Prólogo
"Cuando este libro llegó a mis manos, habituadas al trasiego de originales inéditos, me sorprendió la espléndida madurez de un estilo poco frecuente en un autor novel. No voy a detenerme, sin embargo, en precisiones literarias. Estas páginas, más que literatura, nos traen el testimonio de una vida, desdoblada por las circunstancias, que alcanzó su clímax en el regreso a nuestra patria. Su condición de revolucionario cubano le impuso a Manuel Hevia una misión difícil. Lo proyectó, sin otra alternativa que el cumplimiento ilimitado de un servicio a la Revolución Cubana, hacia un mundo regido por un complejo y diabólico sistema de opresiones. Si pudo resistirlo para denunciarlo más tarde, trascendiendo esa red de alienaciones en que se sustenta la superestructura capitalista a niveles mundiales, fue porque sus objetivos esenciales tenían la transparencia y la reciedumbre de una ideología basada en el amor al hombre. Este es, pues, un triunfo del proletariado y de su doctrina (nos engañaríamos si lo calificáramos, de manera absoluta, como una mera victoria individual) que verifica y consolida la invencibilidad de una causa avalada por la historia contemporánea.
¿El Uruguay, turísticamente promovido como un increíble y placentero oasis político-social latinoamericano, fue un mito hecho pedazos por una realidad que se empeñó en fragmentarlo? No. Sencillamente, no. La fundamentación de esta negativa es mucho más compleja que la respuesta que nos brota a los labios. Pero, aún así, la respuesta será siempre la misma: el Uruguay no pudo sostenerse, como aquella versión irreal de la "Suiza americana" que el mundo conoció, porque la realidad golpea a la ficción y le define. Aquel viejo, impertérrito, tranquilo y sosegado país increíble -casi extraterrenal si se le ubica en el dramático contexto de la problemática latinoamericana-, alcanzó definitivamente su definición hemisférica. A su pesar, acaso venciendo sus tradicionales pruritos oligárquicos, los opresores uruguayos se desenmascararon. Sus disfraces ya no son eficaces. A la última noche del carnaval propagandístico, entre sobresaltos y espantos, le sucedió un amanecer bañado por la sangre de un pueblo que despertó de una larga sesión de enmascaramientos y anestesias.
El autor de este libro, sin lugar a dudas, asistió a una etapa crucial de ese proceso. Su testimonio, de primera mano, nos interna en los orígenes de la escalada norteamericana -especialmente en los horrendos niveles que alcanzaría después la represión policíaca-, caracterizando una fase de las definiciones del país. A muchos uruguayos les sorprenderá el grado de entregas y absorciones, cumplimentado con una cronométrica simultaneidad que ha tenido lugar en su nación. Entre oligarcas nacionales y asesores extranjeros mancomunados en un solo proyecto de penetración, la realidad del Uruguay ha ido derivando, por sí misma, hacia lo opuesto del día ya lejano en que el presidente José Batlle y Ordóñez, una vez liquidado el período de guerras civiles de principios de siglo, sentó las bases para el disfrute, durante 30 años, de una apacible democracia burguesa, en medio de una gran concordia nacional, y con la activa participación de Luis Alberto de Herrera, revitalizador del Partido Nacional (Blanco). Terminaron los tiempos de las descomunales exportaciones de cueros y lanas, de carnes y cereales, cerrando de este modo un capítulo histórico e inaugurando otro marcado por la concesión de empréstitos norteamericanos, que terminaron por agotar la economía uruguaya y condujeron a la incesante devaluación de su antes codiciado signo monetario.
El veinticinco por ciento de los uruguayos vive actualmente fuera de su país. La diáspora (que ha irradiado emigrantes sobre la Argentina, Brasil, Estados Unidos, España, Paraguay, Australia y Nueva Zelandia) ha vaciado a Uruguay de técnicos, ingenieros, arquitectos, escritores, artistas, incluso empresarios. Este vacío inmenso lo llenaron, por ley inevitable, los asesores norteamericanos: gente especializada en represión, al estilo del tristemente célebre Dan Mitrione.
Estos protagonistas, cuyas sucias manos ofenden el aire transparente del Uruguay costeño, son los hombres que Hevia denuncia en su libro. Su contacto con ellos le permitió observarlos en la intimidad. También a él, a Hevia, pretendieron manipularlo como a una mísera pieza de su ajedrez continental. Los norteamericanos suponen que, en el tablero latinoamericano, su juego está subordinado a las insólitas variantes de las alternativas más diversas. Pero el imperio, en verdad, nos está demostrando que es un pésimo jugador de finales.
La violenta sacudida popular del Uruguay, le está conduciendo a un inevitable jaque mate; aún cuando esto implique el sacrificio de miles de mártires. Aquí, al desnudo, están los asesinos, los mediatizados, los oportunistas, como contrapartida de una confrontación de contornos dramáticos insospechables. Su sombría catadura le imprime un clima tenebroso a este libro. Su oficio de tinieblas es, a la vez, un catalizador mil veces maldito. Unos y otros se vigilan, se envidian, se recelan, se odian con la misma intensidad con que aborrecen al pueblo uruguayo. Quisieron apuntalar su dominio pero no lo lograron. "Todo se derrumbó, paulatinamente al principio, y después con sorprendente velocidad" (1), como dijera Rodolfo Puigróss, al referirse al mito ya señalado con anterioridad.
La inflación uruguaya, en los últimos años, sobrepasa con creces el ciento por ciento. El salario, con respecto a 1968, ha disminuido en más de un cincuenta por ciento. Setecientas mil personas, de una población de menos de tres millones de habitantes, dejaron el país en busca de un futuro mejor. Siete mil presos políticos tenía el Uruguay en 1976 y la cifra hoy día debe ser mayor. Quince mil ciudadanos han perdido su derecho al voto. La censura de prensa es absoluta. La deuda exterior de la nación, en 1976, era de un millón seiscientos mil dólares. Ese mismo año la moneda se devaluó más de veinte veces.
¿Necesita el lector otros antecedentes?
El libro de Hevia nos ofrece la cara no visible de esta moneda. Los responsables de ese deterioro hablan aquí en primera persona. Se mueven en el frágil tinglado de sus contradicciones, sin el más elemental escamoteo de sus proyectos de dominio. El lenguaje público, mentirosamente matizado, se hace en estas páginas una jerga vulgar de perfiles francamente fascistas. Sus pasiones secretas -la adoración a Hitler, por ejemplo- brota, sin subterfugios, de esas confesiones íntimas que el revolucionario cubano escuchó en las casas de los opresores, en sus oficinas refrigeradas, en sus autos particulares.
