30/11/07

Del penal adentro (Primera parte)

Prólogo e historia inicial
En el 76, Punta de Rieles ya tenía una larga historia. Comenzó a ser penal con los muchachos, en el 72, y contaban las mujeres que habían llegado en el 73 que habían encontrado el calor de lo recién dejado por hermanos. Existió en esa época un primer penal, liberal, en el que el correo traía cartas, en el que se deambulaba libremente por sus instalaciones, en el que no existían ni hora de llamada ni hora de silencio, en el que se trabajaba en talleres produciendo manualidades que los familiares recibían y vendían. Para nosotras, las que comenzamos a llegar en agosto del 76, un penal de fantasía. Es que no fue, ni podía serlo, un fenómeno en sí mismo, aunque sí tuviera su lógica interna. Por eso, en la medida en que lo íbamos comprendiendo, pensábamos y hablábamos cada vez más en términos “del afuera adentro” y “del adentro afuera”.



Teatro
Era la flauta de Lía saliendo en off por detrás de una frazada colgada, gris y vertical, desde dos camas altas de cuchetas. Eran Lorca y su Sevilla sugerida en la escenografía con una falsa urdimbre de telar construida de papeles plateados, celofanes transparentes e hilos de seda, vertiendo su torrente acuoso sobre un espejo prohibido. Era Alberti y su urgencia. Picasso con su Guernica dibujado a carbón sobre una sábana. El toro, la mujer, el grito, el quinqué, el caballo, la ventana. Era “Aceituneros” cantada por Mariene. Era el arrastrarse entre miserias burocráticas de la obra de Alberti interpretada. Y era también “la Colorada” irrumpiendo como tanque en medio de todo, cuando ya llegábamos al fin, nos dispersábamos, introducíamos en la preparada jabonada de la palangana grande la sábana dibujada y, al verla, con total y consciente indiferencia al disparate, comenzábamos a comentar en voz alta con Ángeles las cualidades de la absurda urdimbre que pendía del peine de mi telar colgado entre dos puertas abiertas de lóquer, desaparecido ya el espejo debajo de una manta. Gran prisma octogonal en medio del fluir nuestro, con su túnica azul de emergentes pantalones verdes y botas de soldado, la Colorada simplemente no entendía. Algo extraño había en el ambiente, pero qué decir de qué, si sólo sabía que su gran nariz montada arriba de todo su cuerpo percibía un algo extraño.
…Esa fue una obra del teatro de urgencia de Alberti, representada sobre fines de 1983 o ya en el 84, según nuestro sentir de sus propios espacio, tiempo y sistema de ideas. Por eso Lorca, Guernica, la flauta y “Aceituneros”.
Antes, en los años primeros, cuando para salir de la celda había que pedir permiso y estaba prohibido estar en otra que no fuera la asignada, el miedo a superar no era por el contenido de la obra, la escenografía, o por no tener el uniforme puesto, sino simplemente por estar en una celda “ajena”.
—En la cinco, después del té de la tarde –se susurraba la invitación cual contraseña. Era que para comer podíamos juntarnos las 48 en el ancho corredor y sentarnos todas, las de las cuatro celdas, en los largos bancos junto a las tres mesas de caballetes, con lo cual se disimulaba mejor la posterior entrada al lugar donde se haría la representación. De las cuatro celdas, la cinco, en la punta del corredor más cercana a la reja detrás de la que sentadas como ante un escritorio estaban las soldados, abría su propia reja de forma tal que obligaba a sobrepasarla y entrar recién entonces, y como viniendo desde la guardia. Pero quienes estábamos allí no nos quedábamos por eso atrás en organizar dentro de ella el disfrute de las representaciones teatrales.
Para entrar había estilos diferentes. Había quienes pasaban agachadas por entre los caballetes de las mesas aún ocupadas, quienes se paraban ostensiblemente frente a la reja de la celda pidiendo algo como una lana o un vaso, miraban de reojo a la guardia y se escurrían hacia adentro en un ágil movimiento, quienes buscaban la seguridad caminando “escondidas” tras alguna de nosotras, las “locatarias”, quienes actuaban coordinadamente armando dispersión en el otro extremo del corredor. Por 1978 preparamos con Sara en la cinco un libreto de un cuento para niños basado en la aparición, en un día de lluvia y dentro de un viejo baúl, de un auténtico farolero. Era un homenaje a Delia en el día que su hijo cumplía 9 años. Por prevención, nunca entrábamos todas al lugar de la representación, sino que la misma se reiteraba tantas veces como fuera necesario. Durante una de las veces que estábamos representando el farolero sonó, como desinflando hasta el fin su redondo cuerpo, la voz de “la Chopito” gritando “¡¡Atención!!”. Sonó y resonó con un “ción” tan fuerte que ninguna de nosotras dudó, y en un instante estábamos todas en actitud normal, tejiendo, leyendo, cosiendo. Sólo que teníamos tres compañeras “clandestinamente” adentro, y que quienes llegaban a recorrer eran Barrabino y su séquito. En el momento mismo en que abrieron la reja para entrar, en un rápido y preciso movimiento, se escurrió Ivonne hacia el corredor a sus espaldas. Nos quedaban dos.
Sobre un cajón había quedado abandonada una vieja pipa, herencia del penal liberal previo a 1974, y el comandante la vio. Sin inmutarse, Delia, gran estilo, dos apellidos y rancio abolengo que la hacían particularmente aborrecida por los altos mandos, la tomó amorosamente entre las manos murmurando: “El recuerdo de mi abuelo”...
Algo sonó extraño y nos contaron, pero como más dos y menos dos se anulan, nos salvaron las matemáticas: había una compañera de la celda en el calabozo y otra internada en el hospital.
El conteo militar dio 12 mujeres apacibles, con su mejor “cara de nada”, que luego de pararse al grito de “¡Firmes!” retomaban sus quehaceres entre diálogos banales.
Teatro fueron también, entre otros, La madre, de Gorki, rescatado desde nuestras memorias, la representación de Makarenco que nos legó el “No gemir”, El Fantasma de Canterville, cuyos audaces gritos alertaron a la guardia arruinando su segunda función, La zapatera prodigiosa, de donde quedó bautizada Marta Pirrongelli como “Penacho de catalineta”, tal como con “Todo di oro” quedó Yolanda luego de representar El herrero y la muerte, y como quedó fijada como colonizadora, en el acto de clavar la espada en tierra y emitir solemne juramento, Sonia, por una historia del descubrimiento de América con un Colón estudiado previamente en un libro de H D.
El teatro, las murgas, los coros, las dramatizaciones, diferentes formas de expresión que conformaban parte de la lucha por preservar nuestra identidad, en parte consciente y en parte no.




