Montevideo tiene nombres mágicos y lugares mágicos. Para quienes somos generalmente escépticos y nos negamos pertinazmente a creer en fenómenos extraños que los sentidos no pueden captar, la magia es siempre una especie de asignatura pendiente. Debo confesar que nunca ví un plato volador, y si lo ví, no estoy enterado.
Pero tanto han repetido nuestras abuelas aquello de "que las hay, las hay", que al fin uno termina admitiendo, aunque sea provisoriamente, que "las hay".
Y uno de esos lugares montevideanos poblados de hechizos y encantamientos es, sin duda alguna, el Prado. O Prado Oriental, como se dijo en tiempos de nuestros abuelos; este parque es un sitio cargado de fascinación, como pocos hay en nuestra ciudad.
El Prado fue, inicialmente, una de las quintas aledañas al Miguelete, el arroyo que todavía sirve de columna vertebral a ese tradicional paseo capitalino. Su orígen histórico fue la quinta del Buen Retiro, que fuera propiedad del rico banquero europeo don José de Buschental, nacido en Estrasburgo, Alsacia, hoy evocado por una de las principales avenidas de ese barrio.
Destino mágico y misterioso el de esa quinta del Buen Retiro que el poderoso hombre de negocios diseñó para su amada esposa, Mariquinha, doña María da Gloria de Sorocaba, hija del barón de Sorocaba y nieta del emperador de Brasil.
Como en los cuentos de hadas, una princesa imperial merecía un jardín poblado de encantamientos, y ese jardín debía ser el del Buen Retiro. Pero ¡oh frustración!, la bella doña Mariquinha no quiso venir a Montevideo a disfrutar de las flores, los pájaros, y las mariposas de su parque privado.
Desde el comienzo, el Prado encierra, entonces, un fracaso: la hermosa princesa para quien su rico marido erigió ese jardín poblado de árboles y duendes, nunca lo pisó. Primer hecho misterioso: un jardín de encantamiento que su dueña no quería conocer.
Buschental llegó a Montevideo durante la Guerra Grande. Ya había quebrado en Brasil, había rehecho a duras penas sus caudales y había marchado a España, donde logró edificar otra vez su posición. Una nueva quiebra allí le obligó a buscar refugio en el Río de la Plata.
Aquí le esperaba un destino incierto. Y eso lo sabía doña Mariquinha. Por esa razón no quiso acompañarlo. La princesa estaba cansada de esas reiteradas evaporaciones de riquezas, se negó a venir a este desconocido y pequeño país en estado de guerra, y resolvió quedarse en Madrid, a la espera de mejores tiempos. Segunda frustración: la princesa no quería ser pobre.
Pero el banquero alsaciano estaba locamente enamorado de su esposa. Y con mucho tesón, logró reedificar una vez mas la fortuna perdida. Compró campos en el Uruguay, puso estancia y saladero, y trajo animales ingleses y suizos de raza. Entre 1862 y 1866 compró cinco fracciones de terreno, en el arroyo Miguelete, que totalizaban casi 62.000 metros cuadrados, e instaló allí la espléndida quinta que bautizó con el madrileño nombre de Buen Retiro.
El ahora otra vez rico hombre de negocios pobló su quinta de especies forestales, flores y árboles frutales traídos de diversas partes del mundo, en su mayoría especies desconocidas en el país. En un rincón de la quinta, y protegido por fuertes verjas de hierro, creó un zoológico donde abundaron los monos, los osos hormigueros, las inmensas aves exóticas de coloridos plumajes, y las temibles pitones y otras serpientes de las selvas del Brasil.
Envuelto por aquel parque maravilloso estaba el chalé que servía de residencia al dueño de la quinta, magnífica casona alhajada con finos muebles y obras de arte. Buschental se volvió aqui un solitario melancólico. Las crónicas de veraces testigos de su tiempo lo describieron paseando sus perros por el parque, en atardeceres brumosos y nostálgicos.
En honor a la verdad histórica, tal vez no tan solitario como se le ha querido mostrar. En una esquina de la quinta levantó un edificio, que todavía existe y es hoy la sede del Club Stockolmo – sobre camino Castro -, para que sirviera de morada a una viuda uruguaya, doña Orfilia, cuya compañía mitigaba la soledad. Tercera frustración: una plebeya viuda criolla vino a ocupar el lugar de la esquiva princesa de cuento de hadas que se había negado a acompañar a su marido.
Buschental murió en Londres en 1870, durante un viaje de negocios, y fue recién entonces que doña Mariquinha de Sorocaba se decidió a venir a Montevideo. No para instalarse en el Buen Retiro, sino para liquidar los considerables bienes dejados aquí por su marido, convertirlos en dinero contante y sonante, y volverse con su plata a Europa. Cuarta frustración: un cuento de hadas que se transformó en una vulgar historia de negocios.
El inmenso predio, luego de pleitos, actos de compra-venta que nunca quedaron del todo claros, mas una intervencion oficial de la Junta Económica Administrativa, fue transformado por sus ultimos adquirientes en el Prado Oriental, parque librado al uso público, como sitio de recreo, en 1873. Prado, como es de público conocimiento, nombre también de origen madrileño, en evocación del paseo homónimo de la capital española.
Todavía hoy el Prado sigue siendo un lugar mágico, donde de algún modo se puede imaginar que los duendes se esconden entre las araucarias, las glicinas y los naranjos en flor, las calagualas y los cactus, junto a las rumorosas aguas del Miguelete que atraviesa el bosque encantado. Y allí, tras la niebla de los atardeceres melancólicos, se presiente la figura del fantasma del banquero alsaciano paseando a sus perros atraíllados, en busca del espectro de su amada princesa que huye entre los verdes pálidos del húmedo follaje.
Los barrios de Montevideo
Ricardo Goldaracena
15/8/07
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