Del mismo modo en que el mito funcionó en el pasado, incluso para amplios sectores del país, su vigencia se desmorona ahora como saldo final de un cheque sin fondos girado a despecho de la historia. La anestesia inmovilizó durante mucho tiempo la vocación de análisis de la pequeña nación agredida por el gran imperio norteamericano. Los agresores se sirvieron -complacientes y complacidos a la vez- de ese increíble ayer al que le rindió culto el Uruguay. Los uruguayos tenían un pasado en que pensar. De ahí el espejismo -a veces colectivo- que incidió, al principio, en las evaluaciones de una situación categóricamente contemporánea, sin precedentes en la realidad nacional que analizamos hoy con una óptica diametralmente opuesta.
Nada que resulte vulnerable le es ajeno al enemigo yanqui. La estructura del orden interior del Uruguay era débil por sus contradicciones, cuando el imperialismo decidió tocar fondo en la escena uruguaya. Históricamente, por ejemplo, los cargos principales de la policía se reservan a oficiales superiores del Ejército. Los policías -salvo excepciones que se producen cada diez o veinte años- no pueden ascender más allá del cargo de Directores. La oficialidad militar, por supuesto, es más politizada que la oficialidad policíaca. Los yanquis, para inaugurar su escalada, comenzaron por la penetración de los cuadros policíacos, a quienes alentaron en sus aspiraciones individuales. Esta estrategia se hace evidente en Pasaporte 11333.
El discurso narrativo del libro, como dijimos antes, tiene un sabor amargo. Es la radiografía de una descomposición ineludible. En ocasiones su asfixia nos alcanza y nos oprime, nos roba la cuota de aire y eticidad consustanciales a todo ser humano. Se nos antoja, en fin, como una cirugía primaria o un corte transversal sobre un cuerpo patéticamente contaminado por una suma cuantiosa de males. Queda aún, sin embargo, el amor a la vida; el deseo de sobrevivir; el natural instinto de conservación de un país que no ha muerto. El águila imperial no alcanzará a posarse sobre las cenizas de su presunta víctima. Si lo intenta arriesga la cabeza. La espada de Artigas, con su acero bruñido por el dolor y la agonía de su pueblo, canta en el aire el himno de su definitiva independencia.
Joaquín G. Santana
La Habana, octubre de 1977
(1) Rodolfo Puigróss: «La despoblación de Uruguay», Servicio Especial de Prensa Latina, 3934, 1976.
EL FBI SE RINDE
"Resultaría absurdo pensar que, ni aún un paranoico como Saenz, pudiera creer que podía competir con el aparato paralelo de la CIA. No era tan iluso. Buscaba otra cosa.
No existen pruebas en el sentido de que el FBI como tal haya intentado crear otro aparato y la pugna puede que se haya limitado a influir en ciertas decisiones y justificar apetencias presupuestales. Descartemos, pues, esas hipótesis por el momento.
Al crear su propia red de información, Saenz pretendía mantener su influencia dentro de la Jefatura -y en esto sí que pudo recibir instrucciones o sugerencias del FBI-. Con esa red, podía llegar hasta el Embajador y aportar sus propios datos. Esto sí le interesaba, tanto por razones personales como por la institución.
Y esto no era cierto sólo en el caso de Saenz. Hasta un individuo imperturbable como Cantrell daba gran importancia al más mínimo detalle que lo hiciera lucirse ante sus superiores o el Embajador. Un día, estando Cantrell reunido con el doctor Sampognaro en el Ministerio del Interior, arrojaron una bomba de pintura contra las oficinas de la Embajada.
Yo me enteré por la radio-policial y traté de comunicarme con el asesor, pero el teléfono de Sampognaro no funcionaba, por lo que me trasladé al Ministerio. Cantrell dejó la reunión y corrió a la Embajada para hacerme ver y demostrar que estaba alerta. Luego me expresó su reconocimiento por haber tenido la atención de caminar hasta el Ministerio para avisarle. Añadió que había sido de suma importancia concurrir al lugar de los hechos. Que por muy justificada que hubiera sido su ausencia, ésta hubiera dado lugar a críticas interesadas.
Un caso similar ocurrió con motivo de la renuncia de Barlocco y su sustitución por el coronel Aguirre. A Purtscher le dio por visitar la Jefatura en esos días. Como se recordará, estaba en la lista negra de la Embajada. A algún gracioso se le ocurrió comentar que, a pesar de ser "blanco", sería designado jefe del Estado Mayor o, en todo caso, volvería a la Metropolitana. Nos causaba cierta risa ver a Saenz, Cantrell y hasta a Bernal, apurados en ser los primeros en avisar a la Embajada.
Por supuesto, existía un último motivo para que Saenz intentara establecer su propio aparato. Si el Embajador aceptaba oficializar su idea, tendría una fachada perfecta para sus negocitos. Pero la red no pasó de ser algo muy rudimentario. La carencia de recursos para ello lo obligó a limitarse a promesas, a su influencia en la Jefatura, así como a pequeños regalos.
Conocí a alguno de los funcionarios ligados directamente al aparatito particular de Saenz: Imazul Fernández, de USIS; John Bell y Norman Moore-Davis, ambos anglouruguayos pertenecientes a la AID. Hubo otros que le fueron útiles, pero en función de su jerarquía oficial en cuanto norteamericano. Es por eso que no incluyo a los inspectores Guerra, Guerrero, Morán Charquero (1) y otros.
A nuestras oficinas se asignó cierto número de policías. Uno de ellos fue el agente de investigaciones Walter Spinelli. Encarnaba al tira típico, casi analfabeto -apenas podía firmar- y profesaba un odio hacia la población civil rayano en la patología. Cuando se sentaba al timón de la camioneta de la Misión, se aferraba fuertemente y buscaba a algún transeúnte a quien provocar, para así descargar su frustración contra aquella sociedad que lo condenaba a ser poco más que un animal.
Spinelli vivía en un tugurio ubicado en la calle Inca 2400, donde se hacinaban su compañera e hijos. Hasta que lo abandonó, ésta vivía de aborto en aborto, languideciendo por falta de alimentación, mientras él bebía whisky con Saenz y gastaba el dinero extra que recibía en imitar la vida de los asesores norteamericanos.
Odiaba la disciplina que Cantrell trató de imponerle y su defensa consitió en ignorarlo. Ya había sido compañero de Saenz en las visitas al bajo y ahora la enemistad de Cantrell lo consagró como confidente del Jefe de la Misión. De mandadero a alcahuete, era mozo de todo uso a quien al final se acababa por temer, pues sabía demasiado.
Saenz pretendió desembarazarse de aquel desagradable testigo de sus correrías y logró ubicarlo en el Departamento de Orden Público, aunque sin cerrarle el suministro de bebidas y cigarrillos; pero, al partir Saenz, Walter cayó en desgracia absoluta. No obstante, pronto se recuperaría, ya que sus pocos escrúpulos le hacían una mercancía deseable. Se convirtió en guardaespaldas del coronel Zina Fernández, quien para entonces había sido promovido a la Jefatura. Su experiencia con Saenz debía haberle sido productiva en las fiestas de este coronel en la Chacra (2) policial.
