Manuel de Castro y Montiel Ballesteros, al escritor Wilfredo Pi, a los poetas Julio Casaravilla Lemos y Julio Casas Araujo, y a los plásticos Mario Radaelli y Pedro Montero Bustamante.
El último propietario del Británico, Félix Croccia (el popular Feliche, que al filo del 900 era un pequeño y pintoresco lustrabotas que le cantaba romanzas a los clientes, y que protegido por la viuda que regenteaba el lugar devino con el andar del tiempo su dueño), puso en práctica una costumbre insólita y sin precedentes en el mundo: cuando alguno de sus clientes cumplía treinta años de habitué, lo jubilaba, es decir que desde ese día en adelante no pagaba más su consumición. En 1955 la fatídica parca de los viejos edificios que alguien, con gran sentido del humor e ironía bautizara "piqueta del progreso", demolió este tradicional recinto montevideano. Feliche se trasladó con armas y pertrechos al otro extremo de la plaza, donde estableció el Antequera, que mantuvo el espíritu del viejo café Británico por algunos años más.
Alejandro Michelena
Capítulo de la edición “definitiva” del libro Cafés de Montevideo (Editorial Arca)
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