Úrsula y su nido
Por 1977 todavía se podía abrir y cerrar las ventanas de las celdas y sus banderolas de arriba. Por esa fecha, en la siete, las compañeras guardaban los restos de lanas en una caja puesta encima de los lóquers.
Fue imprudente aquella pajarita en entrar por la ventana, y nos dejamos llevar por una ilusión nosotras al permitirlo. Entró, salió, trabajó entre los trozos de lanas. Luego trajo a su compañero y juntos aprendieron los recorridos internos. Entraban por la cinco, volaban por el corredor, llegaban a la siete… Desafiaban a la guardia. Cuando advertíamos peligro los hacíamos salir hacia el campo y cerrábamos las ventanas.
Entonces Úrsula empezó a empollar sus cuatro huevos y él entraba, salía, pasaba. Al fin nacieron los pichones. Dos o tres días después, una mañana a eso de las once, entró “la Ceru” (también llamada por su aspecto “la Calavera”) rápido y directo a la siete. Estaba consagrando un triunfo del S 2, la seguridad del penal, un galardón de los entrenamientos en Panamá y el Sinaí. Inteligencia pesquisante para lucir con sus sargentos –la cabo– sus tenientes, capitanes y mayores. “Sus” de ella, ¡qué ironía!
Úrsula huyó por la ventana abierta, y la cabo se llevó ufana su trofeo de guerra: caja-nido con cuatro piquitos abiertos y piando.



Sueño
Aquél no era un sueño con nombre propio, todas lo teníamos en diferentes momentos y bajo diferentes formas, pero era el mismo y se reiteraba.
Ella había ido a su propia casa con un algo como permiso o licencia especial. Pero debía, indefectiblemente, volver. Aunque no se sabía por qué, no existía la posibilidad de evasión, es algo que no se pensaba, que se negaba en el sueño. La angustia de tener que volver, y con hora prefijada, apretaba, perseguía. Por eso ella, alguien, corrió calles, trenes, vagones, autos, y yo dejé a mis niñas en la escuela, y en mi casa las tareas domésticas sin terminar.




Reforma agraria oficial de 1977
En la quinta, bajo el sol del verano, las soldados nos marcaban cuerpo a cuerpo entre insultos y amenazas por nuestra “falta de voluntad en el trabajo”. Cada una de ellas frente a una de nosotras, vestidas con nuestro uniforme grueso, sin sombrero y con las mangas sin remangar, en una distancia nunca superior a los 20 centímetros, provocando constantemente con sus palabras, violando permanentemente nuestro espacio propio, y todo esto durante cuatro o cinco horas seguidas, y a veces otro tanto luego de un breve descanso. En eso estábamos una tarde cuando, por el camino, pasó un auto con oficiales adentro que, sacando sus cabezas para afuera gritaron entre risotadas: “¡La reforma agraria!”. Las palas y tridentes que empuñábamos ese día daban vuelta los mismos montículos de tierra donde poco tiempo antes nos habían hecho plantar zanahorias y cebollas. Como ya habían nacido las pequeñas plantas, por eso, precisamente, querían que las enterráramos.
Hacía ya mucho tiempo que no comíamos un vegetal crudo, y al menor descuido de la guardia nos tragábamos una de esas pequeñas zanahorias del tamaño de un meñique, apenas desembarrada contra los propios pantalones.
En este clima, alguna vez una compañera, superada, levantó una azada, la reboleó y, reaccionando, no la tiró sobre la soldado que tenía enfrente, sino por el aire hacia la tierra. Evidentemente confiaban mucho en nuestro autocontrol, lo que no podía evitar que uno a veces, puesta en esas situaciones límites, no fantaseara diciéndose: “Y si agarrara ese cuchillo y acá no más se lo tirara encima, ¿qué pasaría?”.