La utilidad de Spinelli era fundamentalmente operativa. Tan sólo en una oportunidad pudo llevar datos de algún valor. Se trataba de su amante, Liliana Rodríguez, estudiante de magisterio en la localidad de Ecilda Paullier, a quien puso en contacto con Saenz, el cual la orientó a infiltrarse en los grupos estudiantiles.
En cuanto a los trabajos operativos, puedo citar dos. Durante las elecciones de 1966, se organizó un grupo de agentes de investigaciones. Estos recorrían las calles montevideanas destrozando la propaganda de determinados grupos políticos y perturbando el orden durante los mitines y reuniones de los partidos que se quería hostigar.
Estos agentes fueron básicamente los mismos que, durante los preparativos de la Conferencia de Presidentes, se dedicaron a atacar a los que pegaban volantes, carteles políticos y protestaban; llegando en tales acciones a lesionar a varios de gravedad.
Existen otros ejemplos. Este grupo sirvió de núcleo a otro mejor organizado, preparado para atacar a diputados progresistas. El mando directo lo ejercía el alférez Sartorio, oficial de la Guardia Metropolitana, graduado de la Academia de Washington y miembro destacado de la Legión Artiguista, organización paramilitar fascista de larga trayectoria, cuyos integrantes también anhelaban poder golpear a los diputados.
En ese entonces ya la CIA había tomado el control del aparato en embrión de Saenz: Spinelli fue sustituido por otro agente de investigaciones, Vila o Viña, también de los fundadores, quien luego resultó trasladado a la Dirección de Información e Inteligencia.
Conectado a la misma red particular aparece el Capitán de la Republicana, Gervasio Somma, ex director también del curso de Canelones. Su esposa poseía cuantiosos bienes y el capitán no tenía preocupaciones monetarias. Su interés radicaba en el apoyo norteamericano a los proyectos golpistas de elementos de la Unión Colorada y Batllista. Gran amigo de Bernal, quedó vinculado a Saenz desde los primeros momentos y fue la fuente de información de Cantrell posteriormente, cuando la insubordinación de la Guardia Republicana.
En tanto, por lo que respecta a Estados Unidos, corrían los años del mutis de Johnson y el resurgimiento de Nixon en la arena política norteamericana. Desde la destrucción de las corrientes progresistas en tiempos del macarthismo, punto culminante en la historia del FBI, se había iniciado una lenta decadencia de esa organización, estructurada fundamentalmente con vista al orden interno.
La CIA, joven y pujante, consolidaba sus posiciones en el exterior y, muy sutil y discretamente, invadía la hasta entonces inviolada jurisdicción del Ministerio de Justicia, en cuanto extensión natural de sus operaciones, justificada ante la alta dirección imperialista por la universalización de la llamada guerra fría. El Bureau no estaba orgánicamente preparado para enfrentar los nuevos tiempos, marcados por el ascenso del socialismo y el resurgimiento del "Tercer Mundo".
El FBI se batía en retirada, pero no renunciaba a la lucha. Para probar que sabía adaptarse a las cambiantes circunstancias, se proyectó hacia el exterior, donde había actuado sólo marginalmente. El Departamento de Estado lo apoyaba.
Todas estas contradicciones y otras que no resulta pertinente describir ahora se reflejaron en la pugna montevideana. Eran contradicciones tácticas y de mera supervivencia constitucional.
A pesar de sus éxitos iniciales, Saenz tenía que fracasar... su organización tenía que perder. Además era muy vulnerable. La vida privada era el punto donde la CIA le daría el golpe de gracia para eliminarlo de la escena uruguaya.
A fines de 1969, Saenz partió de Uruguay, prácticamente en desgracia por haber puesto en peligro la seguridad interna del aparato yanqui, aunque pudo evitar una sanción grave por los buenos informes que existían acerca de su trabajo inicial en el país.
A partir de ese momento, el FBI pasó a un segundo plano, atrincherado en sus tradicionales funciones y vigilar al personal norteamericano y rumiando planes futuros".
(1) Inspector de Policía. Conocido Bon Vivant, trataba de no mezclarse en las cuestiones políticas, medrando en los negocios que su cargo le facilitaba. Al recrudecerse la lucha contra la guerrilla urbana, se fue involucrando gradualmente hasta convertirse en un connotado interrogador (eufemismo por torturador). Su última hazaña: le arrancó un pezón a una detenida. Atildado en el vestir, también le dio por raparse la cabeza a la navaja. Graduado de los cursos de la Academia Internacional de Policía en Washington. A raíz de su última hazaña, se decidió hacer un escarmiento. Fue ajusticiado por los Tupamaros.
(2) Quinta de protocolo de la Policía. Además de sus funciones protocolares, la "quinta" debía abastecer -de huevos, aves, viandas, verduras, leche fresca, etcétera- a los diversos comedores policiales.
LOS GOBERNADORES DEL BID
"Supe de los planes para la constitución de un Escuadrón de la Muerte, primero mediante Vázquez y después por el comisario Macchi. El mismo estaría integrado por personal montevideano y algunos miembros de la Legión Artiguista, organización fascista de sombría trayectoria. Conocía algunas de las actividades de la Legión y no me extrañó verla mezclada en esos planes.
Vázquez no estaba realmente bien informado. Lo suyo no eran sino deducciones esperanzadas de un policía que se sabía derrotado y estaba dispuesto a romper las reglas del juego establecidas por su propia clase social. En concreto sólo aportó la llegada inminente de Fleury, fundador del tristemente célebre Escuadrón en su natal Brasil.
Por su parte Macchi sí estaba más interiorizado con el proyecto. Por motivos de táctica política, ninguna de sus víctimas serían personas destacadas o, siquiera, conocidas. Se dedicarían a eliminar o quizás sólo a golpear y atemorizar a figuras intermedias, que la opinión pública no asociara a ningún partido o movimiento progresista. En su opinión, no había llegado el momento de actuar, pero había que dejar estructurada la organización.
-Ahora es el momento del florete -decía-, ya llegará el día del sable.
Al afirmar esto se le veía satisfecho también con el cambio de política de los norteamericanos, quienes hasta ese momento se habían mostrado reacios a esas operaciones, por estimarlas prematuras. Ahora, con el apoyo yanqui, podrían equilibrarse con la prepotencia brasileña, librarse de las fanfarronadas de un Fleury y actuar por cuenta propia. En fin, lograr la aspiración de su grupo: tener su propio Escuadrón.
Mientras esto sucedía las semanas transcurrieron rutinariamente, hasta que se decidió mi regreso a la Misión. En el interregno Bernal me comunicó que el Instituto Uruguayo de Opinión Pública necesitaba un intérprete de máxima confianza, para la visita de Gallup, fundador de la empresa homónima dedicada a encuestas y estudios de opinión pública en Estados Unidos. La visita respondía a una convención de todas las filiales de esa corporación organizadas en América Latina, las cuales servían a su vez de fachada ideal para la CIA.
