4/12/07

27 de junio de 1973

Entre golpes, golpazos y golpecitos
El 27 de junio de 1973, el golpe de Estado que derrocó las instituciones en Uruguay fue la culminación de un largo proceso. Desde bastante tiempo atrás se había denunciado la preparación de la dictadura. En esa gestación, sobre los factores nacionales pesó uno exterior, determinante: el interés político y económico de Estados Unidos. Desde la entonces denominada “Escuela de las Américas” (según testimonio de alguno de sus ex directores) se preparó a la mayor parte de los militares que estuvieron al frente de los golpes de Estado en la región.
Paulatinamente se fue alineando a militares y sectores políticos de derecha con el interés del centro imperial. De la misma manera que se dividió al mundo en ángeles y demonios, en Uruguay y demás países de la zona se clasificó a los ciudadanos en patriotas y traidores.
Las arbitrariedades (entre ellas la práctica sistemática de torturas) se fueron acentuando desde 1960 en adelante. En 1970, Carlos Quijano publicó en Cuadernos de Marcha, documentación sobre torturas en dependencias policiales y militares comprobadas por una comisión investigadora parlamentaria.
El sentido de país soberano se había ido perdiendo. Por ejemplo, bastante antes del 27 de junio de 1973, fecha del golpe de Estado, copias de todos los partes policiales, así como de las cintas grabadas de intervenciones telefónicas se enviaban a la embajada de Estados Unidos; y eso ocurría con pleno conocimiento del jefe de Policía y del ministro del Interior de la época.
Paralelamente, el escuadrón de la muerte, autodenominado Comando Caza Tupamaros, realizaba atentados y cometía asesinatos; el 17 de agosto de 1971 fue secuestrado Heber Castagnetto en Avenida Italia y Propios, “paseado” en automóvil y luego eliminado siendo su cadáver arrojado al Río de la Plata.
A fin de los años 60 comenzaron a sucederse los asesinatos de estudiantes que simplemente por manifestar en la calle caían bajo las balas de una Policía con permiso para matar: Líber Arce, Hugo de los Santos, Susana Pintos, Heber Nieto. El pueblo, en caravanas multitudinarias, acompañaba a los entierros y el régimen insistía en la represión. Al comienzo de ese proceso, durante los gobiernos de los tradicionales partidos blanco y colorado, se aplicaron con intermitencia las llamadas “Medidas Prontas de Seguridad” (previstas por la Constitución para los casos de agresión exterior o grave conmoción interna); pero a partir del 13 de junio de 1968 rigieron de manera permanente. Ese mismo mes, Don Carlos Quijano advertía desde el semanario Marcha: “Al amparo de las medidas extraordinarias de seguridad, que han dejado de ser tales y tienden a convertirse en duraderas, vivimos en un régimen extraordinario, o sea fuera de lo ordinario, que es regresivo y suspende o suprime garantías esenciales”.
Denunciaba entonces que ese régimen “tiene su lógica interna, su interno dinamismo (como a una bicicleta, hay que seguir dándole pedal para mantener el equilibrio)”. Y preguntaba: “¿Qué vamos a hacer del país? ¿Una prisión general? ¿Un vasto campo de concentración?”.
El 26 de marzo de 1971, el general Líber Seregni –entonces presidente del flamante Frente Amplio– denunció que el gobierno había decretado la hora del garrote y, como siempre, había culpado del desorden a las masas obreras y estudiantiles. En los hechos, para mantener intactas las estructuras del poder económico –explicó Seregni– se buscó terminar con el régimen de libertades políticas.
Ese mismo año, el doctor Alberto Ramón Real, entonces Decano de la Facultad de Derecho, consultado por una Comisión del Parlamento expresó: “Debo decir, con toda honestidad, que hemos llegado a un punto en que es posible preguntarse si el estado de Derecho en nuestro país es una realidad o una ficción; una máscara más barata de denominación que el empleo de la cruda fuerza”. Y explicó –como consta en el acta de la Cámara de Representantes del 13 de abril de 1971– que el país padecía “un régimen de facto surgido por deformación del régimen institucional vigente. El fenómeno jurídico que se está viviendo –indicó en su análisis– no ofrece la menor duda en cuanto a que el régimen imperante es una dictadura extraconstitucional además de ser, en parte, un régimen que funciona con arreglo a la Constitución por ser legítimo en cuanto a su origen”.
También en 1971 –dos años antes del golpe– en un intento de juicio político al entonces presidente Jorge Pacheco Areco, un planteo del doctor Enrique Beltrán, diputado del Partido Nacional, señaló: “Hojeando las páginas de la historia quizá no se encuentre un gobierno más reiterativo en la trasgresión constitucional, más eufóricamente empecinado en demostrar que la Constitución vale para todos menos para él, en una especie de regreso a los absolutismos donde las imposiciones del Derecho regían para los súbditos y no para el gobierno”.
Ahora, 34 años después de la caída final de las instituciones y el establecimiento de una dictadura ya sin máscara, volvemos a denunciar que el régimen que se autodenominó cívico–militar no fue más que un eslabón de la cadena de golpes impuesta por Estados Unidos en complicidad con las oligarquías locales de América Latina. Todos esos golpes fueron precedidos por una tarea de penetración ideológica y alineamiento con el centro imperial de los sectores de derecha de las Fuerzas Armadas y Policiales a través de importantes medios de comunicación. Cuando en 1964, por ejemplo, se gestó el golpe de Estado en Brasil, basta leer algunos exponentes de la prensa continental (como en Uruguay El País y El Día) para comprobar su apoyo a la irrupción militarista. Ambos diarios coincidieron con alguna prensa de Estados Unidos que sostuvo que en Brasil era necesario un golpe “a la manera tradicional de América Latina”.
Sobre la crisis y los problemas internos de Uruguay incidió, además, la política impuesta por el Fondo Monetario Internacional (FMI) que, como hoy se reconoce, fue la píldora del suicidio para la democracia política en muchos países.
Después que, escudándose en las mejores palabras (“defensa de la democracia”, “lucha por las libertades”, apoyo “al modo de vida occidental y cristiano”) la derecha buscó por todos los medios impedir los avances populares, recurrió a las Fuerzas Armadas, preparadas hasta en métodos de tortura en centros del imperio.
Sobre estos hechos debieran opinar hoy los militares golpistas, en lugar de amurallarse en un pacto de silencio como lo hacen ahora. Porque es el análisis de esos hechos lo que se impone en una región que ha transcurrido por su historia, como diría Emilio Frugoni, “entre golpes, golpazos y golpecitos”.

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