30/7/08

El muchacho de cabello dorado

Quizás algo nos unía desde tiempos inmemoriales, los lazos eran cada vez más fuertes, hasta que un verdugo desconocido se encargó de cortarlo. Aun veo su pelo rubio, flequillo al viento corriendo por el campo donde nace el Olimar.

Nuestras abuelas eran primas hermanas, las dos se casaron con inmigrantes gallegos que habían venido a “hacer la América”. Juntas criaron sus hijos, mi madre y la suya eran como hermanas, nosotros seguimos camino, el destino nos hizo hasta casi vecinos, su hermana vivía junto a mí y su madre fue otra abuela.

Un día Tachito, como le decíamos, se fue sin decirnos adiós, los nubarrones cada vez más negros nos cercaban, los que quedamos digamos “a la vista”, nos unimos cada vez más.
En un viaje a Buenos Aires, me encontré con su madre, “la tía Elena”, por la calle Corrientes y me dice: ¿Estás sola? Sí, le contesté yo con voz triste, pensando en mis largas noches solitarias de cuarto de hotel, buscando, buscando.
“Ven conmigo a comer”, su espíritu alegre y fuerte me abrió el camino, pensé ¿cómo hace para dar amor a los demás? Sentí su risa musical al traer a sus nietas Carmen y Adriana, hijas del Tacho.

Las nietas corrían delante de nosotras, ¡Papá!, ¡Papito!, gritaron.

Cuándo levanté mi cabeza, ví venir su sonrisa, los brazos abiertos, el pelo rubio al viento, y pude sentir el calor y la voz nunca olvidada, con el apretado abrazo: ¡Gordita!
La noche se hizo corta para estar todos juntos pero no dijimos: ¡Hasta siempre!
Lo besé muy fuerte, no sabía que era la última vez que lo veía.

Fue detenido en Montevideo el 25 de mayo de 1975, recién lo supimos un mes después. Siempre estuvo incomunicado hasta el 29 de setiembre, cuando nos comunicaron de su muerte; según el doctor José Mautone, quien firmó el certificado, se había ahorcado.

Cuando llegó a la casa de su madre, toda la fuerza de la tía Elena exigió que abrieran el ataúd, los empleados de la empresa tenían orden de las autoridades de no hacerlo bajo ningún concepto; nacieron de gajo, no tuvieron madre.

¡Quiero besarlo antes que se lo lleven!, dijo la tía Elena.

Un hombre con cara achinada no sé si conmovido o impresionado abrió el ataúd.
Su pelo no existía, tenía en su cabeza marcas de alquitrán, quemaduras de cigarrillos, las falanges de las manos quebradas, sus costillas se alzaban hacia el cielo mostrando un pecho que había albergado mucho amor, para todos los que allí estábamos y los que faltaban. Se había achicado, parecía el niño nacido donde nace el Olimar, tenía 30 kilos menos y ninguna marca de ahorcamiento.
¡Tanto había dado por la realidad que defendía…!

Solo brotó de nuestras gargantas el himno: ¡Orientales, la patria o la tumba!
Pero no se ha ido, nos dejó a su madre, una luchadora incansable –con sus ochenta y pico– de su verdad.

A su hijo, los que lo amamos lo vemos aún corriendo por un campo que ha curado las marcas de sus verdugos, y un sol que hace brillar su pelo rubio, sus manos que se quedaron sin dar caricias a sus hijas y a sus nietos, pero con la dicha de haberlo conocido y nunca olvidarlo le digo:
¡Hasta siempre, Tacho!

Tacho, el hombre de este relato, es Pedro Ricardo Lerena, asesinado por las Fuerzas Conjuntas en 1975, cuando tenía tan sólo 33 años.
Nacido en Santa Clara de Olimar el 4 de noviembre de 1941. Era funcionario del Banco de Previsión Social, lugar donde conoció a la que luego fue su esposa, Adela Tabeira.
Sus compañeros lo conocían también con los nombres de Ismael, el Caudillo o el gaucho Lerena.

Dejó dos hijas, Carmen y Adriana, su madre, Elena Martínez de Lerena, y su hermana Irma Elena, quien vive aún en Suecia con sus dos hijos.
Sus restos descansan desde el 30 de setiembre de 1975 en el cemente rio Central. Su partida de defunción (firmada por el doctor José Mautone), continúa diciendo: Muerto por ahorcamiento.

Blanca Rosa Domínguez Fernández
Memoria para Armar

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