La actividad se realizaría en Punta del Este. Acompañé a varios funcionarios al Instituto, en la calle Río Negro, donde conversé con su director y me familiaricé con el funcionamiento. A última hora hubo cambio de planes y Martínez, quien para entonces había sustituído a Cantrell como asesor de Investigaciones, me comunicó que no podría trabajar con Gallup, pues coincidiría con la Conferencia de Gobernadores del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), entidad que deseaba me ocupase de varias funciones.
Durante ese evento sería asistente de míster White, jefe de Instalaciones del Secretariado de esa institución. White fungía también como jefe de seguridad del Banco y mis verdaderas funciones estarían relacionadas con este aspecto, aunque disimuladas por la otra actividad. Para cubrir todas las formalidades, llenaría una solicitud de empleo en la oficina de personal que el banco había abierto temporalmente en Montevideo con vistas a la reunión.
Comencé, pues, como uno de los auxiliares de White, poco después fui ascendido a Asistente General y, en virtud de esto, quedé al frente de todo el personal uruguayo de las oficinas de Instalaciones, que comprendía desde la ubicación de las oficinas destinadas a las labores de la Conferencia, hasta el mobiliario, los teléfonos, el transporte, la recepción y el embarque de documentos y equipos de almacén.
El sustituto de Cantrell no viajaría a Punta del Este, pero habría un funcionario de la CIA que se pondría en contacto conmigo oportunamente y me daría instrucciones adicionales. El agente resultó ser el segundo guardaespaldas del Secretario del Tesoro de Estados Unidos, el cual se hospedó en el edificio Lafayette.
Una noche estuve en ese edificio con Jorge Vázquez, quien, ufano, me presentó a toda la escolta del Secretario norteamericano. Bebimos hasta tarde y Jorge se mostraba muy orgulloso de aquellas nuevas amistades. Esa mañana yo había estado en el mismo apartamento, recibiendo instrucciones, y Jorge nunca pudo saber lo irónico de nuestra visita. Al yanqui sólo lo volví a ver durante la Conferencia, corriendo como un descosido con un aparatito de radio en los oídos.
En realidad tuve poco que hacer. Ya el grupo operativo se había ocupado de visitar la boite Barrabás, en busca de lugares para sus pacíficas labores. Este cabaret sería el único autorizado a funcionar durante la Conferencia -ya había terminado la temporada- y a él acudirían delegados y personal del Secretariado en busca de esparcimientos después de las áridas discusiones económicas.
Mientras, yo quedaba vigilando, discretamente, a los funcionarios del Banco República, quienes trabajaban en la parte organizativa en su condición de miembros del país sede. Lo único interesante que averigüé, consistió en la forma en que sacaban ganancias extras en los contratos de transporte con la empresa Cuñetti.
Yo debía obtener "changadores" para mover ciertos muebles. El BID pagaba bien. Hablé con toda la "barra" del restaurante para saber si estaban dispuestos a realizar ese trabajo y reunir una cantidad sustancial para pagar sus deudas. Es verdad que la pasamos bien, moviendo muebles como locos y cuidando la cármica del edificio Punta del Este.
Fueron cuatro semanas intensas. La CIA se ocupó de todo. White dedicó el tiempo a la pesca, yo a pasear en compañía de los jefes del operativo uruguayo de Seguridad, el mayor Albornoz y el capitán Muñoz, ambos oficiales de la Guardia Republicana. El comisario Lucas pasó con su gente por mi restaurante, pero la mayor parte del tiempo se dedicaron a vigilar a la policía femenina.
El día de mayor agitación fue el de la visita de Pacheco Areco a la Conferencia. Durante el discurso de Areco, Muñoz y yo nos paramos detrás de la cortina del estrado presidencial. Habíamos clausurado las ventanas posteriores para eliminar el peligro de un franco-tirador. También echamos una ojeada bajo la plataforma, dada la posibilidad de que alguna bomba hubiera sido colocada y podernos poner fuera de su alcance si explotaba. Estábamos bien armados y cuidamos celosamente la retaguardia del Presidente.
Terminada la reunión del BID, en vez de regresar a Montevideo, recibí instrucciones de permanecer un tiempo más en Maldonado, aunque continuaría viajando periódicamente a la capital debido a otras funciones que surgían. La Guardia republicana se había amotinado y la zona del Este era el punto de reunión de políticos y militares.
Había particular interés en conocer la actitud del sector herrerista, partidario del enfrentamiento total con el gobierno, o sea, un grupo apreciable de los políticos de Héber, sin incluir a los hermanos. Yo tenía relaciones de amistad con Alfredo Lara, caudillo fernandino del grupo. También en aquellos momentos se insinuaba en las Fuerzas Armadas una corriente al estilo de la vieja línea constitucionalista y con inquietudes sociales.
En este marco se produjo el amotinamiento de la Republicana. Los rebeldes se pusieron en contacto con el reducido grupo progresista dentro de las fuerzas de Héber y existía cierta preocupación en los medios oficiales y norteamericanos. Para colmo, la información suministrada por el capitán Somma era insuficiente.
La explosión de la Republicana era inevitable y podía haber ocurrido en cualquier otro cuerpo. El movimiento Tupamaros le había hecho llegar varias proclamas a los agentes, mediante las cuales les hacía saber que con su pasividad se estaban solidarizando con la política represiva del gobierno y con los crímenes que se cometían en otras dependencias de la Jefatura.
La inquietud creció con la entrega -a punta de pistola- de una carta a un sargento donde se reiteraban los planteamientos en términos más severos. Los coraceros solicitaron autorización para trasladarse al cuartel vestidos de civil y, una vez allí, ponerse el uniforme. La solicitud fue denegada; con la insinuación, además, de que eran unos cobardes.
Existía malestar anterior en la Republicana. Los coraceros realizaban guardias en empresas particulares que pagaban directamente al Comando. Muchos millones de pesos, provenientes de esos aportes y destinados a mejorar las condiciones de vida en el cuartel, habían desaparecido. Los milicos se sentían burlados, pero callaban. Lo ocurrido no era nada nuevo.
En esta atmósfera se desarrollaron los acontecimientos. Un día, un coracero se dirigió al segundo jefe, mayor Albornoz, para solicitar una licencia de 24 horas con el fin de ver a su hijo gravemente enfermo. Albornoz se la negó, aduciendo que a causa de las medidas urgentes de seguridad, todos los permisos habían sido cancelados. Pero el angustiado padre conocía que, diariamente, algunos de sus colegas salían del cuartel para terminar la construcción de la residencia particular del propio Albornoz. Un grupo de coraceros pidió entonces al mayor que reconsiderara su decisión, en atención a las razones de esa licencia. Albornoz los increpó por lo que calificó de sedición. Los peticionarios se retiraron al salón de la tropa, donde se les unieron más compañeros.
El mayor mandó a formación, pero los congregados se negaron a acatar el llamado. Algunos oficiales encabezados por el teniente Lobatti -ex instructor de los cursos de entrenamiento en el interior- aconsejaron a los recalcitrantes, instándolos a no cometer una locura. Descontrolado, el segundo jefe amenazó a los coraceros y a los oficiales intermediarios, sugiriendo que éstos actuaban por cobardía, pues trataban de evitar un enfrentamiento con sus hombres.