Visita del embajador yanqui al Sector C en 1980
(Esta visita estaba enmarcada en una visita de varios embajadores, que fueron llevados a los diferentes sectores. Que al C de ese momento, donde se nos había juntado a todas las comunistas, fuera precisamente el embajador norteamericano acompañado por el propio director, reflejaba más el lugar en que se nos quería colocar que el concepto de peligrosidad en que se nos tuviera.)
La vieja capilla del seminario estaba habilitada como barracón dentro del edifico del celdario. Las familias nos habían hecho llegar rumores de que vendrían visitas importantes, y pronto percibimos las señales: Con un pequeño tractor cortaron todo el césped en torno al penal, y vino uno de esos ataques de construcción de imagen por los que ordenaban desde encerar los pisos hasta que todo artículo de uso corriente permaneciera oculto. Querían mostrar su ideal de penal y de reclusas: penal esterilizado con gente doblegada, despersonalizada, muerta en vida.
Un día, al fin, llegó la orden de sacar las toallas de los baños y de que ninguna prenda de vestir, aunque estuviera mojada, podía estar fuera del lóquer. Era, sin duda, “el día D”.
Decidimos aceptar el desafío desde la caricatura, llevando todo a extremos. Ninguna manualidad sobre las mesas. Ningún libro. Las camas tendidas con sus frazadas grises sin ningún almohadón de color.
Sólo quedaban a la vista las largas mesas vacías y nosotras, sentadas en medio de la nada en los bancos a sus lados.
El señor embajador de Carter entró con el director del penal y su séquito sin más, sin ningún militar grito de “Atención”.
Más allá de sus propias órdenes, no debía ser su idea encontrar tan árida escenografía…
Nosotras, al oír abrir la puerta, corrimos cada cual al pie de su propia cucheta adoptando en el lugar la posición de firmes. Esa era, en realidad, la solemne orden genérica para entrada de jefes y toques de bandera.
Una orden que nunca acatábamos sino en medio de tan largos remolineos, de sentarnos a los pies de la cama, estar en el lugar que no correspondía, que se nos ocurriera calzarnos o ir al baño, de forma que, en definitiva, ya el toque había terminado o el oficial se había retirado y nosotras podíamos seguir con lo nuestro tranquilamente.
Pero allí estábamos ese día, paradas cada cual en su lugar conformando una U según la correlativa posición de las cuchetas, dispuestas a lo largo de las paredes laterales y en la tarima de lo que fuera el altar, con nuestros rotos uniformes cuidadosamente remendados y planchados.
Los visitantes quedaron en la boca de esa U. En el centro, las mesas y los bancos desiertos, estériles, asépticos.
El yanqui, rubio, grandote, colorado de cara, miró un tanto desconcertado. Era claro que no era ésa la escena que le habían anunciado cuando, al fin, balbuceó un saludo que contestamos prolijamente en coro.
El coronel, molesto, dio al mayor la orden de “continuar”, lo que quería decir que saliéramos de nuestra estricta formación. El mayor se a dio al teniente. El teniente se la dio al alférez. El alférez se la dio a la cabo. La cabo a la soldado y la soldado a nosotras, que si bien aflojamos la rigidez del cuerpo, seguimos en nuestros sitios.
—Ustedes parecen que están muy bien –dijo con dificultad el embajador. Y como si hubiera accionado un resorte, sonó a lo largo de la U una sonora carcajada. Le creció el desconcierto al yanqui. Entre nuestros ojos se cruzaron con mucha fuerza nuestras tensas miradas. Veloces luces. Yo, situada en el extremo izquierdo de la U, casi al lado de la comitiva, recibí el reflejo de mi propia mirada en el espejo de todos los ojos, mientras sentía que espejaba en los míos a todas las otras miradas, de cada una y de todas y, con el corazón golpeándome en el pecho, comencé a hablar, y a ser hablada, sobre los objetivos de la dictadura para los presos, sobre su intento de hacernos perder nuestra identidad.
—¿Que quieren a ustedes hacer perder la identidad? –preguntó en su mal español el norteamericano.
Entonces la denuncia se generalizó, hablaba Luz, hablaba María, hablaban todas y él avanzó hacia el centro de la U.
El coronel no lo pudo soportar. Se prendió del brazo derecho del embajador y lo tironeó sin miramientos.
—Ella quiere hablarme a mí –protestaba éste forcejeando. Pero sin atender sus razones se lo llevaron afuera, literalmente a rastras.



Memoria para Armar
Autora: Selva Braselli

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