Los niños de mi generación solíamos emocionarnos hasta las lágrimas cuando leíamos el cuento “De los Apeninos a los Andes”, contenido en el libro “Corazón”, de Edmundo de Amicis.
En él se narra la historia de Marco, un niño genovés de 13 años que, cuando América del Sur era aún tierra de promisión y oportunidades, viaja, sólo y sin un cobre, desde sus bellos parajes alpinos hasta Tucumán, en busca de su madre, que había emigrado como tantos millones de italianos.
Macarena Gelman también está metida en una larga travesía que puede llevarla hasta su madre, pero a diferencia de Marco, sabe que está muerta desde hace más de un cuarto de siglo.
Lo que busca es algo más que un puñado de huesos, algo mucho más importante que los restos calcinados por el tiempo de lo que fuera una madre joven y seguramente henchida de esperanzas e ilusiones por la vida que portaba en su seno.
Macarena ha emprendido la dolorosa aventura de encontrarse con sus raíces, con el germen último de su existencia; intenta la reconstrucción de un vínculo que nunca debió haberse roto y que fue devastado por el más infame acto que un ser humano puede cometer: el asesinato de una pobre mujer indefensa.
María Claudia García Irureta Goyena tenía 19 años y estaba embarazada de 8 meses cuando fue detenida en Buenos Aires, el 28 de agosto de 1976, junto a su esposo Marcelo Gelman, cuyo cuerpo sin vida aparecería luego dentro de un tonel fondeado en el delta El Tigre.
Trasladada a Montevideo en el “segundo vuelo”, tuvo a su hija en el Hospital Militar y luego fue llevada a un lugar clandestino conocido como “base Valparaíso” y asesinada, por pura vesania, cuando no era más que una pobre muchachita torturada y aterrorizada, incapaz de hacer el menor daño a nadie.
“A veces hay que hacer cosas jodidas”, dicen que dijo uno de los responsables de su asesinato. Y a veces también hay que escribir sobre cosas jodidas, como en este caso.
La hija de María Claudia fue entregada a la familia de un policía en cuyo seno se crió, hasta que un día supo quién era en realidad, y tuvo que comenzar a repensarse a sí misma y a reconstruir un pasado del que durante años no había tenido la mínima noción, y del cual siempre formó parte.
La búsqueda de los restos de María Claudia fue infructuosa, y en el año 2005 el caso quedó archivado. Ahora Macarena, sobre la base de informaciones aparecidas posteriormente –la certeza del “segundo vuelo”, algunas declaraciones incriminatorias de los presuntos culpables del asesinato– ha decidido solicitar la reapertura del caso, y dicen algunos expertos en Derecho que la tenta tiva será vana, ya que sería “cosa juzgada”.
Pero en la conciencia y los sentimientos de esta muchacha no hay ni habrá jamás ni archivo que valga, ni cosa juzgada capaz de cauterizar la herida expuesta y en perpetua sangría que seguramente lleva en su espíritu, y que se relaciona de forma directa con lo más íntimo y sagrado que una persona puede alentar, que es su propia identidad y el significado último de su propia existencia.
No se trata, en este caso, de una aspiración de tardía venganza, ni siquiera de adquirir la certeza de quién o quiénes fueron los autores de aquella canallada. Es algo mucho más hondo y conmovedor, el único esfuerzo –horrendo, por cierto– que está al alcance de una hija en favor de la madre que nunca conoció pero de cuya vida tan cruel y prematuramente tronchada es ella la continuidad. Macarena quiere saber dónde están esos despojos que le dieron vida y desenterrarlos, así sea a dentelladas secas y calientes, como decía Miguel Hernández.
Incluso quienes creemos que ya es, y de sobra, hora de volver la página de aquellos días de horror y despegarse de las sombras viscosas del pasado, tenemos el deber ético elemental de mirar con silencioso y admirativo respeto el trágico, doloroso empeño de esta muchacha.
LINCOLN R. MAIZTEGUI CASAS
4/6/08
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