En este sentido, llegó incluso a insultarlos a todos. Sólo la intervención de Lobatti y otros oficiales evitó que fuera linchado allí mismo. El resto de la tropa y parte de la oficialidad se solidarizaron con los amotinados. Se congregaron todos a deliberar en el salón. Albornoz avisó a la Jefatura de Policía y a seguidas salieron varios grupos de choque de la Metropolitana dispuestos a someter a los rebeldes. Al llegar a las proximidades del cuartel de Centenario y enterarse de su misión, se negaron a competir contra sus compañeros; acto seguido regresaron a la unidad.
Unos días después los amotinados se rindieron pero el gobierno no se atrevió a tomar medidas drásticas. Los oficiales fueron confinados a sus habitaciones y la tropa al salón que ocupaban. Todos, teóricamente, bajo arresto.
Esta ambigua situación duró varias semanas. La inquietud del gobierno y de la Embajada aumentó al saberse que Lobatti y otros oficiales habían desconocido la orden de permanecer en sus habitaciones, y se habían dirigido al órgano herrerista El Debate, a la sazón en coqueteos tercermundistas, pero regresaron después al cuartel. Los contactos se mantuvieron con Lara -ex oficial del ejército-, así como con otros herreristas anti-pachequistas. La tensión, por fin, fue diluyéndose, pero el incidente ofrece un sugestivo indicio de las tremendas contradicciones que laten en el seno de las fuerzas represivas.
DAN ANTHONY MITRIONE
A principios de 1970 Cantrell me dio cita en su casa de Montevideo con el fin de comunicarme su próxima partida rumbo a Washington motivada por su nombramiento para un nuevo cargo. Hablamos largamente en torno a la situación de Uruguay y a la mía en particular.
El norteamericano preveía que, a lo sumo, yo podría permanecer en Punta del Este otro año más. Ya demasiados integrantes del aparato paralelo y de la Dirección de Información e Inteligencia me ubicaban en mis verdaderas funciones y esas cosas a la larga trascienden, lo que no me permitiría seguir en la Sección Política.
Cantrell contemplaba tres alternativas. Si deseaba regresar a Estados Unidos, no tendría el menor problema en obtener la ciudadanía transcurrido el tiempo necesario y, mientras tanto, la CIA se encargaría de mantenerme en actividad. Si decidía permanecer en Uruguay, podía seguir en el giro gastronómico, aunque para contar con el apoyo de "nuestro programa" y seguir en la Sección Política, tendría que abandonar la zona de Punta del Este, donde alguien que no estuviese quemado me reemplazaría.
La tercera variante consistía también en permanecer en Uruguay, donde la situación económica continuaba deteriorándose, regresar a mi antiguo cargo en la Misión, pero conservando los lazos con "nuestro programa". Ellos mantenían las mejores relaciones con el nuevo jefe de la División de Seguridad Pública, Dan Mitrione, quien había sustituido a Saenz unos meses atrás.
Por último, quedaba mi alternativa, la real y por la cual pude escribir mis memorias: en el propio Uruguay contactaría a otro agente de la Seguridad cubana, quien también había sido reclutado por la CIA para realizar espionaje en ese país.
La primera noticia de Mitrione la tuve pocos días antes de la partida de Saenz. Cantrell estaba muy satisfecho. Confiaba en poder realizar una labor mucho más eficaz ahora, al desembarazarse del inestable Asesor Jefe. Conocía superficialmente a su sustituto pero quedó muy impresionado por su historia, ya que en Brasil había tenido una participación destacada.
También pude conocer en esta etapa al sustituto de Cantrell, el señor Richard Martínez, indiado oriundo de Nuevo México. A partir de ese momento éste sería mi nuevo jefe.
La partida de Noriega fue mucho más precipitada. Se produjo días antes de haberse hecho público el hallazgo de la centralita telefónica clandestina que le fuera colocada tanto a la Embajada soviética como a otras sedes diplomáticas del barrio Pocitos. Cuando Noriega abandonó el país, ya había indicios relativos a que los soviéticos sospechaban algo. La centralita fue colocada por técnicos de la propia Sección Política, en tanto los trabajos de aseguramiento fueron realizados por el personal del aparato operativo bajo las órdenes directas de éste.
Era cierto que Juan se había tornado descuidado, pues había actuado al descubierto y por ende aniquilado futuras actividades. Todo el personal que utilizó fue norteamericano, con la única excepción de Lemos Silveira. Esta tarea había sido clasificada de ultrasecreta. Incluso hasta el siempre bien informado Bardesio sólo supo que Lemos realizaba un trabajo de gran importancia.
También Bernal estaba por irse. En menos de un año se renovó a todo el personal yanqui de la Misión. Habían permanecido cuatro años en Uruguay. Sus nombres aparecían con demasiada frecuencia en las acusaciones de la prensa progresista. Estaban gastados.
(...) Martínez por fin me acompañó a ver a Mitrione, con quien departí por espacio de dos horas. Sus ojos parecían de plástico, miraban sin vida. Mitrione me explicó cuáles serían mis funciones, extendiéndose en torno a los cambios que habrían de producirse respecto a método y enfoque.
Del desarrollo de esta entrevista, y de charlas posteriores con Martínez, resultaba obvio que los norteamericanos consideraban concluída la primera fase de su trabajo en Uruguay. La Dirección de Información e Inteligencia ya estaba consolidada. Hasta a Otero lo habían eliminado. La infiltración y el dominio de la Jefatura de Montevideo y del Ministerio del Interior eran satisfactorias.
Hasta ese momento se habían celebrado cerca de seis cursos de entrenamiento y sentado las bases para la penetración en el interior de la República. Los programas de radiocomunicaciones estaban en marcha. Los hombres de la primera etapa estaban quemados y consecuentemente eran sustituidos.
En cuanto a mí, aún podía asumir funciones importantes en la Jefatura, siempre que evitara sobresalir y destacarme. Martínez no sólo sustituiría a Cantrell, sino también a Bernal, en cuanto llegara el sustituto de éste, a cuyo arribo Martínez conservó Investigaciones y Entrenamiento, que pasaba así al ámbito directo de la CIA.
Se decidió entonces mi regreso a la Misión. A pesar de haber conocido ya a Mitrione, Bernal me acompañó a la Embajada para presentármelo. Estos equívocos fueron la constante en estos años. Hablamos diez minutos en presencia de César y estudiamos la posibilidad de mi reingreso a la oficina en la jefatura.
En los días previos al amotinamiento, sostuve otra entrevista con Mitrione. En ella me explicó que el cambio de método exigía que él y los demás asesores se hicieran ver lo menos posible por la Jefatura. Yo estaría al frente de esa oficina y mi tarea consistiría en cooperar con Martínez en los cursos, atender a los funcionarios policiales y servirle a él de intermediario.
