"La Declaración Universal de los Derechos Humanos, tal cual se encuentra redactada, y sin necesidad de alterarle siquiera una coma, podría sustituir con ventaja, en lo que se refiere a la rectitud de principios y clareza de objetivos, a los programas de todos los partidos políticos de la Tierra, expresamente los de la denominada izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para enfrentar las realidades brutales del mundo actual, cerrando los ojos a las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro está preparando contra aquella dignidad racional y sensible que imaginábamos ser la suprema aspiración de los seres humanos."
José Saramago
La defensa de los derechos humanos, que constituyó uno de los ejes de los programas de gobierno de partidos políticos progresistas que accedieron a la Presidencia en varios países latinoamericanos, se ha convertido en un dolor de cabeza para algunos jefes de Estado, al promediar sus mandatos. En países como Argentina, Chile y Uruguay, sometidos a regímenes militares en la década de los años setenta, el esclarecimiento de aquellos crímenes de lesa humanidad, que implicaron la tortura, la muerte o la desaparición forzada de cientos de miles de opositores, está implicando un costo mayor al esperado.
Los gobiernos de Ricardo Lago y Michelle Bachelet en Chile, lograron romper un esquema de impunidad estructurado durante la dictadura del general Augusto Pinochet y varios mandos militares han sido encarcelados en el marco de tensos procesos judiciales a los que el dictador solo escapó con su muerte. En la Argentina de Néstor Kirchner se derogaron las leyes de Punto Final y Obediencia Debida y fueron eliminados algunos indultos impuestos durante el régimen de Carlos Menem, para que decenas de torturadores hayan sido encausados y apresados por la justicia federal. La administración de Tabaré Vázquez en Uruguay, pudo eludir la aún vigente Ley de Caducidad (o impunidad) y un grupo de militares y policías represores fue procesado con prisión, al igual que el ex dictador Juan María Bordaberry y su canciller Juan Carlos Blanco. Sin embargo, en los tres países ha crecido la presión para que se llegue a un nuevo "punto final" y se "de vuelta la hoja" del "revisionismo". Incluso desde los propios gobiernos se argumenta que "el país deber mirar hacia adelante" y dejar atrás hechos que ocurrieron hace 30 años.
Miedo a la "metamorfosis"
La muerte de Pinochet generó la reacción de una cuarta parte de la población chilena que, según las encuestas, lamentó el deceso del dictador. Su fallecimiento puede implicar el cierre de otras causas que le comprometían y a través de las cuales se podía esclarecer crímenes de lesa humanidad.
En Argentina, la desaparición del albañil Julio López, testigo de cargo en el proceso contra un torturador, ha generado miedo entre los denunciantes a la vez que demuestra que ciertos grupos represivos de las dictaduras continúan teniendo apoyo de sectores del poder político y económico. En Uruguay, el gobierno cerró una primera etapa en la búsqueda de los desaparecidos luego de que fracasaran las excavaciones en unidades castrenses en las que, según informes militares, existían tumbas clandestinas, y en tanto el Ejército no reconoce el secuestro y asesinato de 22 personas en 1976.
Las "responsabilidades" de Estado parecen haber "infectado" a dirigentes de los partidos políticos progresistas que llegaron al gobierno, precisamente, porque en sus plataformas electorales incluían el esclarecimiento de estos y otros hechos como un tema de principios. Las organizaciones defensoras de los derechos humanos comienzan a ver con preocupación la "metamorfosis" que parece haber comenzado en algunos de estos gobernantes que, años atrás, desde la oposición, exigían la verdad y la justicia frente a los crímenes de lesa humanidad de las dictaduras del Cono Sur.
El temor es que, pese a tantos años de lucha, esos dirigentes no hayan comprendido cabalmente, o hayan comenzado a olvidar, lo que realmente implica la defensa de los derechos humanos en los países en desarrollo dentro de un mundo globalizado y hoy sometido a un unipolar poder mundial.
Un programa "revolucionario"
A partir de la caída del Muro de Berlín, la implosión de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, los partidos de izquierda en los países del tercer mundo perdieron referencias, aún cuando sus programas priorizaran la contradicción Norte-Sur, ante la batalla Este-Oeste que libraban capitalismo y comunismo. La caída del bloque socialista emanado del Tratado de Varsovia no modificó el estado de dependencia que sufren los países subdesarrollados frente al poder económico mundial trasnacionalizado entre Estados Unidos, la Unión Europea, las potencias asiáticas y los países árabes productores de petróleo.
En América Latina, a la impunidad que habían impuesto los gobiernos militares se sumó la corrupción de buena parte de las administraciones políticas que les sucedieron, quienes aplicaron los planes de privatización de empresas públicas y los canjes de deuda externa, sugeridos por el Fondo Monetario Internacional.
Los partidos políticos "progresistas" que han comenzado a gobernar en la región establecieron como prioridad de sus programas de gobierno el respeto a la condición humana y a sus derechos políticos, sociales y económicos; es decir, la defensa de los derechos humanos en toda su significación. Como sostiene Saramago, en estos países dependientes no parece existir un programa de gobierno más "revolucionario" que fijar como compromiso político el cumplimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada por las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, hace 58 años. La Declaración, creada para evitar "actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad" luego de la segunda guerra mundial sigue manteniendo vigencia como la "aspiración más elevada del hombre": "el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”
Verdad y memoria: derechos
La declaración de sólo 30 puntos, reclama al derecho a la vida, la libertad, la no discriminación ni el sometimiento, la igualdad ante la ley, la justicia, el asilo, la nacionalidad, la familia, el pensamiento, la opinión, el trabajo, el descanso y el acceso a un nivel de vida adecuado, con techo, salud y educación. Derechos políticos, sociales y económicos, derechos cotidianos al fin, que deben ser protegidos por un orden social e internacional que haga plenamente efectivo lo proclamado en esa Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada hace ya más de medio siglo. En estos años, a aquellos derechos humanos se han sumando, a través de convenios y tratados internacionales, nuevas calificaciones no menos importantes. Entre ellas, el derecho a la verdad y el derecho a la memoria, sin los cuales no se podría cumplir con la declaración de la ONU. Sin la verdad es imposible aplicar justicia. Sólo el conocimiento de los hechos, la información sobre lo ocurrido, la búsqueda y divulgación de los testimonios, permite la aproximación posible a ese intangible abstracto llamado verdad, sin el cual el hombre no sabría qué pasó para impedir que vuelva a pasar.
Sin la memoria no habría parámetros sobre los cuales establecer el resto de los derechos, que implican a la dignidad y la igualdad de la "familia humana", cuya protección la declaración de ONU busca para que "el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía o la opresión". En su artículo, Saramago narra una historia sobre un pueblo de Florencia, en el que un ciudadano decidió hacer doblar las campanas de la iglesia para anunciar que la justicia había muerto. Ese tañido debería ser escuchado por los gobernantes latinoamericanos que, ante el peso de la verdad y la memoria, corren el riesgo de olvidar la defensa de los derechos humanos.
Roger Rodríguez
© Rel-UITA
8 de enero de 2007
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