El francés Gounouillou tenía un apellido tan difícil de escribir y de pronunciar, que la gente terminó llamándolo simplemente Guruyú. Y con este nombre acriollado (o simplemente adaptado al español) pasó a la historia en el característico barrio situado en el extremo de la península de la ciudad vieja.
Gounouillou, un industrioso inmigrante llegado al país al mediar el siglo pasado, se dedicaba a los negocios del ramo marítimo y fundó un muelle en el puerto capitalino, al final de la calle Patagones (que hoy se llama Juan Lindolfo Cuestas).
Eran esos los terrenos resultantes de la demolición del antiguo Fuerte de San José, que se alzaba sobre la punta del mismo nombre en la extremidad Nor-Oeste de la península. Derribado el fuerte se trazó la calle Isla de Lobos, de una sola cuadra de extensión, entre Piedras y Cerrito, cuya ubicación y breve longitud no tienen otra explicación histórica que ese hecho.
El francés de tan endiablado apellido adquirió los restantes terrenos que ocupara el fuerte, y levantó allí su muelle al que anexó, al parecer, un precario establecimiento de baños, porque en aquel entonces las aguas de la bahía estaban limpias e invitaban a pegarse un fresco remojón cuando "la" calor del verano se adueñaba de la ciudad. Se dice que, por pocos vintenes, se podía alquilar una casillita de madera para cambiarse la ropa y ... al agua!
Pero quien dió al lugar su definitivo perfil de lujosa estación balnearia no fue el naviero Gounouillou, sino el imaginativo y emprendedor español don Emilio Reus, quien soñó un moderno balneario en aquellos confines de la península. Y manos a la obra. Del sueño pasó rápidamente a la realidad cuando adquirió las instalaciones de Gounouillou y construyó en ese predio lo que los montevideanos de la época llamaron "las piletas", un suntuoso establecimiento de baños públicos, con agua de mar y agua dulce, para solaz y deleite de sus hedonistas coetáneos.
Pero no sólo la estación balnearia estaba en la mente del activo empresario. Asociado con el coronel Carlos Gaudencio, Reus proyectó frente a sus piletas, despues desaparecidas y transformadas en plaza de deportes, la construcción de un espectacular hotel, cuya ejecución quedó a medio camino por causa de la devastadora crisis económica de 1890.
El monumental edificio del Hotel Nacional, que todavía se halla en pie y hoy está pidiendo a gritos una restauración, ocupa la manzana delimitada por las calles Juan Lindolfo Cuestas, Piedras, Ingeniero Monteverde y Cerrito, frente al establecimiento balneario. Su construcción quedó detenida en 1895, cuando el Estado se hizo cargo de las obras y lo destinó a sede de la Facultad de Matemáticas. Hasta hace unos 25 años atrás, antes de clausurarsele por su estado ruinoso, funcionó en el edificio la Facultad de Humanidades.
Allí es exactamente el Guruyú, un barrio que, como tantos otros, es muy difícil saber donde empieza y donde acaba. Con la particularidad de que este paraje siempre tuvo, por lo menos desde fines del siglo XIX, dentro de la despersonalizada Ciudad Vieja, una autonomía perfectamente definida.
Barrio vivido por el vecindario, barrio popular como el Albaicín de Granada, a diferencia del resto de la península montevideana, que es territorio de bancos, oficinas y palacetes del patriciado, el Guruyú fue cuna de populares comparsas de carnaval y mitológicas figuras del fútbol, como Isabelino Gradín y otros muchos que todavía son objeto de evocación emotiva en distintas crónicas.
Pero retornemos al sueño frustrado de Reus. Su establecimiento balneario constaba de dos grandes piletas de 60 metros de largo, una para señoras y otra para caballeros, alimentadas por agua de mar bombeada por máquinas y recubiertas por altas claraboyas de vidrio. Grutas y cascadas que se deslizaban en los declives del terreno, completaban la ostentosa decoración de esta fantasía romana que, aunque no se pueda creer, existió hace un siglo en Montevideo.
Camarines en los corredores de las piletas, departamento de hidroterapia medicinal, duchas frías y calientes, salobres y dulces, servicios de peluquería, tocados de señoras, completaban la suntuosidad refinada de una institución tan exclusiva como podía exigirlo aquella brillante "belle epoque" finisecular.
Reus y Gaudencio continuaron a ritmo sostenido la construcción de su gran hotel, que cuando se le habilitó definitivamente ya no fue hotel, porque la despiadada crisis se lo llevó todo como un huracán: las piletas, las claraboyas, el salón de hidroterapia, el hotel . . .
La piqueta dió cuenta rápidamente de las faraónicas instalaciones del balneario que los montevideanos "chic" vieron desaparecer con asombro y con rabia. Años más tarde. en lo que había sido aquel exclusivo reducto de la alta sociedad, se alzó una plaza de deportes.
Hoy sólo queda la ruinosa mole del Gran Hotel Nacional, como fantasma sombrío y vigilante al borde del puerto, pero enhiesto a pesar de su calamidad, como desafiando el siglo XXI para que se le recicle y se le dé un destino útil otra vez. Y queda también el nombre del barrio, heredado del nombre del francés de los negocios marítimos, el entrañable Guruyú que evoca a sus personajes populares, a sus pescadores de la escollera, a sus negros lubolos, a sus campeones del fútbol.
Cosas que pasaron, gente que pasó, ilusiones que se hicieron añicos en el perímetro del único barrio de la Ciudad Vieja que pudo sobrevivir hasta el día de hoy con una personalidad propia y diferenciada del entrono.
"Los barrios de Montevideo"
Ricardo Goldaracena
Ediciones Arca - Montevideo
20/6/08
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