El nuevo asesor se reservaba como tarea principal el adiestramiento de ciertos oficiales y policías en la técnica de interrogatorios a detenidos políticos. Por Cantrell sabía que esa había sido su principal actividad en Brasil. Mitrione iba a dirigir personalmente el adiestramiento especial, por lo que el mismo no se efectuaría en la jefatura. Eso sí, asistiría periódicamente a las oficinas de Inteligencia y a las celdas políticas para supervisar las prácticas.
Habíamos obtenido una casa en Malvín, la cual reunía los requisitos mínimos: sótano adaptable a modo de pequeño anfiteatro, provisto de aislantes a prueba de sonidos, garage con puerta interior a la residencia y vecinos distantes.
A partir de ese momento Mitrione comenzó a transformarse hasta convertirse en un perfeccionista, que lo verificaría todo personalmente. ¡Hasta cada parte de la instalación eléctrica! Pero volvamos otra vez a la casa. Debía poner un tocadisco a todo volumen en el sótano-le encantaba la música hawaiana- mientras permanecía sentado en la sala, pero satisfecho, pues no logró escuchar nada. A pesar de todo no era suficiente. Hubo que disparar también con una Magnum.
-Bien, muy bien -dijo-. Esta vez tampoco pude percibir nada en absoluto. -Ahora, quédate tú, mientras voy al sótano. Y así hasta el infinito.
El curso especial se realizó por grupos de no más de una docena de alumnos. El primero se constituyó con antiguos agentes, de reconocido crédito, adscritos a la Dirección de Información e Inteligencia. Para el segundo se seleccionaron oficiales graduados de la Academia de Policía de Washington, y asimismo se reservaron cuatro plazas para las jefaturas de Cerro Largo, Maldonado, Rivera y Salto. A sus candidatos no se les exigió la condición de egresados de la Academia, pero sí la de haber participado en alguno de los cursos de entrenamiento ofrecidos localmente por la Misión, así como tener sus fichas psicológicas actualizadas.
Richard Martínez era el encargado de completar la matrícula del tercer curso especial, presuntamente, con miembros del aparato paralelo. Se habló de la futura participación de oficiales de las Fuerzas Armadas uruguayas y ya existía una coordinación al respecto entre la Misión Militar y la CIA, pero no se había concretado todavía la manera de llevar "el pan de la enseñanza" a ese sector.
Sin embargo, algunos militares interesados por su superación cultural y profesional, movieron influencias y lograron su inclusión en el primer grupo. Ese es el caso del coronel Buda, específicamente. El coronel Hontou y un tal De Michelis, teniente coronel, también obtuvieron matrículas en el primer grupo, pero por alguna razón fueron sustituidos por un capitán de Paysandú y otro oficial del interior.
Las clases comenzaron insinuantes: anatomía y descripción del funcionamiento del sistema nervioso humano, psicología del prófugo y psicología del detenido, profilaxis social -nunca llegué a saber en qué consistía y la considero un elegante eufemismo para evitar otra denominación más severa-, etcétera.
Pronto las cosas tomaron un giro desagradable. Como sujetos de las primeras pruebas se dispuso de tres pordioseros, conocidos en Uruguay como bichicomes, habitantes de los suburbios de Montevideo, así como de una mujer, aparentemente de la zona fronteriza con Brasil. No hubo interrogatorio, sino una demostración de los efectos de diversos voltajes en las partes del cuerpo humano, así como el empleo de un vomitivo -no sé por qué ni para qué- y otra sustancia química.
Los cuatro murieron.
En el transcurso de estas primeras pruebas, el oficial Fontana fue separado del curso y por toda explicación se adujo el ingreso de los militares, en tanto se anunciaba su participación para el siguiente. En realidad Fontana demostró tener un estómago débil. Quién lo hubiera dicho ¡Fontana!, el terrible torturador de los tiempos de Otero.
Pero no era para menos. Lo que ocurría en cada clase, era de por sí repulsivo. Lo que les daba un aire de irrealidad, de particular horror, era la fría y pausada eficiencia de Mitrione; su vocación docente, su atención a los detalles, lo exacto de sus movimientos, el aseo e higiene que exigía a todos, tal como si estuviesen en la sala de cirugía de un moderno hospital.
Insistía en la economía del esfuerzo, como él lo llamaba. Ningún gasto inútil. Ningún movimiento fuera de lugar. Para eso estaba la sesión previa del ablandamiento. Que toda acción estuviese encaminada al resultado final de obtener información. Le molestaba la fruicción con que Buda manipulaba los genitales masculinos. El lenguaje soez de Macchi le resultaba chocante: "Comisario -le señalaba-, es más apropiado si nos referimos a esas partes por su nombre correcto. Le rogaría mantuviera la digna disciplina del buen funcionario policial".
En el transcurso de las clases, también se discutían los interrogatorios que los alumnos llevaban a cabo en la Jefatura, y se señalaban aciertos y errores. Gradualmente las clases de la calle Rivera habían ido alcanzando un nivel de espanto dentro de su atmósfera de asepsia clínica. Con el tiempo llegaron a efectuarse allí interrogatorios verdaderos. (Sólo describo los de práctica, ya que prefiero no referirme a los reales). Afortunadamente sólo presencié dos de estos interrogatorios verídicos. La limitante de mis viajes desde Maldonado así lo determinó. Por otra parte, desde hacía tiempo andaba en otros trajines.
En el húmedo invierno uruguayo de 1970 tuve la oportunidad de atravesar la barrera lacónica de Dan Mitrione. Había llegado alto tarde de Maldonado y, en vez de dirigirme a la Embajada, lo llamé a su casa. Me pidió que lo fuera a ver. nos sentamos frente a frente en una salita de su acogedora residencia. Todavía hoy no sé el motivo por el que me pidiera que lo fuera a ver; durante tres horas nos limitamos a tomar unas copas y a conversar sobre su filosofía de vida.
Mitrione consideraba el interrogatorio un arte complejo. Primero debía ejecutarse el período de ablandamiento, con los golpes y vejámenes usuales. El objetivo perseguido consistía en humillar al cautivo, hacerle comprender su estado de indefensión, desconectarlo de la realidad. Nada de preguntas, sólo golpes e insultos. Después, golpes en silencio exclusivamente.
Sólo después de todo esto, el interrogatorio. Aquí no debía producirse otro dolor que el causado por el instrumento que se utilizara.
- Dolor preciso, en el lugar preciso, en la proporción precisa elegida al efecto.
Durante la sesión debía evitarse que el sujeto perdiera toda esperanza de vida, pues ello podría llevarlo al empecinamiento.
- Siempre hay que dejarles una esperanza (...) una remota luz.
- Cuando se logra el objetivo, y yo siempre lo logro -me decía-, puede ser oportuno mantener un rato más la sesión o aplicarle otro ablandamiento, pero ya no para extraer información, sino como arma política de advertencia para crear el sano temor a inmiscuirse en actividades disociadoras.
Luego me expresaba cómo, al recibirse un sujeto, lo primero que se hacía era determinar su estado físico, su grado de resistencia mediante un exhaustivo examen médico.
- Una muerte prematura -subrayaba-, significaría el fracaso del técnico.
Otra cuestión importante consistía en saber a ciencia cierta hasta dónde se podía llegar en función de la situación política y de la personalidad del detenido. Dan proseguía alucinado, necesitaba una audiencia que había encontrado en mí. Y continuaba: "Es importantísimo saber con antelación si podemos permitirnos el lujo de que el sujeto muera". Fue la única vez que en aquellos meses sus ojos plásticos cobraron algún brillo.
Por último concluyó:
- Pero ante todo: eficiencia. Causar solamente el daño que sea estrictamente necesario, ni un ápice más. No dejarnos llevar por la ira en ningún caso. Actuar con la eficacia y la limpieza de un cirujano, con la perfección del artista. Es ésta una guerra a muerte. Esa gente es mi enemiga. Este es un duro trabajo, alguien tiene que hacerlo, es necesario. Ya que me tocó a mí, voy a hacerlo a la perfección. Si fuera boxeador, trataría de ser campeón del mundo, pero no lo soy. No obstante, en esta profesión, mi profesión, soy el mejor.
Fue nuestra última conversación. Antes de partir vi a Dan Mitrione una vez más, pero ya no teníamos nada que conversar.
La Habana, junio de 1972
DAN MITRIONE: ¿HÉROE O TORTURADOR?
El nombre de Dan Mitrione esculpido en la pared de la Escuela de Policía de la Academia Nacional del FBI, lo revela como un "héroe que perdió su vida por defender los valores democráticos". Durante su entierro, el 15 de Agosto de 1970 le rindieron homenaje por ser el hombre que "sacrificó su vida por el desarrollo pacífico del mundo occidental y hasta Frank Sinatra y Jerry Luis le dedicaron canciones como a un "hombre perfecto y gran humanista".
Mientras tanto en el otro extremo del continente americano, en Uruguay, Montevideo, la gente comentaba con alivio disimulado pero con miedo, debido a la represión despiadada ordenada por el gobierno, que por fin fue ajusticiado uno de los torturadores más grandes en toda la historia de ese país.
¿Quién fue Daniel Mitrione para merecer dos títulos tan contradictorios? Para un habitante común y corriente, Dan Mitrione era un típico norteamericano de los que llegaban a Montevideo para trabajar en una organización o compañía estadounidense de las que se instalaron allí en los años 60. Su llegada no provocó ningún comentario. Era un hombre tranquilo y en su barrio lo conocían como un padre perfecto y respetuoso con sus vecinos sin acercarse demasiado a ninguno de ellos. Se sabía que era un representante de la Agencia del Desarrollo Internacional de EE.UU. (USAID) y era normal que tuviera carro con chofer asignado por el gobierno uruguayo.
Para los empleados de la USAID, Mitrione era el jefe de la Oficina de la Seguridad Pública con oficinas instaladas en el edificio central de la policía. Su trabajo consistía en instruir a la policía uruguaya a base de la tecnología y métodos norteamericanos para lograr su mayor efectividad en la lucha contra el crimen. Sin embargo los delincuentes comunes no le interesaban. Era el final de los años 60 y el comienzo de los años 70. Uruguay atravesaba una severa crisis económica bajo el gobierno de Jorge Pacheco Areco (1967-1972). El famoso acuerdo de austeridad firmado en 1968 con el Fondo Monetario Internacional sumergió a este diminuto país en el caos con más de 7,000 huelgas de trabajadores, marchas de protesta, censura de la prensa, y para el colmo del gobierno, los "Robin Hoods locales", los Tupamaros, llamados cariñosamente por el pueblo Tupas habían incrementado sus acciones. Eran estos misteriosos, bien informados y bien educados revolucionarios que dejaban sin paz y frecuentemente sin sueño a Mister Mitrione.
Esperando al guerrillero
No sabía mucho de los Tupas y trataba de descifrar qué es lo que los motivaba y como podían subsistir en condiciones de extrema represión sin llegar a contestar a la violencia del gobierno con la violencia revolucionaria.
Se limitaban a hacer públicos los decretos y acuerdos más secretos del gobierno uruguayo, secuestraban a los funcionarios más corruptos del gobierno y los sometían al Juicio Popular. También divulgaban el rol de los EE.UU. y de la CIA en la ola represiva y en la violación de los más mínimos derechos humanos en el Uruguay. Denunciaban el abuso y espectacularmente robaban los bancos. Los ricos nacionales ponían el grito al cielo y exigían la mano dura, el estado de sitio y el fin para los Tupas.
Con el pasar del tiempo, Dan Mitrione logró formar un escuadrón operativo de policías selectos e instruidos por él mismo y así supo que el Movimiento de Liberación Nacional —Tupamaros empezó a gestarse desde 1963 cuando su futuro líder, Raúl Sendic escribió un artículo titulado, ESPERANDO AL GUERRILLERO.
Supo que la visita a Cuba que Raúl Sendic hizo en 1960 fue un momento culminante para que este líder reorientara su modelo de lucha, del sindicalismo a la revolución guerrillera.
La invasión norteamericana a Santo Domingo en 1965 y la ruptura de relaciones del Uruguay con Cuba aceleraron el proyecto de Sendic de formar la organización clandestina, el Movimiento de Liberación Nacional - Tupamaros adoptando el método de la guerrilla urbana. Su proyecto se hizo realidad en 1967.
Para Dan Mitrione, la infiltración en las células de Tupamaros, que le sugirieron los oficiales de la CIA que dirigían la lucha contrarevolucionaria en toda América Latina, era un método válido, pero tomaría mucho tiempo. Las células de los Tupas eran pequeñas de tres a cinco miembros con un líder en cada uno. Los líderes no se comunicaban entre ellos directamente sino a través de un intermediario que tenía el enlace con algún otro intermediario y así sucesivamente hasta llegar al comité central compuesto de tres a cinco hombres.
El dolor exacto en el lugar exacto
Meditando, camino a su casa, después del interrogatorio de uno de los tupas detenidos, Daniel Mitrione recordó que su experiencia en la República Dominicana en 1965 durante la invasión norteamericana fue reveladora. Fue allí donde quedó convencido que la tortura a los subversivos detenidos, daba resultados más efectivos que un lento proceso de infiltración.
En una conversación con el agente de la CIA, el cubano Manuel Hevia Cosquilluela que estuvo de acuerdo con el que el interrogatorio era un arte y requería un profundo conocimiento de psicología humana y la lectura de Freud y Jung. Le decía a Manuel que el ser humano más fuerte también era vulnerable. El truco era lograr un dolor exacto en la parte precisa del cuerpo humano administrándole una descarga eléctrica de acuerdo a su condición física. Para esto también se necesitaba la presencia y participación de un médico.
Le contó a Manuel su experiencia en el Brasil donde se entrenaba a la policía, torturando a vagabundos. Así logró su primer invento, la silla para los choques eléctricos, bautizada por la policía brasileña como la "silla del dragón." Aprendió la técnica de producir la contradicción máxima entre el cuerpo del detenido y su mente, utilizando una descarga eléctrica precisa en el punto más vulnerable del ser humano.
Aquella sensación no solamente producía un dolor extremo al preso sino la sensación de humillación de no poder controlar los movimientos del cuerpo que exigía a la mente la rendición y sumisión para salir del infierno de dolor que seguía intensificándose implacablemente.
En el Brasil, la tortura daba resultados muy buenos, casi todos los detenidos hablaron. Sin embargo en el Uruguay se producía un fenómeno diferente. No todos hablaban, parece que muchos Tupas poseían un método de defensa y resistencia a la tortura que era cercano a un cierto misticismo difícil de entender. La mayoría tenían la convicción de que luchaban por una causa justa y valía la pena, inclusive, sacrificar la vida por esa causa.
El último viaje
La noche el 30 de Julio de 1970 al regresar a la casa, Dan Mitrione sentía que estaba acercándose al núcleo de los Tupas. Ya tenía unos 150 detenidos, algunos en el sótano de su casa donde tenía una habitación herméticamente cerrada, a prueba del sonido, donde daba clases de tortura usando a "bichicomes" (mendigos) de Montevideo. Lo que no intuyó esa noche es que los Tupas ya habían llegado a él y decidido acabar su carrera de torturador. Al día siguiente, a unas cuatro cuadras de su casa, el paso de su carro fue cortado sorpresivamente por un automóvil del cual salieron tres hombres que dejaron inconsciente a su chofer y trasladaron a Mitrione a otro carro que desapareció en las calles de Montevideo. No se resistió, sin embargo, en el ajetreo del traslado fue herido en el hombro. Después de unos cuantos minutos ya estaba en la Cárcel del Pueblo de los Tupamaros recibiendo atención médica de alta calidad.
En los primeros días de cautiverio se sentía altanero y seguro de si mismo. Sabía que los Tupas excluían la tortura y no poseían la famosa silla del dragón. Como un oficial de policía sabía que el gobierno de Norteamérica no acostumbraba de intercambiar presos para salvar la vida de un policía. Pero como oficial de la CIA tenía la esperanza de un posible canje. Recién al quinto día de su detención, el día 4 de Agosto, cuando cumplió 50 años, entendió que el presidente Richard Nixon, no ordenaría al gobierno de Areco Pacheco, liberar a los 150 Tupas detenidos para salvar la vida de Daniel Mitrione. Se ablandó entonces el "místico" de la tortura e inclusive se enfrascó en discusiones ideológicas con sus captores. Tenía la esperanza de que el credo de los Tupas salvaría su vida.
Sin embargo, la ola de represión que desató el gobierno, nunca vista en el país, para encontrar a Mitrione, aceleró su destino final. El 10 de Agosto de 1970 fue ejecutado por decisión unánime de los líderes del movimiento y su cuerpo fue encontrado en la mañana en un carro robado.
Con la muerte de Mitrione no cesaron las torturas, tal vez las habría continuado y perfeccionado su sucesor. Hoy, ya no necesitan las "sillas del dragón". Una droga determinada suministrada en la cantidad precisa a un detenido convierte, a un hombre lúcido en un estúpido completo. Así de simple. Pero esto no logró verlo el "místico de la tortura" Daniel Mitrione. Tampoco pudo enterarse que su confidente, el agente de la CIA, Manuel Hevia Cosculluela, era en realidad un agente de la Seguridad de Estado de Cuba que después regresó a su tierra natal y escribió el libro, "Pasaporte 11333 : Ocho Años con la CIA", describiendo sus charlas con Dan Mitrione. Tampoco pudo saber Mitrione que su hijo, Dan A. Mitrione Jr. siguió su carrera y terminó en la misma Escuela de Policía de la Academia Nacional del FBI como agente antinarcóticos pero tuvo un triste final cuando en 1985 fue sentenciado a 10 años de prisión por tener en su posesión 10 libras de cocaína y 850,000 dólares en cash.
Más sobre Mitrione
Un agente arrepentido de la CIA, Ralph W. McGehee, que formó parte de la organización entre 1952 y 1977, publicó un libro llamado "Deadly Deceits: My 25 years in the CIA" ("Engaños mortales: Mis veinticinco años en la CIA"), donde detalla la participación de EEUU a través de la CIA en la preparación de las dictaduras latinoamericanas y en la represión que impusieron luego de conquistar el poder.
A partir de la desclasificación de documentos, la historia de la CIA "está haciéndose dolorosamente clara", sostiene el ex agente. El entrenamiento para torturas "que rivalizaron con los nazis" y la asociación de la CIA con los "escuadrones de la muerte" para los que "el Departamento de Información e Inteligencia sirvió de cobertura", son algunas de las confesiones realizadas por el ex agente sobre las operaciones de la CIA en Uruguay. En el rubro torturas destaca particularmente la participación como instructor del "conocido torturador" Dan Mitrione.
Según McGehee la CIA armó directamente "la policía secreta" y "escuadrones de la muerte" en "El Salvador, Guatemala, la Nicaragua presandinista, Corea del Sur, Irán, Chile y Uruguay".
La lección de Mitrione
McGehee asegura que en Uruguay la CIA "estuvo asociada a los escuadrones de la muerte. La estación de la CIA tuvo un control sobre las listas de los más importantes activistas de la izquierda. Entregó nombres de sus familias y amigos. Mediante el servicio de alianza, la CIA obtuvo y entregó (a los servicios de inteligencia y al escuadrón de la muerte) nombres completos, fecha y lugar de nacimiento, nombre de los padres, direcciones, lugar de trabajo y fotografías. Fue una información invalorable para las operaciones de control de los subversivos y una variedad de otros propósitos".
En 1969, la agencia envió a nuestro país al "conocido torturador" Dan Mitrione. El ex agente comenta que hasta ese año, "las fuerzas de derecha solamente habían utilizado la tortura como último recurso. Mitrione los convenció para que la usaran como una práctica rutinaria. Su dicho era: 'El dolor exacto, en el lugar exacto, en la cantidad exacta para obtener el efecto deseado'. Las técnicas de tortura que enseñó a los escuadrones de la muerte rivalizaron con los nazis. Finalmente se volvió tan temido que los revolucionarios lo secuestraron y asesinaron un año después".
Posteriomente McGhehee afirma que entre 1970 y 1972 los oficiales de la CIA "utilizaron el respaldo de informantes para ayudar al Departamento de Información e Inteligencia, que a su vez fue cobertura de los escuadrones de la muerte". El ex agente norteamericano se refiere o al Departamento de Inteligencia y Enlace de la Policía.
Juan Lázaro Fuentes
Tomado de Rodelú
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